Todo comenzó cuando nos mudamos a este barrio. Camino a casa,
después del colegio, debía atravesar esa calle, tu calle. Te
miraba todas las tardes tan bonita, etérea e irreal. Parecías
uno de esos maniquíes que adornan los aparadores de los grandes
almacenes y que de tan perfectos parecen tener vida...aunque no
la tengan...como tú.
Los labios pintados de carmín, encarnados, suculentos, tanto,
que apresuraba el paso con la esperanza de que mi madre hubiese
comprado fresas para morderlas con avidez dejando que ese jugo
dulce y agrio a la vez escapara por la comisura de mi boca,
resbalara por mi barbilla y hacerlo gotear hasta mi pecho para
empaparme de placer.
Aún era un niño entonces, pero ya me inquietaban tus senos
redondos y perfectos a la vista de todos, tu cintura que, de tan
breve, parecía que se quebraría al andar, esa cadera generosa y
perfecta, las piernas largas y torneadas tostándose al sol
mientras esperaban la llegada de algún cliente que les
permitiera avanzar y en algún momento sentarse y relajarse...o
tal vez estremecerse más.
Pero no te miraba con lujuria, eso nunca. Amaba la visión de tu
cuerpo como admiraba también las esculturas perfectas y divinas
de los grandes artistas de todos los tiempos y que mis libros de
arte retrataban tan bien. En esas tardes de invierno en que el
frío calaba los huesos te observaba de pie, estoicamente
soportando el clima castigador, hubiera dado todo lo que poseía
por que mi madre me permitiera acercarme a ti para cubrirte con
mi manta y protegerte, arroparte, cuidarte como a un bebé,
quedarme a tu lado para satisfacer todos tus deseos como si yo
fuera un genio maravilloso que concediera cada uno de tus
antojos, cada uno de tus anhelos.
Aún ahora, tengo fresca en mi memoria la visión de tu larga
cabellera, brillante, soberbia, agitándose al viento mientras
los autos pasaban, los mechones de tu pelo se acercaban a tu
rostro acariciando las mejillas, jugueteando con tus labios
¡Quien fuera parte de esos rizos que cambiaban caprichosamente
de tonos rojos a rubios, castaños, negros y creo que hasta
naranjas¡.
Al caminar en la acera de enfrente cerca de ti, aflojaba el paso
y buscaba pretextos para entretenerme y poder contemplarte un
poco más. A veces te alejabas caminando detrás de algún fulano
que se acercaba temeroso de ser visto a tu lado, pasaba el
tiempo y debía marcharme de ahí sin volver a verte, hasta el día
siguiente en que salía corriendo a toda prisa para encontrarme
contigo sin meterme en problemas con mi madre por tardar
demasiado. Jamás supiste de mi. Nunca me volteaste a ver,
ninguna vez tus ojos se encontraron con los míos. Claro, yo era
un niño que ansiaba ser hombre para liberarte de ese hechizo que
te tenía anclada a aquella esquina obligándote a permanecer bajo
la farola tantas horas de pie y con tan poca ropa encima.
Un día, encontré a mi padre camino al hogar, y al pasar frente a
ti se dio cuenta de mi inquietud, no era capaz de controlar mi
mirada y me delaté ante él. Creo que le hizo algo de gracia,
pero cuando me sinceré y le hablé del gran amor que sentía
explicándole mis planes de estudiar con ahínco para el día de
mañana venir a ti, convertido en hombre, ofrecerte un hogar para
protegerte de la lluvia, brindarte mis brazos para arroparte en
esas tardes frías, colmarte de calor durante las noches heladas
y que ya nunca, jamás, tuvieras que regresar a esa esquina en
donde por alguna razón estabas obligada a permanecer.
Entonces, con el rostro muy serio, me explicó que estabas ahí
por voluntad propia, porque ése era el trabajo que habías
elegido ejercer.
-¿Y en qué consiste su trabajo si yo la veo siempre de pie sin
hacer nada?- Pregunté.
-Ella...vende amor -explicó mi padre-, pero el amor que ofrece
es hueco. Ninguna pasión que tenga precio es valiosa, los
hombres que aceptan su fingido afecto, van en busca de una
ficción, en ella, todo es irreal: el color de su pelo, el rojo
de sus labios, la mirada seductora es producto del maquillaje,
quizás, ni siquiera su cuerpo sea auténtico: los senos, las
caderas, el vientre plano...un cirujano plástico la pudo haber
moldeado para verse así. Es...como un maniquí para el amor.
Seguimos caminando sin volver a cruzar palabra. Él satisfecho
con su explicación, yo, sintiendo una punzada en el pecho que me
impedía respirar libremente. Fue entonces cuando toda mi
ternura, mi devoción, mi cariño y mi idolatría hacia ti
explotaron expandiéndose por todo mi organismo, penetrando por
mis venas, invadiendo cada rincón posible.
¡Que maravillosa persona eras! y que trabajo tan loable el tuyo.
Vender amor a los solitarios. De todas las profesiones y oficios
en el mundo elegiste la más complicada: te dedicaste a sanar
heridas emocionales, a remendar sentimientos y a dejar esperanza
en los que padecen el desamor. ¡Y qué importa si todo en tu
físico era falso! Te sometiste a operaciones para ser más
hermosa para aquellos a quienes les dabas el consuelo de una
mirada, de una caricia, de una palabra amorosa.
A partir de ese día, no pude volver a ser el mismo. Me
angustiaba la lluvia pensando que estarías ahí mojándote en
medio de la espera, sufría con los rayos intensos del sol que
podrían lacerarte el rostro, quemar tu cuello, lastimar tus
brazos desnudos. Pero igual padecía el frío que te haría
tiritar. "Ella vende amor". No podía retirar esas palabras de mi
cabeza.
Pasaron los meses y mi estancia en el cole terminó al tiempo que
el niño en mi se iba apartando de mi lado. Ese verano lo pasé en
casa de tía Jacinta. Sufrí lo indecible. Cada hora transcurrida,
cada día, cada semana eterna sin verte. Pero mataba el tiempo
ayudando en las labores de campo, ese era el objetivo: trabajar
y ganar dinero. Cuando por fin terminó la espera y el letargo de
tanto tiempo, la tía me otorgó el pago prometido, ¡Qué felicidad
la que sentí!.
En cuanto llegué a casa busqué cualquier pretexto y salí a toda
prisa a tu encuentro con los billetes en el bolsillo del
pantalón. Iría a entregártelos, a comprar un poco de tu amor,
para tener la dicha de sentir tus ojos descansando en los míos,
rozar tu mano tersa y pequeña, podrías dejar esa esquina y
descansar a mi lado mientras ambos atenuábamos el calor sentados
en la banca del parque saboreando helados, abrazados, con las
cabezas juntas, tus rizos perfumados revueltos con mi cabello
negro. Y tal vez, hasta me dejarías probar esas fresas jugosas
de tus labios rojos sin importar que fueran artificiales.
Corría por la banqueta que me llevaría hasta ti cuando la
multitud me hizo detenerme en seco. Algo había sucedido. Había
muchos policías frente al farol. Una señora salió de la escena
con su acompañante comentando de lo mucho que estaban tardando
en retirar el cadáver.
La sangre se me heló y sentí que se paralizaba el corazón. Como
pude me abrí paso entre la gente que se había congregado para
observar lo sucedido. Tu mano inerte extendida hacia mi apoyada
en el suelo, por primera vez te vi recostada, descansando, los
ojos muertos abiertos en dirección a los míos, tu boca de fresa
madura dejaba escapar un hilo rojizo como si alguien la hubiera
aplastado sin consideración. En tu pecho privado de latidos se
coronaba el puñal infame que te había arrebatado la existencia.
En ese momento, alguien trajo una manta y te la pusieron
encima.
-Ya no te calará el frío -pensé.
No pude más y me fui corriendo de ahí. Atravesé la calle, llegué
hasta el parque, pasé por la escuela, no podía detenerme, las
lágrimas y el dolor no me lo permitían, hasta que me dejé caer
en el piso y di rienda suelta a mi sufrimiento: lloré, grité y
maldije al cobarde que había dañado de ese modo al ser más bueno
sobre la tierra.
De regreso a casa, completamente destrozado, subí a mi recámara
y me senté a escribir esta carta relatando nuestra historia.
Tomé unas monedas del dinero que me dio tía Jacinta y compré un
globo con helio para lanzarla al cielo aprovechando que sopla un
poco de viento. Quiero que viaje a través del firmamento para
que el aire disperse las palabras escritas y las lleve hasta ti,
que sepas de mi, que me conozcas, porque fui un niño que te amó
como ningún hombre pudo hacerlo, con devoción. Noche tras noche
rezaré para que estés bien y pediré a Dios que te asigne una
nube confortable para que puedas estar reposando pues aún has de
sentir el cansancio de tantas horas en espera. Siempre de pie,
resistiendo, soportando, sufriendo... como un maniquí viviente
que trabaja vendiendo amor.
Ver Curriculum
