Ridículo.
Somos gente sin fortuna, Carmen. Ya lo dicen, que unos nacen con
estrella, y nosotros seríamos los fulminados por el rayo en
mitad de un prado de vastas extensiones, o las víctimas del loco
de naturaleza psicópata, o los arrastrados por la corriente del
diluvio. Se lo iba diciendo mientras conducía dirección a
Sevilla, por la Nacional 630. Pasado el pueblo de Santa Olalla
contemplaron la escena dramática de un accidente, el camión
tumbado, las láminas de hierro que transportaba esparcidas por
la carretera, los cuerpos ensangrentados, el amasijo de hierros
en que habían quedado convertidos dos coches, las ambulancias,
la guardia civil, los gritos. Atravesaron con el ritmo del
corazón acelerado y las miradas afligidas. Somos gente sin
fortuna, Carmen, que hasta tenemos que ver el paisaje de la
desgracia en día tan bonito y radiante como el de hoy. Estamos
vivos, Carlos, siempre has sido un ridículo, le dijo ella con
desprecio.
Cuando se murió el sanguinario.
Aguardaban la llegada de la muerte. A uno le abordaba el miedo y
al otro la repugnancia por el tirano. El primero, apenas podía
dormir, pues temía la aparición del sueño dramático en la
oscuridad. El segundo no hacía más que vomitar y maldecir. Unos
días antes, se murió el sanguinario. El pueblo se echó a la
calle, los presos se convirtieron en héroes y el dictador tuvo
su grandioso funeral de Estado.
Suave.
De milagro, había esquivado la muerte en la guerra. Luego venció
al monstruo que estaba royendo en sus tripas. Dos años después
se salvó por centímetros de ser el blanco de la gárgola
desplomada. Después vino el atentado del once de Marzo, y al
salir de Atocha le zumbaron en los oídos las explosiones. Una
tarde cerró los ojos al calor de la chimenea y no volvió a
abrirlos. Traspasaba etéreo las fronteras de la vida, y flotaba
sobre un mundo desconocido. O sobre la nada.
De encargos.
El joven tenía poco tiempo, mucho miedo y bastantes deudas. Un
desastre sentimental y empezó a jugar. La muerte de la madre y
empezó a probar. Con la cocaína resurgía, volaba. Luego se
desplomaba. Antes de que las balas apaguen mi existencia en
cualquier callejón mugriento de esta inhóspita ciudad, habría de
ser yo el ejecutor, la mano asesina enviada por aquel que quiere
satisfacer los ardores de su venganza, y así podría pagar y
andar con más solvencia por el mundo, pues dicen por ahí que lo
de sicario trae mucha plata, se dijo una vez. Recibió el primer
encargo, pero no sabía que había otro por las calles de la
ciudad, con similares cometidos, siguiéndole los pasos, un tipo
que había liquidado a unos cincuenta hombres, hábil, rápido y
con sangre fría, Luciano el Diana, que nunca fallaba.
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