El atardecer empieza a morir. Al abrir la puerta, advierte las
sombras que han comenzado a cubrirlo todo. Avanza con pasos
lentos que arrastra al andar, observa su figura encorvada
proyectada en la pared. Prende la luz y su imagen desaparece.
¡Qué triste! ¡Qué callada vida la suya! Y pensar que en su
juventud fue un hombre de éxito, de empresas, de triunfos. Todos
querían estar con él. Gente que salía de todas partes pidiendo
favores, suplicando por un empleo, una recomendación, una ayuda.
Ayuda...como la que necesitaba él ahora. Y sin embargo, cuando
por azares del destino se encontraba en la calle con alguno de
esos jóvenes, ahora hombres maduros a quienes había ayudado, a
veces sin conocerlos del todo, algunos volteaban el rostro y
continuaban su camino disimuladamente. Otros lo saludaban
brevemente, con cortesía...y lástima. Si supieran que lo único
que necesitaba era platicar con alguien de cualquier cosa, de lo
que fuera.
Y qué decir de cuando debía hacer los pagos de cada mes, después
de cobrar su pensión. Eso lo desgastaba considerablemente. Tenía
que hacerse el tonto y no percibir ese tono imperativo y
degradante que acostumbra la gente a adoptar cuando se trata de
atender a una persona de la tercera edad, como él. Al principio,
se enfurecía y peleaba reclamado una atención eficiente y digna.
Ahora, ya ni gastaba fuerzas en exigir. Callaba y observaba
fijamente pensando:
-¿Cuántos años puede tener esta muchachita? Si supiera todos los
títulos que tengo, los libros que me he leído, las experiencias
que he acumulado a lo largo de tantos años, me hablaría con más
respeto. Pobrecita ignorante ¿Cuántos estudios puede tener para
sentir tanta soberbia y superioridad?
Terminaba agradeciendo parcamente por el "servicio" prestado y
continuaba su camino reclamando entre dientes, siendo señalado
como un viejito gruñón cuando todo su pecado era tener el alma
apesadumbrada.
Cada día iba a la cama rogando al cielo para ya no despertar.
Pero despertaba. ¡Y cómo dolía hacerlo! A veces tardaba mucho
tiempo en ponerse de pie porque no sabía para qué dejar la cama.
¿Qué objeto tendría el hacerlo?. Pero igual, la terminaba
abandonando.
Entonces comenzaba el suplicio. Prepararse la avena para el
desayuno, que por cierto siempre quedaba desabrida, para luego
asear la casa tan eficientemente como su artritis y el dolor de
espalda se lo permitiera. Luego se sentaba frente al televisor,
su única compañía.
Buscaba hasta encontrar la película del medio día, que siempre
era un film antiguo, de sus tiempos. Y se ponía a recordar
hablando para si mismo:
-Yo estuve enamorado de esta actriz, soñaba con ella, no me
perdía ninguna de sus películas... -Se entristece un poco-...
¡Ah! Esta escena. Cuánto nos reímos mi hermano Pablo y yo cuando
la vimos en el cinema... -Y ríe recordando- .. Esa casa... esa
casa se parece a la que tenían mis papás, en una así crecí yo.
También tenía una fuente al centro del patio y ¡metíamos en el
agua los pies con todo y zapatos para no tener que
limpiarlos!... -le emociona la evocación- ¡Qué tundas nos daba
mi madre! Mi mamacita... tan buena. ¡Cuánto sufrió la
pobrecita!... Termina lamentando el paso de los años.
Luego seguían los noticiarios y las reflexiones de cómo ha
cambiado el mundo, de lo diferentes que son las cosas ahora, de
cómo es posible que haya tanta violencia, tanta pobreza...Hasta
que se quedaba dormido murmurando frente al televisor que
hablaba y hablaba mientras él seguía peleando consigo mismo, con
sus años, con su suerte, con las decisiones de su vida, con sus
enfermedades, con su soledad...
Al despertar, iba por su bastón y salía a caminar. Llegaba hasta
la plaza y se sentaba en una banca, siempre la misma banca,
siempre el mismo panorama frente a sus ojos, las mismas palomas
buscando migas de pan, los mismos niños...Y volvían los
pensamientos a su cabeza...En una plaza así nos encontrábamos mi
chatita y yo. Tenía que esconderme de Manuel, su hermano, que
invariablemente la estaba cuidando, ya después aprendí que con
unas monedas era suficiente para que se hiciera de la vista
gorda y nos dejara platicar a solas...¡Qué tiempos!...ahora todo
es tan distinto...las parejas casi hacen el acto sexual en la
vía publica, las mujeres ya no dejan nada a la imaginación, los
padres no saben en dónde ni con quién están sus hijos. Y los
jóvenes...ellos ya no conviven, todo el día en la computadora
dizque "chateando", sin hablar unos con otros, sin tener
comunicación real. No. Los tiempos han cambiado mucho.
Entonces era momento de levantarse y caminar hasta la fonda. La
comida era sabrosa y barata. Hacían una sopa muy parecida a la
de su difunta chata, aunque jamás con ese sazón que solo ella
tenía. Lo único que le disgustaba era que la dueña creía, como
la mayor parte de la gente, que por ser viejo era también sordo
e idiota y le gritaba cada palabra acercándosele al oído y
repitiéndole todo dos o tres veces.
Después de comer, la caminata hasta su casa. Llegaba, casi
siempre cuando la noche empezaba a amenazar con cubrirlo todo,
con sus sueños tristes y sus pesadillas. Con esas siluetas que
lo asustaban como cuando era niño. Encendía la luz para que
desaparecieran los espectros y se sentaba a cenar la concha
recién comprada acompañada de leche.
A veces, una que otra lágrima caía de sus ojos. Miraba el
teléfono que casi nunca sonaba, parecía más un adorno que un
aparato de comunicación, pero la manera más eficaz de saber de
su hijo de vez en vez, cuando se acordaba de llamarlo para
cerciorarse de que siguiera vivo. Él casi nunca le telefoneaba
al muchacho pues tenía la sensación de que a la mujer, su nuera,
no le hacía gracia que lo hiciera. Prefería aguantarse las ganas
y esperar, aunque la espera significara semanas, o hasta meses.
Luego, una ducha rápida, muy rápida. No se detenía a observar su
cuerpo. No le gustaba ver sus brazos y piernas flácidas y
arrugadas, ni su vientre abultado colgar como pellejo sin vida.
Desde que su chata murió, no volvió a mirarse al espejo ¿para
qué? ni siquiera para peinarse pues ya ni pelo tenía.
Luego se metía a la cama, con la luz de la lámpara en la mesa de
noche encendida para que no le pillaran las tinieblas y se le
vinieran encima. Miraba el lado vacío junto a él, la casa
silenciosa, se imaginaba cómo se veía acostado ahí. Solo. Con
vida, pero sin ella. Muriendo día a día sin lograr fallecer del
todo. Cerraba los ojos y oraba...oraba con fuerza y fe. Pedía
por su esposa amada, por la felicidad del hijo que nunca
llamaba...pedía piedad y suplicaba que le permitieran descansar.
Casi siempre acababa llorando. Hasta que se quedaba dormido, con
las lágrimas frescas en su rostro y la almohada húmeda de tanto
llanto. Su cama olía a orines rancios, el olor de la vejez. La
señal de que el cuerpo ya no funciona tan bien. Las gafas en el
buró, junto a la dentadura artificial, en la pared los diplomas,
premios y reconocimientos que a lo largo de su vida conquistó,
bajo la cama el bacín por si llegara a hacer falta, en el vidrio
de los cuadros el reflejo de su figura cansada y desvalida
durmiendo como un niño mientras la luz, que siempre se queda
encendida, le ilumina el rostro plagado de arrugas y hace menos
sombría su desolada senectud.
Al día siguiente amanece, y todo vuelve a empezar, con pequeñas
variaciones, pero casi siempre igual. Lo único que le alegra es
que ese día más, para él, es un día menos. La llegada del ocaso.
Y arrastra los pies a la cocina para preparar su avena
desabrida...
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