"...Por qué los tocan?
Día tras día sucede lo mismo
Las noticias no dejan de decirlo
Las almas no dejan de gritarlo
El pecho no deja de doler..."
Maritza Álvarez
NIÑOS MANCILLADOS
1
Cuando comencé a conocer este mundo tuve miedo.
Mi padre abstraído en sus cosas no me tomaba de la mano cuando
íbamos a atravesar las calles atestadas de vehículos veloces y
descaradamente asesinos. Mi madre, acariciando las moraduras
recibidas por las palizas cotidianas, lloraba oculta en su
cocina agregándole lágrimas a nuestras tristes cazuelas.
El cielo siempre era negro y el sol, la luna y las estrellas
amenazaban con caerse sobre mi cama, el lugar preferido de mis
eternas pesadillas nocturnas.
Porque yo guardaba un secreto.
Mi tío era la luz de mi vida. Me llenaba de juguetes y caricias
cuando mis padres huían a su mundo conflictivo y violento.
Cuando aparecía en el umbral de nuestra casa con su sonrisa
bonachona yo corría a abrazarlo y besarlo. Me sacaba a pasear en
su auto y me hacía cosquillas entre las piernas.
No tenía realmente a otros amigos. Aún no iba al colegio y en el
vecindario cada familia mantenía su territorio encerrado con
muros, rejas y perros guardianes. Los días en que mi tío no
aparecía eran larguísimos y tediosos y la única entretención
eran la televisión y la radio.
No entendía porqué sentía constantemente un peso en mi alma y mi
corazón. En realidad habían muchas cosas que no entendía pero
que aceptaba convencido de que la vida era así para todos,
opresora, solitaria y sin sentido, sazonada a veces con muy
cortos momentos de una felicidad poderosa y extravagante. Yo
reía a carcajadas a veces, le gritaba a las aves y a los
aviones. Saltaba charcos con alegría.
Habían domingos en que mi padre silbaba melodías de moda y mi
madre lo miraba con ojos de amor. Íbamos entonces a la iglesia y
luego comprábamos pasteles que comíamos sentados en un banco del
parque frente al lago de los patos y cisnes. O caminábamos por
la alameda, ellos tomados de la mano y yo temiendo, siempre
temiendo que esos momentos terminaran abruptamente y se
transformaran en el infierno de siempre.
Pero la llegada de mi tío cambiaba el color del universo. Habían
ocasiones en que mi padre se alegraba de ver a su hermano mayor
y sacaba una botella de su mejor vino. Mi madre sonreía en
silencio mientras cocinaba alguna cosa para el imprevisto
almuerzo. Pero la mayoría de las veces la atmósfera en la casa
era densa y tormentosa y mi tío me llevaba a jugar al parque de
entretenciones y comíamos
hotdogs en los botecitos que navegaban por el Túnel del Amor.
Una de esas veces fue que me besó largamente en la boca por
primera vez y me dijo que me quería mucho, abrazándome y
acariciándome. Recuerdo muy bien que la situación me produjo un
extraño malestar en todo mi cuerpo y que el hot dog se me cayó
al agua. El me tranquilizó diciéndome que nuestro amor debería
ser un secreto sagrado y que por nada en el mundo debería
decírselo a mis padres. Me sorprendí porque yo jamás le contaba
cosas a mi padres. Me dijo además que Dios nos bendecía pero que
se enfadaría mucho si yo traicionara nuestro juramento. Luego
esa misma tarde me compró un oso de felpa gigantesco, más alto
que yo y cenamos burgers con papas fritas en el Burger In.
Llegué feliz a mi casa pero con esa tan conocida sensación de
miedo rondando mi cuerpo.
Mis padres estaban viendo televisión y se alegraron de vernos.
Mi padre me saludó revolviéndome el pelo y mi madre me subió a
su regazo besándome y apretándome como no lo había hecho en
mucho mucho tiempo. Me pregunté en silencio si tal vez
sabrían... Si tal vez Dios se los habría contado. Miré
confundido a mi tío y él me sonrió con sus ojos oscuros y me
envió un beso a través de la sala.
Todo estaba bien quizás. Esa noche, cuando mi tío ya se había
ido y yo estaba orando el Padre Nuestro antes de dormir, escuché
los gritos y los golpes en el cuarto contiguo. Abracé al oso
como si fuera mi tío y hundí con pavor mi cabeza en la almohada
2
Tengo estas vivencias muy nítidas en mi memoria ya un poco
cansada. Pero podría escribir un libro.
Cuando cumplí los siete años de edad mis padres se separaron. Yo
vivía con mi madre en nuestra vieja casa y mi padre en un
departamento en otro distrito de la ciudad. Mi tío me llevaba a
visitarlo muy esporádicamente ya que siempre estaba borracho. En
el colegio de los sacerdotes tenía a muchos compañeros de curso
pero tan sólo una amiga de verdad, Soledad. Sus padres también
estaban separados y tenía un secreto como el mío, su padrino. Mi
tío asumió con entusiasmo el rol de padre y sus atenciones para
conmigo, sus caricias, se tornaron decididamente extrañas. Y
nuestro pacto de silencio se transformó en una amenaza. Yo aún
no comprendía su necesidad de tocarme los genitales
constantemente cuando estábamos en su casa. O su obsesión por
dormir conmigo, masturbarse contra mis nalgas y hacerme llorar
cuando me obligaba a besar su monstruoso miembro . El me decía
que de esa manera demostraba su gran amor por mi y yo por
supuesto le creía.
Sufría en silencio mi dolor y mi confusión. Intuía dentro de mi
inocencia que algo estaba mal pero no estaba en condiciones de
formularlo en palabras.
Reía de alivio y felicidad cuando volvía donde mi madre con
quien mirábamos televisión hasta que me dormía protegido en sus
brazos.
Soledad era una niña silenciosa y solitaria como yo. Tal vez por
eso nos hicimos amigos y confidentes. Su madre estaba internada
en un hospital psiquiátrico y vivía con su padre en el sector
pudiente de la ciudad. Su padrino, un señor de camisa blanca y
corbata, jovial y simpático, la esperaba siempre en su automóvil
al terminar las clases. En algunas ocasiones me llevaba a mi
casa y mi madre los invitaba a tomar una tacita de té con
galletas.
Y cuando mi tío y el padrino se encontraban afuera del colegio
sus personalidades se acentuaban. Eran dulces el uno con el otro
y les gustaba abrazarse y darse palmaditas en los hombros. Pero
a mi tío no le parecía bien que yo pernoctara a veces en casa
del padrino junto a Soledad. Mi madre no tenía reparos, feliz de
que por fin yo tenía a alguien de mi edad con quién jugar.
Y un día Soledad y yo cometimos un sacrilegio. Yo olvidé mi
juramento y le conté. Ella me confesó que también tenía un pacto
de amor con su padrino.
Reímos y lloramos sin aún comprender la magnitud de nuestra
situación pero sintiendo que ya no estábamos más abandonados al
mundo.
Sin embargo yo seguía siendo dos niños empaquetados en un solo
cuerpo lánguido y pálido. El que amaba sinceramente la vida y
era capaz de sonreír cual solcito recién lavado y el que sufría
en silencio soportando cual bestia de carga algo parecido a los
incomprensibles pecados mortales y condenas infernales eternas
con que nos amenazaban los sacerdotes y las monjas del colegio.
Un viernes que me pena en la memoria mi tío sorpresivamente
invitó a Soledad y a su padrino a pasar el fin de semana con
nosotros en su casa.
La siniestra ceremonia duró hasta el domingo cuando fuimos los
cuatro a la misa de mediodía a comulgar. Mi frágil y tan
vulnerable Soledad sollozaba desconsoladamente arrodillada en un
rincón de la iglesia y recuerdo que delaté la pesadilla, destruí
el lúgubre pacto de amor confesándome al padre Nicanor.
Pero este me increpó indignado en el oscuro confesionario
diciéndome que eran cosas de niño y me mandó a rezar diez
Padrenuestros y veinte Ave Marías. Mi penitencia.
3
Su cuerpo flagelado y semi enterrado fue encontrado por la
policía en un parque de la ciudad. Fue el padrino quien denunció
la desaparición.
El padre, siempre ausente e insensible a la vida de su hija,
quedó conforme con la aprehensión y encarcelamiento de un viejo
vago que vivía en una casucha de cartón en las cercanías. Todo
fue muy rápido y oculto y mi adorada Soledad fue sepultada sola
y para siempre con sus lágrimas y sus esperanzas. Busqué
consuelo en mi madre y me negué a ir al colegio y a recibir las
insistentes visitas e invitaciones sonrientes de mi tío y el
padrino. Era culpa mía. Era el castigo de Dios por haber
traicionado el juramento de amor.
Jamás le dije la verdad a mi madre. Ella me llevó al médico y
comencé a encontrar refugio en unas píldoras verdes y muy
amables.
Al principio ella administraba mi medicina. Con puntualidad
religiosa me daba dos pildoritas en la mañana y dos más a la
hora de dormir. Pero pronto necesité más. Entonces hurtaba la
medicina para poder nuevamente tocar el exquisito cielo de la
indiferencia. Obviamente mi madre me descubrió y me llevó
alarmada al médico quién se negó a prescribir más medicina. Pero
ya era demasiado tarde. Yo ya había conocido el paraíso.
Acepté entonces las invitaciones de mi tío y el padrino de
Soledad. Esta vez no habían rituales de seducción ni juramentos
o pactos de amor.
No había más amor. Habían si muchas pildoritas verdes a mi
disposición, muchos hombres brutales desconocidos que rugían
como demonios y un constante desfile de niños y niñas de mi edad
que eran sometidos como yo a sus violentos caprichos. Y así
conocí también el infierno.
Mi tío me llevaba a mi casa los domingos por la noche. Yo no
lloraba ante mi madre que siempre me esperaba con una sonrisa y
un abrazo, ciega ante mi extrema palidez y atribuyendo mi
cansancio y las numerosas marcas moradas en mi cuerpo a juegos
con otros niños.
Mi tío, para hacerme aún más dependiente dé él, no me proveía
con droga durante la semana. Yo me despedía de mi madre temprano
en las mañanas vistiendo mi impecable uniforme escolar y me iba
inmediatamente a los baños públicos del centro de la ciudad. En
esos lugares lúgubres y apestosos me dejaba manosear a cambio de
píldoras de todos los colores del arco iris. La policía entraba
a vigilar en algunas ocasiones pero jamás tuve problemas. Ellos
veían a un niño ingenuo de siete años de edad con sus libros
colegiales bajo el brazo.
Mi padre murió por esos días y mi madre que jamás había perdido
la esperanza de volver con él enfermó gravemente de pena. Ya no
se levantaba de su cama ni hacía la cena por las noches.
4
Murió el día de mi cumpleaños número ocho y los predadores
avanzaron sin misericordia.
Habiendo perdido ya la habilidad de llorar descubrí en mi
pequeño cuerpo la capacidad de odiar. Odié a mi madre por
haberme dejado tan sólo en el mundo.
Odié el recuerdo de mi padre. Odié a las autoridades sociales
por obligarme a vivir con mi tío. Odié a los profesores, los
sacerdotes, la policía, mis compañeros y compañeras de curso, el
heladero de la esquina, los peatones desconocidos... y echaba
tanto de menos a Soledad.
En ocasiones visitaba el cementerio por las noches y me sentaba
a los pies de las tumbas. En mi delirio de angustia y drogas las
lápidas se abrían y mi madre bailaba amorosamente con mi padre.
Soledad me abrazaba con ternura mientras que el pobre viejo vago
que una vez vivió en una casucha de cartón y que fue ejecutado
injustamente por el asesinato, tocaba magistralmente a Paganini
en un antiquísimo Stradivarius.
Y volvía obligadamente a casa de mi tío no sin antes voltear y
apedrear con furia algunas estatuas y mausoleos del curiosamente
llamado "campo santo". Sin embargo comencé a entender, creía yo,
los torcidos tejes y manejes de ese mundo que me había tocado
vivir.
Una tarde de sábado en que niños de mi edad yacían inconscientes
en los sofás y sobre la alfombra y gritos de pavor se escuchaban
tras las puertas de la casa, mi tío, desnudo y sudando como la
bestia que era, abofeteó con todas sus fuerzas a una pequeña
niña horrorizada. La levantó sobre un hombro y la acarreó a un
cuarto donde lo esperaba el padrino con una cámara fotográfica.
En cosa de segundos corrí al baño, tomé una navaja de afeitar y
fue tan fácil degollarlos a ambos.
Llamé a la policía no sin antes llenarme los bolsillos con
píldoras multicolores y bolsitas llenas del polvillo blanco y
cristalino. Y salí a las calles para siempre con la navaja en mi
cinturón. Instalé mis cuarteles generales en una desmoronada
cripta del Cementerio Viejo. Cerca de Soledad.
Cuando tenía hambre vendía droga. Cuando se me acababa la droga
amenazaba con la navaja. Así de simple. Y nunca más me vi
obligado a prostituirme.
Conservaba mi uniforme escolar impecable y cuando la policía me
sorprendía vagando sólo en las noches y me amenazaban con
encerrarme y llamar a mis padres yo les inventaba alguna
historia ingenua y les entregaba un fajón de billetes. Me
dejaban en paz. Las temibles bandas de adolescentes armados con
rifles y pistolas automáticas me obligaban a pagar para
atravesar sus territorios. Después de cierto tiempo tanto la
policía como las bandas me dejaron tranquilo. No les causaba
problemas. Yo mostraba mi navaja a hombres y viejos solitarios;
jamás a niños o mujeres.
Comía alimentos hurtados en los supermercados pero de vez en
cuando entraba al Restaurante Golden donde además de cenar como
rey, el dueño me dejaba lavarme en los baños. Yo sabía quién era
pero él no me conocía. Era el padre de Soledad. Que deseos tan
ardientes tenía de "afeitarlo". Paciencia, paciencia...
Con el tiempo fui conociendo a muchos otros niños de la calle.
La mayoría eran feroces cual ratas arrinconadas. Muchos vivían
en colectividades bajo los puentes y otros eran solitarios como
yo. Pero todos llevábamos el estigma de Abel en las frentes. No
existía la amistad ni el cariño ni la camaradería. Solamente
miedo, odio y violencia. Pero yo tenía siempre muy cercano a mi
corazón el recuerdo y el olor de mi madre y la sonrisa e
inocencia de Soledad.
Era privilegiado en medio de ese infierno dantesco e inhumano.
5
Fueron unas noches de hielo y viento en que las calles estaban
vacías como mis bolsillos y mi estómago. No habían seres humanos
a quienes mostrarles la navaja. Me sentía enfermo y mi cuerpo se
sacudía violentamente por las abstinencias. Mi nido en la cripta
del cementerio se había llenando de agua y de súbito me encontré
rodeado por una pandilla de niños y niñas de mi edad. Tenían
cuchillos y pistolas y sin pronunciar una sola palabra me
despojaron de mi uniforme escolar incluyendo los zapatos y por
supuesto mi imprescindible navaja. Luego me lanzaron al
empedrado propinándome puntapiés en todo el cuerpo.
Cuando desperté creí estar en el infierno. El rostro del padre
de Soledad estaba inclinando sobre mi cuerpo desnudo que hervía
de fiebre. Intenté ponerme de pié pero él me pidió que me
tranquilizara y me sujetó con ambas manos. La habitación era
inmensa, lujosa e impecable. La cama en la cual me tenía
prisionero era blanda y olía levemente a flores. De pronto
entraron dos hombre vestidos de blanco y uno de ellos me enterró
bruscamente un objeto en la boca. Pude deducir que era un
termómetro.
Los tres intercambiaron algunas palabras que no pude escuchar y
quedé nuevamente solo con el padre de Soledad. Me explicó que me
había encontrado desnudo, sangrando e inconsciente en una calle
cercana a su restaurante. Que sabía quién era yo y que me iba a
cuidar. Que no temiera porque no iba a llamar a la policía. Me
dio algo de beber y me inyectó un líquido transparente en un
muslo.
Dormí tres días seguidos. Desperté a una mañana soleada y tibia
y encontré frutas y leche sobre una mesa. Estaba solo y mi
instinto me dijo inmediatamente que debería huir. Desvalijar y
huir. Pero no tenía ropa y la peligrosa sensación de
abstinencias me produjo un conocido pánico. Estaba comiendo
manzanas y bebiendo leche cuando el padre de Soledad apareció en
el umbral con un paquete bajo el brazo y una jeringa en la mano.
El paquete contenía vestimentas y zapatos. Me inyectó nuevamente
y en pocos segundos sentí como el mundo entero se tornaba amable
y prodigioso. Me explicó que era una sustancia tranquilizante
recomendada por los médicos especialistas que me visitaron la
otra noche. Que iba a evitar los síntomas de abstinencia y
eliminar con el tiempo mi adicción a la cocaína y otras drogas.
Todo era como un buen sueño pero yo estaba preparándome para su
asalto. En cualquier momento me iba a comer. Ahora tan sólo me
estaba engordando... Pero ese momento jamás llegó. Lo que vino
fue un sorprendente relato acerca del asesinato de su hija
cometido por mi tío y el padrino. De como la policía recibió una
grosera suma de dinero para cerrar rápidamente la investigación
culpando y sentando en la silla eléctrica a un pobre vago
inocente. De como esa misma policía se había encargado de
quitarle su derecho de practicar medicina y cerrarle la boca
bajo amenazas de abrir la investigación nuevamente y culparlo de
incesto, violación, tortura y asesinato de su otra hijita, su
hija menor... Y de que me había visto lleno de amargura e
impotencia en el cementerio la tarde en que Soledad fue
enterrada.
Recuerdo que mi pobre cabecita de apenas ocho años de edad no
estaba en condiciones de abarcar tanta maldad y corrupción. O
sea que la primera impresión que tuve de este mundo, cuando
atravesaba las calles violentas de la ciudad con mi padre pero
sin su mano, era la correcta.
6
Ahora aquí en La Penitenciaría del Estado donde cumplo mi
condena perpetua por el asesinato de mi tío y el padrino las
cosas son idénticas a la vida de afuera. Soy un hombre
relativamente joven si, y debo cuidarme con mi navaja cuando
camino por los pasillos húmedos y oscuros. Acechan las bandas de
reclusos violentos y criminales.
Los guardias exigen pago por privilegios, una celda privada, una
caminata a la ciudad, droga, sexo.
Aún viene a visitarme el padre de Soledad, con su bastón y su
hija menor.
Y en las larguísimas noches solitarias, entre las blasfemias y
maldiciones de los reos sonámbulos, vienen mi madre y mi padre,
el viejito vago con su violín y mi amada Soledad a acompañarme y
a hacerme dormir tranquilo como a un niño.
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