Sin marca, ni larga ni corta, tamaño estándar. De raso
brillante, roja como aquellas amapolas que buscaba con mi
abuelo entre los campos de Toledo. Una corbata que, si yo
fuera hombre, nunca me pondría. Pero era tu amuleto para
ligar, y por eso, yo la guardo con cariño. A cambio, yo te
regalé un mechero amarillo, poca cosa, pero objeto grande
con el que siempre enciendes los cigarrillos que te llevas a
la boca. Objeto por objeto, regalo por regalo, un
intercambio que saltaría fronteras si fuera necesario.
Al decirme adiós en el aeropuerto, ante tan larga espera,
decidiste contarme la historia de esa corbata, símbolo
fálico de tus hazañas nocturnas que yo a veces utilizo
enroscada en mi cuello para atrapar las palabras y
ordenarlas con sentido en mi imaginación. Me quedé sin
aliento; desde luego, el antiguo dueño de ese acompañante de
camisas merecía todo mi respeto:
“Alfonso, mi abuelo materno, tenía mucho cariño a esta
corbata porque con ella fue capaz de conquistar a mi abuela.
Desde que consiguió su cariño, jamás se la volvió a poner.
La dejó guardada en su armario hasta que se la regaló a mi
padre el día de su quinto cumpleaños. Por lo visto mi padre
también la utilizó para enamorar a mi madre, pero ésa es una
historia top secret de la que nunca se supo ni media
palabra. Finalmente, la corbata recayó en mis manos. Creo
que yo la he mancillado demasiado, a veces me siento
culpable de la mala vida que ha llevado conmigo,
acostumbrada la pobre a mejores escenarios. El romanticismo
no es lo mío, por eso, he preferido regalártela a ti, porque
eres cuidadosa y sensible. No podría estar en mejores manos.
Realmente esa corbata simboliza mucho más. Por eso, prefiero
no llevarla conmigo. Me recuerda demasiado a mi abuelo, ése
que luchó por su patria en las filas republicanas, ése del
que todo el mundo oye hablar pero que yo nunca conocí, ése
que se convirtió en un héroe gracias a un fusil que no sabía
usar; ése que partió un día de su hogar para defendernos y
que sólo nos dejó una corbata roja de recuerdo. Quizás esté
enterrado en una cuneta, quizás en un zulo descanses sus
restos; o en una fosa junto a García Lorca y su memoria
histórica. Asimilo las lágrimas de mi padre con su recuerdo,
el de tantos otros, el de unos días no tan lejanos. No
quiero llevar en mi mochila una corbata que lleva el olor de
la muerte impregnada en el raso”.
Las palabras de mi amigo me dejaron de piedra. No supe qué
contestar puesto que a partir de ahora yo iba a ser la
encargada de custodiar un pedazo rojo de recuerdos. Iba a
echar de menos a ese loco juguetón que parecía no tomar nada
en serio. Tenía sensibilidad, pero escondida en la tumba de
su abuelo. Se despidió de mí con los ojos encharcados,
luchando con su agua para que no saliera corriendo a
borbotones. Quizás yo me quedé con esa corbata porque fui la
única que la supe ver como un semáforo en rojo.
No te preocupes, le dije; siempre estaremos cerca, en la
distancia. Cada vez que me eches de menos piensa que si
coloco esta corbata formando una media luna, y tú pones mi
mechero en medio, te darás cuenta de que aunque no volvamos
a vernos, y nos duela, compartiremos siempre un pedazo de
tierra.
Ver Curriculum
