El quería dejar la banda terrorista.
Había cumplido prisión por el asesinato del teniente. Había
tenido cada uno de sus días entre rejas la sensación del error,
el sentimiento de culpa y el recuerdo del pánico en el rostro
del militar.
La viuda dijo que le deseaba todo el dolor del mundo, entre la
cárcel del Puerto de Santa María. Recuperada la libertad, lo
primero que hizo fue ir a ver a su madre. Hijo, andan tras tus
huellas.
En los días previos, habían ido a entrevistarle los del
suplemento semanal de El Diario.
Ya se ha hecho demasiado daño, dijo. Hemos matado a los de un
bando, hemos matado a los de otro, y hasta hemos asesinado a los
nuestros, porque los considerábamos traidores. Si yo no hubiera
hecho estas declaraciones, a mi me vendrían a recibir como
héroe, de aquí a unos días, cuando tenga los pies en la calle,
se podía leer entre líneas.
Aita, nos vamos del País, aquí no se puede vivir, y me habrán
escrito en su lista, y me habrán reservado un par de balas. Nos
vamos mañana.
La ventana estaba entreabierta, y la estampa de El Tarumba,
oculta tras la cortina de su dormitorio. Su imagen desagradable
de sabueso en alerta, sus sospechas reafirmadas, su mano derecha
buscando un número en el teléfono móvil.
-Va a ser antes, va a ser ya. No hay un minuto que perder.
Los pistoleros tomaron notas de las urgencias.
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