El día sábado 19 de junio, me levanté temprano y salí a correr a
la orilla de un lago cerca de mi casa. Era un día no tan
caluroso que digamos, pero de una brisa agradable. En Suecia
cuando hace buen tiempo todos salen a la calle, a los parques, a
los bosques, a las piscinas para aprovechar el sol, que tan rara
vez se muestra, por estos rincones del mundo.
Cuando regresé a casa, me di una ducha, luego tomé un buen
desayuno y me puse a ver la televisión. Era el famoso día en que
la princesa Victoria de Suecia, se iba a casar, en la Gran
Catedral de Estocolmo, con el empresario Daniel Westling. Y, por
lo tanto, el tema de la televisión fue dedicado a los futuros
esposos.
Las autoridades del tráfico anunciaron que nadie debía pagar
boleto en el Metro (tren dentro la ciudad) y aconsejaban que la
persona que deseaba ver este evento, debía dejar el coche en su
casa.
Desde hace un año, los medios de comunicación, han fabricado
toneladas de noticias que en su mayoría no hacían otra cosa que
realzar el brillo de la monarquía. Y, como si fuera poco, siguen
bombardeando con artículos relacionados con la boda alcanzando,
muchas veces, niveles de gran ridiculez.
Sea como sea, a eso de las dos de la tarde, salí de casa y
llegué al lugar indicado después de 20 minutos. Y aquí debo
hacer una aclaración: decidí salir a pasear por el centro de
Estocolmo, no precisamente para ver a los novios que tanto ruido
infernal han causado, sino más bien para observar la farándula
que se ha montado gracias al impuesto de los trabajadores. Y
como yo, al igual que mucha otra gente, pago impuestos cada mes;
entonces tengo derecho a voz y a voto. Además, mis principios
éticos y morales no me permiten aceptar a una monarquía
holgazana que vive con millones de millones de coronas, sin
haber trabajado una sola hora. Decir que se trata de un suceso
significativo para los habitantes de Suecia, o que es “la boda
del siglo”, me parece un grave error. En un siglo, hay eventos
mucho más importantes para la evolución de un pueblo o de una
sociedad.
Pues estando ya en la zona por donde iba a pasar la carroza
tirada por cuatro caballos vi muchedumbres de gente de toda
nacionalidad. Algunas personas se empujaban para lograr un mejor
puesto, y así poder ver más de cerca a los novios. Militares y
otros funcionarios del Estado, habían hecho un cordón humano,
con fusiles al hombro, a lo largo de la trayectoria para evitar
un posible atentado y mantener a raya a los espectadores.
Policías civiles y uniformados trajinaban las calles manteniendo
el orden. Y por el cielo sobrevolaban helicópteros controlando
que todo se desarrollase de acuerdo al programa. La misma
función cumplían barcos policiales en los lagos del centro de
Estocolmo.
Caminaba y caminada, hasta que me ubiqué en un puesto
relativamente bueno para divisar el espectáculo. Estuve de pie
conversando con una muchacha de mi lado unos 30 minutos. Eran
casi las tres de la tarde, y cuando averigüé a qué hora pasaban
los novios, me di cuenta que faltaba como una hora y 40 minutos.
Y entonces me pregunté: ¿Qué hago aquí parado hecho una momia?
¿A caso he cometido un delito para que me torturen? En ese
momento me acordé de las historias que me contaba mi abuelo
cuando estaba haciendo el servicio militar. Resulta que al
soldado que no obedecía las ordenes de sus superiores, lo
llevaban a un calabozo oscuro donde tenía que permanecer horas
de pie. A este castigo lo llamaban “el plantón”. Y como yo no
estaba dispuesto a un plantón al aire libre, o a castigarme
voluntariamente, decidí abandonar el lugar y me fui paseando por
otros sitios. La multitud de gente (al rededor de medio millón
de personas) esperaba, con una paciencia admirable, la llegada
de la carroza que transportaría a la heredera del trono de
Suecia junto a su flamante esposo. Hasta que finalmente escuché
griteríos y aplausos. Sospeché, entonces, que el carruaje estaba
pasando con los esposos que tanto habían luchado para que
llegase ese momento de felicidad. Adelanté rápidamente el paso
para situarme en un punto, desde el cual pudiera observar la
entrada de los protagonistas de este acontecimiento. A decir
verdad, lo único que vi fue el cuerpo de caballería y debo
reconocer que me gusto mucho. Luego de unas horas volví a casa,
comí algo y encendí nuevamente la televisión para ver los
pasajes de la boda que me había perdido. La fiesta continuaba en
el Castillo de la ciudad vieja.
Imágenes televisivas mostraban a los miembros de la realeza
europea y Japón, con lujosas joyas y trajes al estilo barroco.
El discutido trecho hasta el altar fue finalmente realizado a
dos tiempos para la novia. El primero junto a su padre, el rey
Carlos Gustavo, y el segundo junto a su futuro marido Daniel
Westling. Así llegaron juntos al púlpito y se juraron, lado al
lado, amor eterno. Por lo que pude observar, en toda la
ceremonia, la princesa Victoria derramó, con mucho sentimiento,
un par de lágrimas cuando el cura pronunció las palabras: “...
hasta que la muerte los separe”. En este juego de cenicientas y
príncipes, que viven en un mundo virtual, existe también la
posibilidad de una separación, o desgraciadamente la muerte.
Daniel Westling fue sometido a una intervención quirúrgica, para
hacerse un trasplante de riñón, a causa de una insuficiencia
renal provocada por una enfermedad congénita, pero no
hereditaria según el propio Westling.
Las palabras del rey, Carlos Gustavo, dirigidas a su nuevo
yerno, al que jamás lo aceptó y lo desahuciaba como el futuro
esposo de su hija mayor; fueron sorprendentemente halagadoras. A
estas alturas del partido, no le quedaba otra cosa. Y claro el
muchacho bueno, obediente y el que actuará tras las cortinas,
ahora, entró en el corazón de sus suegros. Al mismo tiempo,
Westlig en su primer discurso, como Príncipe y Duque de
Västergötland, manifestó su verdadero amor por la heredera del
trono sueco, pero también agradeció a los reyes por haber dado
luz verde, “con mucho amor”, para que entre a la Casa Real
sueca.
El padre de Westling, un sueco común y corriente, jefe de una de
las secciones de la comuna de Sandviken, también tomó la
palabra. Su discurso fue emotivo nombrando pasajes de la vida de
su hijo y habló de refilón del trasplante de riñón, al que había
sido sometido. Creo que esas palabras sensibilizó al público de
su al rededor y a los tele espectadores.
La princesa Victoria ha ido contra viento y marea, ha luchado
firmemente contra sus padres en favor de su pareja, ha puesto en
tela de juicio ciertas conductas del rey, Carlos Gustavo, que
rechazaba a su novio. Por consiguiente, si hacemos una síntesis
de esta boda, lo más positivo y bello sería el profundo amor
entre los novios que venció por sobre todas las cosas del mundo.
Por eso Westling terminó su plática con las siguientes palabras:
“Victoria, el amor es lo más grande de todo. Así te amo”.
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