Como muchos de Vdes. bien recordarán, durante muchos años nos han vendido, aconsejado y hablado de la leche -principalmente la de vaca-, como una panacea para nuestra salud. Padres, madres, abuelos, amigos, vecinos,
médicos y personal sanitario, programas divulgativos de salud de radio y TV, prensa y revistas en sus secciones de lo mismo, y, muy principalmente, fabricantes y distribuidores en su continuada
publicidad, nos tenían convencidos de que la leche y los lácteos eran poco menos que imprescindibles para una buena salud. Su alto contenido de calcio, su gran cantidad de vitaminas y minerales y el alto
valor nutricional de sus proteínas, la convertían en el alimento perfecto, poco menos que en un milagro nutricio para niños y personas que estuviesen "delicadas" o escasas de salud.
Sin embargo -y aunque todavía quedan quienes persisten aferrados al dogma-, desde hace unos años, se ha podido demostrar que la leche, no sólo es perfectamente prescindible en la alimentación de los humanos, sino que, muy al contrario de proporcionar salud, nos la
quita. Un 80 % de la población mundial presenta alergia o intolerancia a la leche, lo que causa desde simple flatulencia y malestar hasta graves problemas respiratorios, pasando por diarreas continuadas,
estreñimientos y otros muchos problemas intestinales. Y, si bien, mientras que somos jóvenes y nuestro sistema inmunitario y producción hormonal marchan a tope, apenas notamos sus efectos dañinos, en
cuanto los años se nos echan encima comenzamos a notarlos cada vez con mayor intensidad. Y no sólo eso, sino que, además, si hemos sido grandes bebedores de leche desde siempre, podemos estar seguros de
que su continuada ingesta nos pasará factura con variadas manifestaciones patológicas en las que priman las reumatoides, autoinmunes y neurológicas.
El motivo de todo ello es, principalmente, la
lactosa o azúcar de la leche (un carbohidrato), toda vez que el ser humano carece de la enzima
lactasa, encargada de metabolizarla. Esta ausencia -o escasa
producción- de lactasa viene determinada por nuestros genes, pues, a pesar de que la leche de la hembra humana es la de mayor concentración de lactosa, 9 %, y nacemos perfectamente preparados para
asimilarla, durante los cuatro años siguientes al destete la genética opera haciendo que la cría humana vaya
perdiendo su capacidad de asimilación. El tema, perfectamente estudiado, nos indica que la mayoría de las etnias (tailandeses, árabes, mexicanos) presentan una intolerancia casi total, mientras que algunos pueblos caucásicos y escandinavos son
afectados en menor proporción. Ello es debido a una mutación genética -concretamente del cromosoma 2- que hace posible la continuidad en la producción de lactasa a lo largo de, incluso, toda la vida. Esta
mutación es producto de la ingesta de leche de reno, yak u otros -obligada por la escasez de alimentos- por parte de habitantes de las regiones nórdicas durante miles de años (cabría recordarles a quienes
aconsejan la toma de pequeñas cantidades de leche a alérgicos e intolerantes, que hasta el mas mínimo cambio, físico u orgánico, en nuestra evolución requiere cientos o miles de años).
También las proteínas de la leche (la caseína en un 84 % y resto en el suero), provoca reacciones de alergia o intolerancia como respuesta del sistema inmunitario a un elemento que nuestro metabolismo no
reconoce como alimento (la leche es para los terneros). Sus síntomas, como ocurre con la lactosa, pueden ir
desde simples cólicos u urticarias hasta graves problemas respiratorios o reacción anafiláctica severa.
Gracias a investigadores, científicos y divulgadores no alineados con la industria -ni con los gobernantes-, y
a la enorme capacidad de las comunicaciones actuales, la sociedad ha ido sabiendo que el otrora alimento maravilloso no era otra cosa que el causante de las diarreas continuadas, del estreñimiento, de los
dolores postprandiales, de las urticarias y los edemas en los labios, de los ocasionales vómitos o de aquella especie de asma que nos ahogaba. Nos enteramos, la dejamos y se acabaron los problemas. Por ello,
en los últimos diez años, la producción y venta de leche y lácteos ha caído más de un 50 %.
Y por ello las industrias lácteas se afanan en buscar cada día nuevos "milagros" para mantener las ventas. Leches y otros productos lácteos enriquecidos con calcio, minerales, vitaminas, etc. Algunos, con
el reconocimiento implícito de parte de lo que aquí contamos, desprovistos de uno de sus varios problemas, es decir, sin lactosa. Y otros muchos "milagros" que tienen su origen en los departamentos de
promoción de cada empresa. Algunos sin más consecuencias. Sin embargo, hay casos en los que las retóricas y denominaciones empleadas por los fabricantes pueden inducir a engaño. Este concepto lo tenemos
en las leches light, desnatadas o semidesnatadas. Cualquiera puede pensar que, al estar desprovistas de sus grasas, se puede tomar sin que le afecten los ya conocidos problemas de la leche entera. Y
es un error, pues, a las leches desnatadas o semi les han sido extraídos casi la totalidad de sus ácidos grasos saturados, pero no las proteínas ni el lactosuero (ni, por supuesto, la lactosa) que,
generalmente, se ven algo aumentados a resultas de esta operación.
Y no sólo encontramos promesas de salud en la leche y los lácteos. Hoy en día, cualquier fabricante, antes que una cuidada elaboración y garantía de calidad de las materias primas, en todo producto o cosa
que tenga que ver con la alimentación, lo primero que nos ofrece su publicidad son los rótulos de "producto natural", "hecho al estilo de la abuela", "sin azúcar ni aditivos", "con tal o cual cosa que
potencia su sistema inmune, le elimina el colesterol y es la releche para su salud..." Hasta las humildes aguas embotelladas nos promete una silueta de sílfide o nos deja caer la amable sentencia de que
allí donde se embotella los vecinos viven más de cien años...
Unos se lo creen y otros no. Mientras tanto, la lista de enfermedades raras, nuevas, desconocidas y sin tratamientos curativos sigue aumentando. Y el número de afectados por patologías reumáticas,
autoinmunes y neurológicas creciendo a pasos de gigante. Con diagnósticos a los que se añade la coletilla de "...no se sabe su etiología y no tiene curación." Enfermos llenos de dolores, con sus
vidas truncadas e impotentes... A miles, cada día más. Y sin que nadie haga algo para frenarlo.
Afortunadamente, cada día hay también más gente que se da cuenta o se entera por algún medio de que la inmensa mayoría de nuestros problemas de salud nos entran por el pico. Cada día hay, también, más
investigadores capaces de hablar de averiguaciones encontradas -y silenciadas, porque para eso le pagan- durante procesos para magnificar tal o cual propiedad de tal o cual alimento, incluso -aunque
desgraciadamente muy
pocos-, científicos neutrales que dedican su tiempo y esfuerzos a averiguar y divulgar lo que de otro modo jamás llegaría a nuestros oídos. Por otro lado, cada vez suenan con más fuerza palabras como
"productos ecológicos", "de cría extensiva o de campo", "sin conservantes ni colorantes", etc., etc. Lo que significa que muchos integrantes de la gran industria de la alimentación se van
percatando de que el pueblo no es tonto, que los engaños de siempre cada vez cuelan menos, de que también los más humildes -el pueblo llano- necesita y exige comer bueno y sano.
Ello nos da esperanzas de que, comenzado ya el proceso, en vuelta de pocos años, tanto la totalidad del pueblo como gobernantes y autoridades sanitarias, tengan una verdadera conciencia de que una
alimentación natural y exenta de los actuales venenos es imprescindible para una buena salud.
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