Se escapa el tiempo entre las pestañas de la noche cuando la mañana fría intercede con silencios.
Soledad.
Una falucha navega sin rumbo ni calado, un azor revienta las nubes que se han vestido de escarlata, unas manos acarician las teclas con los dedos ardientes y las uñas huecas.
Ha llovido tristeza desde las incógnitas del océano: la tierra se hace cemento de voces calladas, las sonrisas máscaras sin gesto.
Ardillas de dolor recorren los otoños de las tempestades que amenazan el verde húmedo.
Silencio.
Las manos están vacías de tanto forzar inventos, de tanto sembrar caricias sin destinatarios. Piel de melocotón ajado en los vericuetos del asombro, arrullos huérfanos para los mendigos sin cara.
No hay músicas ya con las que componer melodías salvajes, ni mandolinas para el concierto atrevido del futuro.
El puente se rompe entre los lamentos quejumbrosos de un vendaval mordido en ofensas.
Distancias.
No sirven los ojos para mirar los gestos, no para recorrer los espacios cerrados, no para motear de besos los caminos que se pierden.
Se balancea la voz entre lágrimas de impotencia y fracaso.
Rabia de desconocer el canto, de no haber sabido, ni podido, desclasificar el duelo...