El siglo XIX se abre con Bonaparte en la acción y Hegel en el
pensamiento. Y cuando callan las palabras y la espada descansa,
la música también abre el siglo XIX con Beethoven. Que se cierra
con unas vísperas, los tiempos están maduros para recibir a
Einstein y su teoría de la relatividad. Consolidadas las
revoluciones burguesas, el boom científico y tecnológico va de
la mano del boom industrial, renovando la teoría física,
haciendo de la biología tierra de descubrimientos sin par y de
las fábricas la nueva religión. ¿Queda lugar para el arte?
Vincent van Gogh, a las puertas de la nueva centuria, se
suicida. Su pintura, rechazada en el XIX, pega el salto al XX,
donde es clamorosamente recibida.
Bonaparte, Hegel, Beethoven, Einstein, van Gogh... casi nada el
muestrario: la estrategia militar y la política, el pensamiento
abstracto, el arte, la ciencia, representados a los más altos
niveles. Y todavía nos faltan dos imposibles de ignorar: Marx y
Darwin, al promediar el siglo XIX. Unos a la apertura, otros al
cierre, los terceros a mitad de camino. Es un nuevo mundo en
Europa occidental. Las preguntas de siempre tienen replanteo.
Histórico, no metafísico. ¿De dónde venimos? Darwin se hará
cargo del pasado: somos, entre tantas especies animales, una
más, la selección natural nos ha modelado: de ella venimos. Y la
pregunta complementaria. ¿A dónde vamos? Marx se hará cargo del
futuro: al socialismo y al comunismo. Ya casi no se discute a
Darwin ni a Marx. El primero casi ha sido aceptado, el segundo
casi pasó al olvido. Pues... lo traeremos de regreso, algo quedó
sin decirnos o lo dijo y no supimos escucharlo.
Y tal vez ni él mismo se supo escuchar. Me refiero a la cuestión
de la muerte. Los revolucionarios de los siglos XIX y XX la han
orillado declarando que ellos están por la vida. Los regímenes
de ultra derecha, al hacer de la muerte su catecismo, parecieron
darles razón. Es conocida la anécdota del falangista español que
en el recinto universitario gritó: ¡viva la muerte! ¡muera la
inteligencia! mientras en la calle los partidarios de Franco
asesinaban a miles luego de ocupar militarmente España. ¿Y qué
evidencia mayor que los campos de exterminio del nazismo? Esto,
en el siglo XX. Pero ya antes, en vida de Marx, cuando la Comuna
de París, los fusilamientos de los prisioneros estuvieron a la
orden del día. La muerte, por decirlo así, quedó en manos del
enemigo, la vida y su defensa en manos de los revolucionarios.
Esto hizo que nuestro carácter de seres mortales inconformes,
que no hablamos de la muerte pero que la vivimos sin pausa en
las religiones, en la cultura, haya quedado fuera como leprosa.
Es decir, el hecho político no dejó ver el fenómeno
psicosociológico, ese anhelo de inmortalidad de los mortales que
tanto pesa en sus decisiones.
Así, Marx. Pero la muerte, expulsada por la puerta, no tarda en
colarse por la ventana. Y en este caso, la ventana es un
capítulo de su obra más trascendente, “El Capital”. Marx le
dedicó años y años de trabajo guiado por su propósito de
desmontar los mecanismos del sistema capitalista partiendo de la
crítica de la economía política. Es una obra árida, frecuente
uso de tecnicismos, destinada más bien a los estudiosos del
tema. Aparentemente, nada tiene que hacer ahí la muerte... pero
¿hay algo con lo cual ella no tenga que ver? Y bien ¿cuál es el
capítulo en cuestión, donde la muerte se ha colado por la
ventana? Se titula “Capital constante y capital variable”. Estoy
seguro que su sola mención traerá recuerdos de horas que fueron
de apasionado estudio, de discusiones interminables.
Pero vamos a lo nuestro.
Marx viene hablando de los medios de trabajo, a saber: máquinas,
edificios, herramientas, utensillos varios (FCE, I, 153).
Conservan su forma, agrega Marx, tanto en vida durante el
proceso de trabajo como después, ya agotados. Y el autor los
llama “cadáveres”, dando una idea de los procesos de
envejecimiento y muerte que sufren. Y líneas más abajo, insiste:
“A los medios de trabajo les ocurre como a los hombres. Todo
hombre muere 24 horas al cabo del día. Sin embargo, el aspecto
de una persona no nos dice nunca con exactitud cuántos días de
vida le va restando ya la muerte.” (FCE, I, 153)
Y bien: “Todo hombre muere 24 horas al cabo del día”. Lo primero
que llama la atención es la tautología. Es como decir: “Todo
hombre muere un día al cabo del día.” Por lo demás, Marx era
cuidadoso al escribir, no dudaba en rehacer el texto en bien de
la claridad, reclamo de Engels al leer los manuscritos de “El
Capital”. Más si se trata del tomo I, destinado a adelantar una
imagen positiva de toda la obra.
Luego, llama la atención el contenido de la frase. Donde caben
vida y muerte, el referente de comparación es sólo la segunda.
Los medios de trabajo y los hombres hacia la muerte se dirigen
pero no de brazos cruzados. Unos rinden su utilidad hasta el
desgaste completo o la obsolescencia. Los otros, formulándose
planes y ejecutándolos, entre ellos, la revolución. De modo que,
en exacta correspondencia, vivir es morir tanto como morir es
vivir. Los medios de trabajo rinden de entrada su capacidad
plena, los hombres pasan por edades que son fases de
aprendizaje. Como a todo en este mundo, ambos ven llegar su fin,
ambos, ciertamente, un día serán cadáver.
En ese sentido, la frase pudo ser: “Todo hombre vive y muere 24
horas al cabo del día.” Para quitarle el sesgo tautológico y
volverla más elegante, se propone: “Un día más de vida es un día
menos de vida.” Tiene además un aire dialéctico. Es de papá
Hegel en efecto la fórmula del hombre ser-para-la-muerte, se
encuentra en su Ciencia de la Lógica de 1812. De ahí la tomó
Heidegger más de un siglo después.
La idea no es nueva. Con toda claridad, madame de Sévigné en
1689 expresa: “avanzamos sin cesar hacia nuestro fin y cada vez
estamos más muertos que vivos.” Y viene a colación la sentencia
latina: “vulnerat omnes, ultima mecat.” Es decir, refiriéndose a
las horas: “todas hieren, la última mata.” Y esta idea no podía
estar ausente de la novelística del siglo XIX, tales “La piel de
zapa” de Balzac y “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde. En
la actualidad, la encontramos con frecuencia. El poeta Jaime
Sabines: “me muero todos los días sin darme cuenta.” Frase que
ha sido incorporada a una canción de Lila Downs que retoma al
poeta: “Mi corazón me recuerda”. Por su parte, el novelista del
post boom latinoamericano Fernando Vallejo: “Día con día nos
estamos muriendo todos de a poquito. Vivir es morirse. Y
morirse, en mi modesta opinión, no es más que acabar de morir.”
Por su parte, el pensamiento existencialista ha valorado el
hecho de la muerte, despertando rechazo mas no la necesaria
polémica. Otras corrientes, notoriamente el empirismo lógico y
el marxismo, se han desentendido, salvo alguno que otro autor. Y
han hecho mal, esta permanente carga del hombre se ha dado
incluso a nivel de idioma. Me refiero al inglés, donde no se
pregunta por la edad, sino ¿qué tan viejo? Así, acaba de nacer
Peter. Tiene unos segundos de vida extrauterina, están apenas
cortándole el cordón umbilical, y la pregunta es: how old is
Peter? Vivir es envejecer, envejecer es morir, tal la ecuación
del sabio idioma de William Shakespeare.
Por su parte, Giovanni Papini en su El libro negro, le hace
decir al existencialista Sören Kierkegard a propósito de la
vida: “es la agonía que más o menos se prolonga entre la salida
de la Nada y el regreso a la Nada.”
No queremos abrumar la lector con citas. El hecho es que la
pluma de quien escribió “El Capital” se detuvo ante el tema de
la muerte. Pero Marx era un humano que, ignorándola o no, la
llevaba puesta. Como todos. Engels, su amigo y colaborador, tuvo
más que ver intelectualmente con la muerte. Tal vez por la
índole de los temas que abordó, de aproximación filosófica. Así,
la cuestión del fin del mundo en términos astronómicos,
desarrollada por Engels en el prólogo a su “Dialéctica de la
Naturaleza”. En cambio, la referencia contenida en “El Capital”
que hemos comentado, aparece como una suerte de lapsus en
sentido freudiano, una mención comparativa donde sin quererlo se
privilegia la muerte sobre la vida. No tiene otra trascendencia.
Que no cunda el pánico en la izquierda: no se ha descubierto que
Marx, con disimulo, haya trocado el materialismo dialéctico por
el existencialismo. Pero tampoco se trata de sólo una
curiosidad: el autor no ha podido impedir que la muerte entrara
a “El Capital” y le sacara la lengua, doña NOOjos no respeta
candados.
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