Ayer como hoy, estamos de exámenes. Comer y dormir, filosofía de mi abuelita.
Mi abuelita, bueno, mi abuela, no toleraba que se le aplicara un diminutivo, bueno, mi abuela
tenía su propia filosofía crudamente materialista. En la vida, decía, hay dos cosas: comer y
dormir, lo demás son tonterías de los jóvenes de hoy. Uno de aquellos jóvenes era yo, que
ahora voy frisando los 75. Y en aquel entonces, rodeando a nuestra querida abuela, los nietos,
sentados en el suelo. Ocurría tal como si la escena fuera copiada de un grabado de época, al
centro la sabiduría de cabellos blancos, rodeada de nuestra ligera irreverencia juvenil.
Y no faltaba quien tentara con otro argumento. ¿Y el amor, abuela, el amor no es tan necesario
como el pan? Las carcajadas de ella se oían entonces hasta la calle, la gente volvía la cabeza
hacia nuestra casa. En aquel entonces, sexo era una palabra grosera, nadie la usaba. Se decía
amor, se decía hacer el amor en lugar del hoy tener sexo.
Y de amor se podía morir, insistía el nieto que había provocado la hilaridad de abue. ¿Abue,
dije? ¡Cuidado! Si el diminutivo la molestaba, la abreviación no les cuento. Y en este tema
del amor, mi abuela pasaba a la ofensiva con la experiencia propia, nada menos. ¿Saben cómo y
cuándo conocí el amor? Todos aguzábamos el oído. Les digo: cuando me casé. Mejor dicho, dijo
abuela, cuando mi padre resolvió que era hora de casarme y con quién. El día de la boda conocí
a mi esposo… y ustedes me vienen con el amor, me da una risa. Y mi abuela volvía a las
obscenas carcajadas y se le movía la panza al compás. Les voy a explicar, dijo finalmente.
Entre las solteras, había dos tipos de mujeres. Las vírgenes y las putas. Nada de categorías
intermedias. Y eso se sabía la noche de la boda: si salía sangre que manchaba las sábanas o
no. Si sí, el marido se cubría de gloria. Si no, mejor no hablemos. Muchos años después,
continuó abue ante el creciente interés del auditorio, mi esposo me confesó que, por si las
moscas, tenía su coartada escondida: un frasquito lleno de sangre del cochinillo que habían
sacrificado para la boda. Pero, lo juro, no tuvo necesidad de usarlo. Por lo demás, vuestro
abuelo me cayó bien desde el primer día, ojalá viviera…
En dos palabras, no quedaban en pie más que el comer y el dormir. Y tal vez sería cosa de
incluir en segundo plano ese vergonzante amor de abue por su esposo. Y cerrando la discusión,
abue se metía un platazo de borsh entre pecho y espalda, para luego quedarse dormida en la
silla.
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