Mi sorpresa fue mayúscula. Fue la noche del pasado jueves día
22, cuando, tras el último bostezo viendo las continuadas
chorradas con que nos martirizan cada día cualquiera de las
cadenas de TV -da igual que analógica o en TDT-, apareció el
rostro más popular y esperanzador de todos los tiempos. Nada
menos que el mismísimo Presidente de la nación más poderosa de
la Tierra, el emperador de la tez de bronce en uniforme de
trabajo y tras la mesa púlpito desde la que sus palabras se
erigen en Ley que hace retemblar los cimientos de todas las
naciones.
Barack Obama estaba serio. Y sus palabras también parecían muy
serias. Su dedo acusador no señalaba al cielo sino al frente y
algo arriba, al altísimo de aquí, al gran dios de la Tierra, al
todopoderoso señor que todo lo puede y cuyo omnipotente poder
extiende su verde manto por los bolsillos, las conciencias y las
esperanzas de los hombres.
"No voy a consentir más que los ciudadanos sean rehenes de los
Bancos. No consentiré más que sean los ciudadanos quienes paguen
sus errores. No consentiré más que sus ambiciones destrocen la
vida de mi país y la de mis conciudadanos. Exigiré que paguen el
dinero recibido hasta el último dólar. No habrá más manga ancha
y no les dejaré crecer más allá de lo que alcance mi mano..."
Sinceramente, no podía creérmelo. El presidente Obama rebelado
contra su dios, convertido en un Luzbel redivivo, en el Portador
de la Luz para los hombres, en el Lucero de la Mañana para las
conciencias de los humanos, en el Hijo de la Aurora para las
esperanzas perdidas... Por un momento pensé que ya me había
dormido y me restregué los ojos con fuerza... No, qué va, no
estaba soñando. En absoluto. Allí estaba el Gran Jefe,
aseverando con ojos de convencimiento y voz grave: "Y si quieren
guerra, la tendrán, aquí estaré, aquí me encontrarán..."
No podía ser. Pero era... La primera reflexión -a vuelapluma- me
trajo de inmediato a la mente la otra cara de la moneda: un
vulgar montaje, una connivencia pactada entre el gran dios de
los verdes resplandores y su hijo más querido, su lucero electo
para los futuros mañanas, su ángel más bello para la continuidad
de todo, que vendría a acallar las maledicencias de los humanos
y a convencerlos de que antes de que cante el gallo los ríos de
dólares fluirían desde la gran manzana a los bolsillos de todos
los creyentes.
Pero, por otro lado, ¿por qué no podía ser verdad?, ¿por qué no
podía el Hijo de la nueva Aurora, elegido apenas un año antes
por millones de norteamericanos y contando con todas las
bendiciones del mundo occidental, rebelarse contra el Gran Amo y
cantarle las cuarenta en bastos y las veinte en espadas? ¿Acaso
debía tener miedo? ¿Él, el Comandante en Jefe del ejército más
poderoso de la Tierra, el Presidente electo de la nación más
rica y potente del mundo, el Caudillo y paladín de las
esperanzas de 300 millones de norteamericanos y de 3.000
millones más de ciudadanos de todo el mundo? ¿Miedo?
Claro, que, pensándolo bien, en un tema tan trascendental como
éste, se hace necesario tener en cuenta las experiencias de los
tiempos pasados. Y las experiencias nos dicen que nada ni nadie
puede rebelarse contra el dios que todo lo puede, incluso,
aunque este dios sea sólo el dios de la Tierra... Yo no sé cómo
lo haría y con qué poderes contaba aquel bello ángel que,
tiempos ha, se rebeló contra el Dios de las alturas, pero, según
nos cuenta Isaías, profeta y cronista de la época, el batacazo
fue de órdago a la grande. Así nos refiere el asunto: ¡Como has
caído de los cielos, oh, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido
abatido a la tierra, dominador de naciones! Tú, que dijiste en
tu corazón, "Al cielo subiré. Por encima de las estrellas de
Dios alzaré mi trono y me sentaré en el Monte del Testimonio, a
los lados del norte. A las alturas de las nubes subiré y seré
como el Altísimo..." ¡Ya! Has sido precipitado a lo más hondo
del pozo. Los que te ven, en ti se fijan, te miran con atención.
¿Ese es aquél, el que hacía estremecer la tierra, el que hacía
temblar los reinos...? (Isaías 14.12-14).
Terrible dilema el que se nos presenta. Por un lado, el Lucero
Esperado, la Gran Esperanza para los parias de la Tierra,
rebelado y puesto en pie de guerra, ¡por fin!, contra el
poderoso caballero dios de los mortales para despojarlo de sus
etéreos poderes y reducirlo a la misma condición de los humanos.
Y por otro, el dios de siempre, cabreado e iracundo, que
recurrirá a toda la fuerza de sus verdes poderes para echar al
pozo más hondo a aquél a quien había dotado de poder sobre los
hombres y depositado toda su confianza.
¿Quién vencerá en lucha tan desigual? ¿Será el querubín de los
morenos perfiles, el adalid de los sueños y las esperanzas de
los hombres... o llegarán las espadas llameantes del dios de
siempre para asestarle al hijo de la utopía certero tajo en la
yugular de los sueños?
La cosa casi no admite dudas, pero... ¿Qué quieren que les diga?
Cerremos los ojos y, como nadie puede impedirnos que usemos de
esta bella y única libertad que nos queda, soñemos un rato...
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