En la pista de baile, los brazos se retuercen en el aire mientras que las caderas y cinturas giran desorbitadas. Se levanta del piso una nube olorosa a perfumes baratos, polvo,
humedad de la tierra y grajo que destilan las peludas axilas descubiertas. Tumbaquín quin quin jadea la tumbadora mientras Baby Casablanca, el director, conmina al público desde el estrado:
—¡A moverse todos porque esto es salsa pura y no hay más na! ¡Métele ahí, mulato!
Los jardines de La Tropical, a las nueve de la noche de un sábado habanero, secretan música y sudores. Allí se apilan los danzantes frenéticos que se quedarán para ver salir el sol, dándoles duro a los
zapatos, raspando el caldero de la diversión hasta que suelte el fondo. Un aguacero que cayó a media tarde ha dejado la atmósfera pesada. Pese a la carga iónica, todavía no se ha formado una buena bronca.
Las escasas trifulcas se disuelven en palabrotas, sin llegar a los pescozones.
Orfeo, el encargado de aporrear la tumbadora, se seca la frente y mantiene el ritmo feroz de su instrumento. El director de la orquesta saluda a la audiencia, baila un par de pasillos con la elegancia de
un mamut y hasta tira besos al aire. Los demás músicos ríen sin perder el compás. Pero las payasadas de Baby Casablanca no son gratuitas. Con su olfato de perro cazador ha de haber olfateado a algún
extranjero extraviado y se está congraciando para que le suelte unos dólares.
Claro que si no fuera por Baby Casablanca y sus chuscadas los integrantes de la banda Mal de Ojo se irían a la cama con un buche de ron y un par de croquetas de ave... averigua tú de qué cosa son. Porque
lo que paga la empresa no da para más. Y gracias que el pan con croquetas es gratis y que la botella de ron, aunque bautizada por los mafiosos del barcito, les cuesta diez pesos en lugar de los
veinticinco reglamentarios. Pero no sólo de ron vive el músico. Si Baby no les pintara monos a los pocos turistas que visitan La Tropical en busca de auténtico color local, estarían reventados. Por suerte
siempre hay algún alma caritativa que les suelta un billete verde. Un billete que luego se reparte democráticamente entre los integrantes de la banda.
Orfeo trata de no pensar en los dólares, vulgo fulas. Pero recuerda que esa mañana su vecina Candita le propuso un lomo de cerdo ahumado que olía a gloria divina. “A diez fulitas, chico,” lo tentó la muy
negociante, pasándoselo por las narices. “Regalado.” Con lo bien que le vendría al abuelo, y a él mismo, un pedazo de carne. Puerco frito con ajo, pimientos y cebollas. Puerco enchumbado en grasa, lleno
de gracia, ay.
Pero él tiene cosas más importantes que cavilar ahora. Aparta de su mente el puerco frito de su tentación y se imagina el encuentro con Dora, la alemana a quien llama ya alma gemela, aunque no la conoce.
Con Dora, como él apasionada por Mozart. En la cabeza de Orfeo, mientras sus manos aporrean sin compasión la tumbadora, suena el Dies Irae del Réquiem. Sus dedos saltan sobre el cuero, en intento
imposible por recrear la placidez helada de las teclas de su antiquísimo Steinway. Qué no daría él por estar sentado frente a un piano de cola moderno, ante un público capaz de apreciar su virtuosismo en
lugar de aquí, apedreándose el alma con el odiado tumbaquín.
Dicen que Mozart recibió la mitad del pago de su Réquiem por anticipado. Una mierda le dieron. El artista siempre ha vivido bajo las patas de alguien, desde el tiempo de los cromañones hasta ahora. Pero
algo bueno tiene que pasarme esta noche cuando conozca a Dora. Ayúdame, Babalú Ayé.
Entorna los ojos y visualiza a la alemana con su collar de perlas y aquella inmaculada blusa blanca, tal como aparecía en la foto que le mandó. Dora dorada como su pelo, concertista también, profesora
universitaria que ha venido a Cuba a conocerlo a él, a Orfeo Vázquez. A oírlo, sobre todo. Y quién sabe si a invitarlo al festival mozartiano que se está organizando en Munich.
Munich, musita Orfeo, bloqueando mentalmente el tumbaquín. El nombre evoca nieve, navidades níveas como la piel de Dora, abrigos elegantes y un auditorio que aplaude suavemente. Un viaje, ah. Que lo
inviten al extranjero, a donde sea —a Alemania, a Tierra del Fuego, a Islandia o a Nueva Zelanda. Con el boleto pago y alojamiento en un hotel, en una casa particular o incluso en un foyer, que los
tiempos no están para andar escogiendo mucho.
Dora de Munich. Dora de dólares. O quizá, en el futuro, simplemente Dorita. Gracias a una colega que los puso en contacto hace seis meses, Dora y Orfeo empezaron a escribirse. Fue una correspondencia a la
manera antigua, pura pluma y papel, pues para el cubano común el correo electrónico flota todavía en las fronteras nebulosas de la ciencia ficción. Dora, por su parte, quedó encantada con un casete que él
le hizo llegar de su interpretación de la Sinfonía 36 de Mozart. Y ahora está aquí.
Claro, aquí no significa La Tropical. Aquí es el hotel Habana Libre, donde se hospeda la alemana. Por dignidad, Orfeo no le ha contado a Dora dónde se busca un dinerito fácil sábados y domingos. No quiere
que la concertista sepa que él toca una salsa de mala muerte (vaya, que jinetea musicalmente) para sobrevivir. Le ha dicho a Dora que trabaja en la Escuela Nacional de Arte, que es profesor de piano, pero
no se ha atrevido a agregar que el sueldo no le dura quince días, que la necesidad tiene cara de hereje y que por eso tumbaquín. Suerte que hay otra banda programada para las diez y cuarto de la noche.
Una vez exhalado el último berrido musical de Baby Casablanca, Orfeo saldrá corriendo en busca de Dora y le pedirá que vaya por su casa para que lo escuche tocar.
¿Y si se desilusiona cuando me vea? ¿Y si se espanta al oír un piano que tiene, descansadamente, tantos años como mi abuelo? ¿Y si es una vieja racista? Quantus tremor est futurus. Pero no, no hay que
desbocarse ni empezar a pensar con la punta del rabo. Lo fundamental es establecer el primer contacto y asegurar el viaje. Yo no soy como aquella blanquita pelúa que desde que llegó está apretujándose con
un gallego. Qué manera de brincarle el mono delante, de meterle las tetas por los ojos… Así nos desprestigian a los cubanos.
Baby Casablanca se tira al piso, da un par de vueltas y hace ondear su gorra de los Orioles. Aplausos. Un intermedio. Mientras se toma un vaso de agua a la temperatura de la noche, Orfeo vuelve a mirar a
la blanquita.
Bueno, no se le pueden tirar piedras a nadie. A estas alturas ya no se sabe quién es quién. Va y la chiquita esa, con todo su despelote, es ingeniera eléctrica. O dentista. Porque yo soy músico clásico
pero no hay Dios que me lo crea al verme aquí con esta indumentaria.
La indumentaria son unos vaqueros ajustados y una camisa de listas blancas y rojas, como rayada de sangre. Todos los miembros de la banda Mal de Ojo visten igual. Baby los ha uniformado con trapos de
segunda mano que consiguió por Costa Rica. Orfeo detesta aquel vestuario. ¿Así quién lo distingue a él (graduado con sello de oro de la Escuela Nacional de Arte y profesor de piano y de composición),
quién lo distingue de alguien como el propio Baby, que apenas puede descifrar una partitura? Aunque el director de Mal de Ojo tiene un ritmo natural que le roncan los timbales de Beethoven, eh.
Un trigueñito flaco y una extranjera pechugona entran y ocupan la mesa más cercana al estrado. El muchacho se le encima a la mujer, le habla al oído y parece que se la quiere comer, derretidísimo.
—¡Arriba, gente! —grita Baby Casablanca—. ¡Que aquí está el rey de la salsa y su Antisocial Club!
Rex tremendae majestatis y todos vuelven a la carga. El trompetista deja escapar un bocinazo que le estremece a Orfeo las trompas de Eustaquio. El gallego y la blanquita pelúa se van. La tetona jalea a
los músicos. Mueve los brazos, que parecen dos lonjas de jamón, al compás de la música. Los alza, como quien baila la muñeira, y deja ver una frondosidad dorada en las axilas. El trigueñito aplaude sin
mucho interés.
Baby Casablanca se acerca al borde de la tarima y saluda con una reverencia cortesana a los recién llegados. La mujer sonríe y manda con su acompañante un billete a la banda. El muchacho se pone de pie,
balanceando las caderas. Apretuja el billete con ganas de quedárselo. Pero Baby lo sigue con la vista, lo agarra entusiasmado (al billete, naturalmente), lo agita en el aire y da las gracias con un beso
al vacío mientras los tambores comienzan de nuevo a calentarse.
Veinte entre cuatro toca a cinco, calcula Orfeo. Precisamente la mitad de lo que cuesta el lomo ahumado. Y aún no se ha acabado la noche tumbaquín.
* * *
Al finalizar la última canción, la extranjera sube al estrado. Baby Casablanca vuelve a quitarse su gorra de los Orioles.
—Gracias por su donativo, princesa. Sankiusita.
Ella lo ignora. Va hacia Orfeo, que ocupado en guardar el instrumento no repara en su presencia. Es decir, no repara hasta que la mujer le planta una zarpa en la espalda
.
--¡Hombre!
El músico se aparta. Los fans son de la incumbencia de Baby. Orfeo prefiere evitarlos, sobre todo cuando el aliento etílico que tienen, como el de la tetona, es capaz de tirar para atrás al mismísimo
Baco.
—Con permiso, señora.
Ella lo mira de arriba abajo, radiografiándolo, y pregunta en buen español, pero con un acento ácido:
—¿Eres tú?
—¿Perdón?
— Orfeo Vázquez, ¿verdad? —la mujer extiende una mano gruesa y roja en la que brilla una alianza de oro—. Hola, guapo. Soy Dora von Braun. Qué gusto encontrarnos al fin.
Orfeo da un paso atrás. Los bailadores, los sudorosos miembros de Mal de Ojo y hasta el estrado con los instrumentos empiezan a girar a su alrededor, bailando una salsa satánica.
No me hagas semejante mierda, Babalú Ayé. No puede ser que la pianista con blusa de encajes y collar de perlas se haya vuelto esta medusa en camiseta, con sobacos sin depilar y pantalón bermuda.
El trigueño se les acerca, serpenteando. Tiene aspecto de chulito habanaviejero. Entretanto, Dora le cuenta a Orfeo que ha pasado por su casa una hora antes y hablado con el viejo Lázaro.
—Él me dijo que tocabas aquí.
Orfeo se lleva las manos a la cabeza, sin poder evitarlo, en un gesto de mal humor.
—Vaya, cará.
Pero la alemana no parece asombrada, mucho menos decepcionada. Al contrario. Alegre, excitadota, chacharea sin parar. Se ve a la legua que está medio borracha, con una chispa fuerte. Una chispa que se
convertirá en hoguera antes de que acabe la noche y ella suelte la camiseta y la bermuda junto a los vaqueros desteñidos del chulito anoréxico.
Quantus tremor.
Se acomodaban alrededor de una de las mesas vacías, aprovechando el intervalo de silencio para conversar.
—Oye, trae tres cervezas para acá —el trigueño le hace una seña imperiosa al cantinero.
Y aquél, que habitualmente no le lleva ni un sorbo de café a su madre moribunda, se presenta con tres Hatueys en vasos de cristal, lujo no siempre visto en estos antros de salsa, timba y guapería barata.
—¡Por nuestro encuentro! —Dora levanta el vaso.
—Salud.
Orfeo se empina su cerveza de un tirón, tratando de buscar la calma en el fondo del vaso.
—Tocas muy bien, muchacho. En persona eres diez veces mejor que en aquella grabación que me mandaste.
—No me avergüence, por favor. Lo que hacemos aquí no es música.
—¿Cómo no va a serlo? Mira, con... ¿cómo la llamáis, sauce, salsa?... con ese ritmo vais a sacar más plata que con una contrata en el mundo académico que dura un semestre y luego os mandan a paseo.
—Así mismo es, brother. Si te llevas el tumbaquín a Baviera la gente se arrebata —se entromete el chulito, haciéndose el muy enterado de la vida y milagros de los bávaros.
—Pero el festival mozartiano... —empieza a decir Orfeo.
—Olvídate de eso, hijo —Dora encoge los hombros de boxeador—. Mozart está muerto y enterrado. En cambio, lo que vosotros hacéis está vivo. Vivo, sangrante y vale oro. Oro vale. ¿Tú no crees, Vladimir?
—Claro, mama.
La conversación deambula perezosa por un páramo de vacuidades. Los pesos convertibles, el costo de una entrada a Tropicana, el segundo entierro del Che… Ni la más mínima alusión al réquiem cubano que
Orfeo ha preparado durante cuatro meses para que lo oiga Dora.
Vladimir termina su Hatuey y se antoja de ron. Se levanta a comprar una botella y la alemana le pasa otro billete de a veinte dólares. Orfeo lo ve alejarse con su paso carnavalesco y le dan ganas de
decirle a la mujer que no sea boba, que allí el ron se vende en pesos. Pero cambia de idea. Otra orquesta sube al estrado y Orfeo sabe que en cinco minutos el estruendo les impedirá cambiar una palabra
más.
—Dora, ¿quiere que vayamos a mi casa para que me oiga con tranquilidad? —le pregunta, tratando de no sonar desesperado—.Y para yo poder escucharla a usted también, claro. Haríamos una buena sesión de jam…
—No, hijo, si yo vine aquí a descansar. Además, ya te oí.
—Pero no el réquiem. Me gustaría tener su opinión tan siquiera sobre el Introito. Es lo mejor que he hecho, de verdad.
Al fin ella, vencida, aunque no convencida, hace una mueca displicente:
—Bueno, pero tiene que ser esta misma noche. Mañana estoy comprometida con Vladimir. Vamos a Varadero a gozar bien de Cuba, ¿sabes?
Y suelta una risotada que suena en los oídos del músico como el carcajeo del demonio.
Tumbaquín.
Dies Irae.
Como ni Dora ni Vladimir muestran el menor interés en zumbarse de nuevo a la casa de Orfeo, que está en el otro extremo de la ciudad, deciden irse todos al Habana Libre.
—En el lobby hay un bar y creo que tiene piano —dice ella—. A lo mejor te permiten tocar allí.
Orfeo sabe que ésta es la única ocasión para tender un puente rítmico entre él y Dora y tratar de recuperar la familiaridad de su correspondencia. Toman un Panataxi. La dispareja parejita se apretuja
atrás, besuqueándose. El músico va sentado muy tieso junto al chofer, pretendiendo no oír los resuellos y las interjecciones bilingües. Un olor a animal en celo llena el coche.
El bar Siboney está abierto y en efecto, en una esquina hay un piano Yamaha, moderno y refulgente. Pero el administrador, santiaguero atildado que afecta un acento francés, se desconcierta ante la
petición de Dora. Y puesto que no viene acompañada de ofrecimientos en metálico responde al fin, de mala gana:
—Déjeme consultarlo con el gerente del hotel, señora. Autorizar una cosa así no está dentro de mis atribuciones.
Después de solicitar el permiso de tres instancias superiores, se aprueba al fin que el músico use el piano.
—Pero un ratico nada más, no dejes que se explaye —le advierte el mandamás en jefe al administrador del bar—. Y como un favor que le vamos a hacer al tipo, eh.
Así llega el mensaje a los oídos de Orfeo, que ha seguido la gestión burocrática con la cabeza gacha.
Aunque está prohibido, Dora se empeña en que los hombres suban a su cuarto. Caminan juntos hacia el ascensor. El guardia de seguridad se les acerca en son de cancerbero, pero Vladimir le deja caer tres
palabritas al oído y un billete verde en la mano. Resuelta la dificultad.
Ya arriba, mientras Orfeo pasea su asombro de nativo por una alfombra roja que apaga las pisadas, Dora y su cortejo se besan otra vez. El músico se vuelve de espaldas, concentrándose en una acuarela
chapucera, tropicalmente típica —dos palmas reales y un bohío— que adorna la pared. Vladimir desliza la mano derecha entre los muslos sudados de Dora. Ella se abre de piernas. Junto al bohío hay un burro
desorejado, nota Orfeo. La alemana se remenea y busca con ansia la lengua de Vladimir. El cuadrito no tiene firma. Ay.
Un suspiro bilateral indica que el show terminó. Orfeo da media vuelta, cauteloso. Dora se está arreglando la camiseta. Vladimir, por teléfono, pide un par de bocaditos de jamón al servicio de
habitaciones. Cuando éstos llegan, sorprendentemente rápido, Vladimir guarda uno en una jaba plástica que se saca del bolsillo de la camisa y empieza a devorar el otro. Orfeo sigue ignorado. Parado allí
como una estaca, crucificado entre la rabia y la timidez.
Cómo traga el muy muerto de hambre. Se nota que hace una semana que no come caliente. Y todavía se las da de conquistador, cuando no es más que un triste conquistado. Botín barato de esta jamona que vino
a divertirse y que se llevará el recuerdo de una verga enhiesta por poco precio. Y uno aquí tragándose su vergüenza, Mozart.
Dora se cambia de ropa, sin molestarse en cerrar la puerta del baño. Sale envuelta en un vestido rosado, vaporoso y fresco, pero no se ha puesto sujetadores.
—Estás regia, mama —la piropea Vladimir.
Al cabo bajan y entran al Siboney. Salvo el cantinero y dos hombres en bermudas, colorados de sol y que comparten una botella de Havana Club, no hay ni un alma por los contornos.
Orfeo se sienta al piano. Sus manos se deslizan sobre las teclas —lisas, relucientes, tan distintas de las del veterano Steinway que lo espera en su casa— y se olvida de Vladimir, del tumbaquín y hasta de
Dora. Se zambulle en los acordes como en una corriente cálida y purificadora. Pero el barman lo interrumpe antes de que acabe el Introito.
—Compadre, ¿qué tú tocas?
—Una composición mía, un réquiem.
—¿Un réquiem? ¡Solavaya! Cambia la onda, mi hermano, que esto no es una funeraria. Si a los clientes les da por protestar, el que pierde propinas soy yo.
Orfeo enrojece. Uno de los turistas lo observa sin dejar de beber y a él le parece detectar un destello burlón en sus pupilas.
Pero de todas formas vuelve a la carga sin darse cuenta de que Dora apenas lo oye entre el estruendo de los altavoces que atruenan con un viejo hit, A bailar el toca toca, y la voz chillona de un locutor
de radio que imita con bastante éxito el acento argentino. (¿Por qué a los cubanos nos gustará tanto dárnoslas de extranjeros?) Y corren sus dedos al Agnus Dei y ahí se detienen, corderitos temblantes
ante el altar del sacrificio.
Vladimir se acerca al piano sorbiendo un daiquiri.
—Ponle un doble al músico pa que se refresque —le ordena al cantinero, extendiéndole un Jackson.
El tipo le echa mano al billete y pregunta muy fino si trae vuelto.
—Claro, tú —resopla Vladimir—. ¿Me has visto cara de millonario, de comemierda o qué?
Hacen su entrada al Siboney tres putas deslumbrantes. Tres quinceañeras con tacones de diez centímetros de alto, faldas minúsculas y los senos al aire libre, apenas velados por una banda transparente. A
Vladimir se le van los ojos tras ellas. Los de Dora se cierran porque no está acostumbrada al ron cubano pero alcanza a murmurar al oído de Orfeo:
—Tocas muy bien, querido, pero la música clásica no da ni un euro, a no ser que te llames Plácido Domingo. Lo mejor es montarte un espectáculo estilo caribeño, con tambores y plumas, algo moderno, exu…
exuberante. Dile a Vla que te ayude. Él es agente de varios artistas cubanos, a ver si lo convences para que te represente a ti también.
—¿Agente de quién, por favor? —se molesta el músico—. Si ése no es capaz de representar ni a un perro en una bronca callejera. ¿Usted no le ve el tipo de cagalistroso que tiene?
Dora no lo oye. O quizá Orfeo no ha pronunciado las palabras, limitándose a pensarlas con toda la rabia que tiene enroscada en las vísceras.
El barman deja el vuelto en una esquina del mostrador. Once dólares, en lugar de los trece que corresponden. Vladimir no se ha dado cuenta, encandilado por los muslos morenos de la chica más alta. Orfeo
se despide de la alemana.
—Te escribo en cuanto llegue a casa —susurra Dora.
—Adiós.
En la esquina del mostrador están los once dólares. El músico extiende la mano, se desliza el dinero en el bolsillo y sale al lobby esperando a cada minuto que un guardia lo detenga, llamándolo ladrón.
Pero nadie se ocupa de él y consigue ganar la calle sin dificultad.
Llega a la parada del ómnibus que queda frente por frente al Coppelia y se sienta junto a una pareja que se manosea sin recato. El viento sopla fuerte, arrastrando presagios de ciclón. Las notas del
Introito siguen sonando en su cabeza y Orfeo advierte que tiene las mejillas húmedas. Lacrimosa dies illa.
La pareja se vuelve a mirarlo.
—Es el efecto Mozart —dice en voz alta y empieza a tararear su réquiem.