Todavía algunos se preguntan porque mató al señorito.
Luciano no tenía muchas luces, y por eso los amigos del marqués le llamaban con sorna el Cortito, pero era incansable como
servidor y corría sin reparos allá donde se le solicitara.
Tenía relaciones con una de las cocineras, la Charito, y muchas veces andaba por allí rondando para ver si con un poco de suerte apuraba su
calentura en la despensa. La primavera me pone berraco, le gemía. Y si no había lugar a aquella oportunidad clandestina, al menos podía verla o tomarla de la cintura con sus recias manos de labriego.
Luciano llevaba muchos años agachando la cabeza, sumiso, padeciendo la humillación, sufriendo el insulto, siendo el blanco de la burla, pero parecía inmune, pues en su mente algo tarada se albergaba la
idea de que el había nacido inferior, y aquella gente que le despreciaba, al menos le daba pan, y hasta debía ser agradecido. Y luego tenía a Charito, y por ella merecía la pena seguir viviendo.
La noche
de la tragedia, el señorito Sebastián había bebido más de la cuenta. El pacharán de Estella, el orujo de Lalín, el coñac de Burdeos. Y al señorito le dio por ir, pese a la flacidez de su pene, a buscar
los labios de Charito, los pechos ingentes y a palpar su vagina.
Y la muchacha gritó Luciano, y allá fue el campesino, con el cuchillo jamonero, fuera de sí.
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