Tenía nueve años y el coraje infinito que sólo da la falta de
vivencias en la vida.
Es por eso que, haciendo caso omiso a los rumores que había
mamado desde mi nacimiento relacionados con “la pieza”, estuve
varios días agazapada estudiando todos los movimientos de la
casa para poder descifrar quién tenía la llave de entrada a la
misma y dónde estaba escondida.
En ella vivían mis abuelos. Desde siempre perteneció a la
familia, y por conversaciones que se interrumpían drásticamente
cuando llegaba o me aproximaba, había llegado a la conclusión de
que algo pasaba relacionado con la misma, pero nadie me lo
quería decir.
Además cada vez que inútilmente quería entrar en ella, los
gritos de quien estaba más cerca coartaba mi impulso, recibiendo
además una larga y bien estudiada reprimenda.
Entonces, cansada de tanto misterio, resolví desvelarlo
personalmente.
Me fue difícil encontrar el escondite de la famosa y bien
cuidada llave, pero lo logré por un descuido verbal de mi
querida y recordada abuela Teresa, quien nunca supo de su
indiscreción.
Ese día estuve demasiado nerviosa, a tal punto que las horas,
otrora lerdas y monótonas, pasaban cual vuelo de águilas.
Y la noche llegó, y con ella los preparativos minuciosamente
programados.
Me puse el pijama, saludé a todos y me acosté. Debajo de la
almohada ya tenía la linterna.
Esperé ansiosa a que todos se acostaran. Mi corazón parecía un
caballo desbocado corriendo por un prado. Tal eran los sonidos
que producía y repercutían en mi adrenalina que circulaba a
muchas revoluciones por segundos. Lo sentía latir en mi garganta
y en mis sienes.
Cuando comprobé que todos dormían me levanté sigilosa y fui
hasta la cocina a buscar la llave que estaba escondida detrás de
un ladrillo flojo de la marlera donde mi abuela almacenaba el
indispensable combustible para su estufa a leña.
Ya los latidos repercutían como bombos en mi cabeza, y al poner
la llave muy despacito en la cerradura comenzó a erizarse mi
espinilla haciéndome sentir una sensación que iba del calor al
frío; del quedarme al huir.
Pero me quedé… y entré.
Todo era de una oscuridad absoluta. Prendí tímidamente la
linterna y…¡me petrifiqué!
Cerca de la ventana que daba al patio trasero, había una pequeña
mesa, y detrás de ella, entre un humo verde que flotaba en casi
toda la habitación estaba sentado un espectro con un turbante
negro, en esa penumbra que sólo permitía que se notara su
contorno por la iluminación que producían las velas que
despedían un claro olor a incienso.
Comencé a desandar el camino recorrido calculando el lugar de la
puerta que estaba a mis espaldas, con el sólo objeto de salir
corriendo.
La figura se levantaba despacio, con una mano extendida hacia
mí, que ya hasta había perdido la noción de quién era, y en su
avance, con una voz ronca y gutural decía cosas ininteligibles,
suplicando que fuera a su encuentro, aunque me parecía que lo
único que quería era atraparme y llevarme con ella.
Cada vez estaba más cerca. Me parecía sentir su respiración
caliente y putrefacta danzando sobre mi cara.
Mi mano, volcada hacia atrás, tomó el picaporte que, negándose a
que lo pudiera abrir quemó intensa y profundamente mi piel.
Ya desmayaba. El terror producía un dolor tan intenso en mi
pecho que creí que un infarto terminaría con mi corta vida.
De pronto sentí que me sacudían bruscamente. Abrí los ojos
cargados de terror y ahí, sobre mí, encontré la cara dulce y
hermosa de mi abuela.
Di un salto en la cama y la abracé tan fuerte que mi ímpetu
desmedido le produjo mucha risa. Había venido a invitarme a
desayunar, así que solamente calcé mis chinelas y fui tras ella
dando gracias de haber despertado de ese terrible sueño.
Ya sentada, y mientras servía su siempre exquisito café,
refunfuñó diciendo como todas las veces….¿a ver cómo están de
limpias las manos?... las levanté rápida para mostrárselas,
porque el aroma de ese brebaje me atrapaba, pero escuché que me
decía…¿qué te pasó?...¿te quemaste?
Mientras la garganta se me cerraba nuevamente de susto miré mis
manos y ahí, justo ahí, en la palma de una de ellas y como
grabado a fuego estaba la marca irrefutable e inexplicable del
picaporte de “la pieza”.
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