El no acostumbraba a sentir ardores en el estómago, ni a padecer taquicardias, ni había tenido antes tanta constancia de lo que significaba el sentimiento del odio.
Todo cambió cuando entró en el Partido.
Al principio todo eran amigos, promesas y buenas palabras, pero los buenos inicios suelen ser efímeros. No obstante, se hicieron realidad las promesas.
Le llegó, con poco ruido, pues era sigiloso como una
culebra, el cargo de concejal. Y ahí estuvo, a la sombra del alcalde como buen perro fiel y excelente agasajador.
Le enseñó a agachar la cabeza, a escuchar con reverencia los comentarios de los
superiores, ya fueran imbecilidades, a tener la boca cerrada y a dejar cualquier cometido ante cualquiera de sus solicitudes.
También aprendió cuestiones relativas a licencias urbanísticas, corruptelas,
traición, escuchas telefónicas y bolsas de dinero. Luego, un juez inflexible como el acero lo fue destapando todo.
Y le tocó lo suyo.
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