La primera vez que la vi, sentí lástima, la última, el desasosiego de su ausencia lo recibí como una traición del destino, o tal vez como el capítulo siguiente de las páginas de su vida, que ella escribió
en el pasado y que a veces vislumbraban el futuro, el futuro del que casualmente yo formé parte, y que en las últimas líneas desestabilizaba la calma y la efímera felicidad, y contribuía a renacer el
dolor. Volví a sentir lástima, por mi y por ella. Se llamaba Patricia. Era rubia, tenía los ojos azules, la piel muy blanca, el corazón muy grande, la mirada tímida y curiosa, y tenía la habilidad de
expresarse con mayor madurez de la que representaba su cuerpo de preciosa ninfa de dieciocho años. Para su edad temprana tenía mucho mundo y literatura en sus adentros.
Había viajado con su familia por
casi todos los países de Norteamérica y Sudamérica, y a menudo hablaba de Colombia, allá donde los presidentes indultan a los asesinos, y los muertos yacen en las fosas comunes, donde las FARC y el
secuestro caminan cogidos de la mano, las manos horrendas de los ejecutores que rebasan todos los niveles de desprecio de la vida humana, allá donde llaman acuerdo humanitario al intercambio de
secuestrados por presos guerrilleros, donde te pueden matar por preguntar la hora, donde un país acoge en soledad su propio drama. Y entonces, en una de éstas se le quebró la voz, y yo sentí un golpeteo
interior, como una aceleración del compás del ritmo cardíaco y los deseos de abrazarla muy fuerte y sentir el olor de su piel en la íntima cercanía. Y sintiendo que en la naturaleza cabía la posibilidad
de yo pudiera ser su padre pues duplicaba su edad, aquello lo vi como una escena absurda, y recordé que la novela de Nabokov, Lolita, reunía los ingredientes de la tragedia privada a la que aludió Humbert.
Y mis pretensiones que no eran más que meros sueños, hubieran ido más allá de las caricias, pero me faltaba valor y desvergüenza para lograr la culminación de los actos impúdicos. Y tomó protagonismo la
represión forzada por los temores del rechazo.
Patricia tenía problemas, Patricia era la belleza con la que siempre anhelé recorrer Montmartre, Patricia era el pedestal de mi retiro glorioso a una casa de
la Playa de los Alemanes, al lado de Zahara de los Atunes. Tenía problemas y era guapa. Eso fue lo primero que vi y como consecuencia, atrapado quedé entre la atracción y la lástima. Le di el trabajo que
buscaba y que encontró a través de mi clienta, Sara, que era su hermana, su hermana mayor, con funciones de madre, amiga y confidente. Porque la madre, la biológica, sufría los agotamientos y el lastre de
un divorcio, y apenas estaba más que para el whisky con soda, las discusiones económicas con su ex - marido y las escapadas de fin de semana a ciudades europeas que le había recomendado el psicólogo.
Ella, Patricia, nunca había trabajado de vendedora, nunca había trabajado en nada, salvo alguna ayuda a unos amigos que tenían un bar en la playa de El Palmar, donde se servía la mejor mojama y los
mojitos tenían un equilibrio muy logrado. Cuando hagas la fiesta de navidad, yo me encargó de los mojitos, me había dicho una vez. Mejor con azúcar morena, con el hielo muy picado, con hierba buena muy
fresca, con un buen ron de La Habana y con soda mejor que con agua mineral. Ah, y solo una cucharada de jugo de limón. Esto es armonía, no lo que ha sido mi vida.
Al principio trabajaba de una manera muy
estática, pero no tardó en adquirir dinamismo, y lograr los ritmos acordes a una tienda de moda femenina, con notable afluencia de público. Empezó a conocer a la gente, que por lo general era educada y
agradecida, y ella se sintió más feliz de lo que había sido últimamente. Vendía bien, con mucha espontaneidad, poca insistencia y de manera sincera, sin arrogancias y sin defensas excesivas del producto.
Tenía aptitudes para el diseño y traté de incitar la eclosión – cual si fuera la crisálida de un insecto – de sus capacidades. Tenía el dote, carecía de la iniciativa. Poco a poco empezó a hacer pequeñas
producciones, diademas pintadas de fucsia y malva culminadas con un par de pompones, camisetas serigrafiadas con algo similar a princesas decadentes, como drogadas y místicas, con los ojos muy grandes y
la boca muy pequeña y ajenas a la existencia del resto de mundo, quizás al margen de su propia realidad, broches de cuero imitando extrañas formas geométricas. Sentía satisfacción por vender sus propias
creaciones. Más allá del dinero, le fluía cierta vanidad, por leve que fuera, un alarde mínimo cuando veíamos a una mujer con alguna de las camisetas de sus heroínas, las abstraídas princesas rebeldes, a
las que llamaba sus niñas. Al acabar la jornada tomábamos alguna copa en la Taberna de Belén. La personalidad de Patricia surgía de sus grandes y vivaces ojos azules que observaban todo lo que sucedía a
su alrededor con inquietud, con ansiedad, con la mirada curiosa del escritor que selecciona críticamente lo que ve. Entonces le pregunté si escribía. Me dijo que sí, pues formaba parte de la terapia de su
psicóloga, escribir sobre todas las etapas de su corta vida, y sobre esas extrañas ninfas aristocráticas medio heroinómanas y alcohólicas, que eran las incomprendidas perdidas en su propia ficción, una
ficción de ilusiones ópticas que Patricia adornaba con historias muy psicodélicas con mucha excitación extrema de los sentidos, y todo eso de las drogas alucinógenas y la música estridente y las luces de
colores variables. Mi psicóloga odia esas historias, me dijo. ¿Y las otras? Las otras no, las otras historias son realmente parte del tratamiento, la historia de mi vida.
Vivía en casa de su hermana, y aquella tarde no tenía ganas de volver a casa. Supongo que porque las cosas con Sara no estaban demasiado bien, por algún motivo que yo desconocía, pero que intuía en el
ámbito de las relaciones de Patricia con su madre, que de caóticas pasaron a nulas, y al fin y al cabo eso afectaría a las relaciones con su hermana que hacía labores de intermediaria y mostraba sus
desacuerdos a ambas. Solo me faltaría perder a Sara, me confesó ese mismo día horas más tarde. ¿Y tu padre? Le pregunté. El es piloto. El vive para volar. La vida en las alturas abstrae demasiado de la
vida en la tierra. La vida en otros países tan distantes de acá hace una función demasiado evasora y el eso lo asume, y ante todo lo disfruta. Pasa la vida entre Ámsterdam, Nueva Delhi y Shangai. Le veo
cada dos meses. Comemos juntos. Todo correcto, me abraza y vuelve a marchar. Es un buen tipo, que apenas necesita a nadie. Es un buen hombre para el que no se hizo el invento del matrimonio. ¿Y tu madre?
Es azafata de vuelo. También casi todos los días por las nubes, por las nubes de Europa. Antes viajaba hacia lugares más remotos, pero sufrió una embolia pulmonar, una de esas malditas obstrucciones que
ocasiona un mal bicho denominado embolo que se asienta en un vaso sanguíneo impidiendo la correcta circulación de la sangre. Entonces pensaron tanto ella como los dirigentes de la compañía que ante una
posible reincidencia era mejor acabar en un hospital de París, de Londres, de Roma, que en uno de Zambia o Afganistán, y por otro lado era conveniente reducir las horas de vuelo. Luego llegó la depresión.
Más tarde el divorcio, y entre medias mis relaciones con ella de mal en peor. ¿Y tú? Yo no he sido lo que se dice una hija perfecta. Yo he sido problemática. Nadie lo diría, pero lo imaginaba, le
contesté. Al momento me miró con su profundidad azul y me dio un beso suave en la mejilla derecha, un beso con los mismos aromas de los que probé en los años ochenta, como de chicle y colonia fresca de
baño. A partir de ahí recibí la fuerza que desplomaba el pudor y le busqué la boca, y ella se encargó de marcar el compás del beso que los otros consideraban antinatural. Un compás lento, como requería el
momento en el quise parar el tiempo. Y como un Humbert cualquiera, Patricia era mía, la niña a la que dediqué algún insomnio que otro, la niña de mis conflictos, entre lo paternal y los ardores de mis
deseos sexuales. Como Dios la trajo al mundo, desnuda con la piel muy blanca. Y lo normal hubiera sido que yo me hubiera acostado con su madre. Y Sara hubiera dicho: aquí lo tienes Pati, el novio de mamá.
Desnuda con su diadema de pompones, con toda la salud de sus pechos mucho más que incipientes, sin urgencias pero con netas pretensiones de que yo fuera explorando aquella silueta de tan agraciada
naturaleza. Al menos espero que no seas virgen, le dije. A los catorce me desquité, dijo con una sonrisa de alma extraviada. Yo ya estaba perdido, y no sabía nada ni de recato, ni de integridad, ni de
pudor, y si me hubiera venido a la cabeza alguno de esos términos lo hubiera desechado de inmediato, y hubiera procedido de la misma manera que hice, la exploración y la explosión de aquella sirena que
acababa de dejar atrás la adolescencia.
Pero esto solo ocurrió una vez. Luego siguió trabajando para mi, feliz y eficaz, y mi actitud hacia ella se movió en los ámbitos de la protección. Quizás del
paternalismo. Ten cuidado Pati, detesta a los cabrones de los ácidos, ten inquietudes, que siempre haya algo que te mantenga alerta y con fuerzas para vivir, no te busques un novio vago y estancado,
búscate a un tipo que te cuide y te despierte los sentidos, no ceses nunca en tratar de buscar soluciones a la relación con tu madre, lee buena literatura, no esa bazofia de los mensajes descifrados y las
claves que sabía el muerto al que asesinaron antes de que se fuera de la lengua. Bien, te pasaré algo de Bolaño. Y de Fitzgerald. Y de Zweig. Trabaja y diviértete. Suele ser mentira, pero al parecer hay
tipos que lo han conseguido. Y si esa posibilidad existe, implica que es eso, posible. No hay que darle más vueltas. Cree en algo, no es necesario que sea en Dios, más bien en algo más tangible, más
terrenal, en tus creaciones, en el cine, en la literatura, en tu novio, en la honestidad de tu padre. En lo que te de la gana, en algo que te haga olvidar la existencia del resto del mundo.
Patricia cuando tenía dieciséis años conoció a un hombre que iba por la vida engatusando a las chavalas, con obvias intenciones de llevárselas a la cama. Un tipo que les hablaba a las muchachas de su
carencia de prejuicios, del corto viaje de la vida y de sus experiencias a lo largo y ancho del mundo. Al parecer, había sufrido unas extrañas diarreas en Angola que derivaron en agudas infecciones
gástricas que pudieron suponer la repatriación de su cadáver, y el tipo se replanteó el sentido de su vida, aunque en determinada ocasión olvidó la historia de su enfermedad en África, y contó que
verdaderamente volvió a nacer en una calle de Palermo, donde dos hombres con la cara amarilla, flacos como galgos y nerviosos como lagartijas, le hicieron un gesto de hambre llevándose las manos a la boca
con miradas de perros hambrientos, un gesto inspirador de lástima, jamás de miedo. Pero las cosas se torcieron cuando el tipo siguió indiferente hacia el frente, y los necesitados se cambiaron de disfraz
y se tiraron a por él con cuchillos de carnicero como si fueran a degollar a un cordero, pero se zafó de ellos con solvencia y resolución y no sufrió más que un leve corte en la palma de la mano derecha y
los desajustes propios de la imagen ante tal ataque. Entonces como en aquella ocasión que decidió haber podido caer muerto en un mugriento urinario de África, ahora podía estar finiquitado ante un sol de
justicia en uno de los rincones más decadentes de Sicilia, desangrado por unos utensilios de sacrificio de animales que portaban una especie de esquizofrénicos hastiados de la vida y su miseria.
Pati me
lo avisó, me alertó antes de comenzar la historia de Angola. Damián vive envuelto en la mentira. Su vida es una falacia y se cree sus propias mentiras. Era un patán, guapo, pero un patán de primer nivel.
Tenía la mirada ausente, los ojos azules, melancólicos y absorbidos por el horizonte, la nariz bien perfilada y los labios, como de spot publicitario de fragancia masculina o loción de afeitar. No había
viajado más que lo que le permitían las pastillas. Se dedicaba al tráfico de cocaína, a consumir ácidos, a desflorecer adolescentes, a comprar a la gente y a ir hilando y deshilando los extraños capítulos
de su vida de ficción. Consiguió que Patricia se aficionara a la cocaína, que escuchara expectante su inventiva y por supuesto, que se fuera a la cama con él. Luego a Pati le tocó sufrir. Comportamientos
extraños, dando pasos sin destino, temblores en mitad de la madrugada, paranoias, ataques de ansiedad, vista nublada, dolores de cabeza, taquicardias, insomnios. Y mucha tristeza. En su familia ataron
cabos y se sembró la desesperanza, y llegó una depresión y un divorcio, y hasta una embolia pulmonar, y los psicólogos hicieron caja. No te creas culpable del divorcio, se lo acentúe en más de una
ocasión. Luego, un día, su madre se lo dijo muy claro: haz con tu vida lo que quieras Patricia, pero no hagas más daño. Entonces apareció en casa de Sara. Y más tarde en la puerta de la tienda. Yo le
había prometido que muy pronto viajaría conmigo a Nueva Delhi y a París, a conocer las facetas más atractivas del negocio. Pati, compraremos por Saint Denis y por Rue du Aboukir, te llevaré a Chandy Chowk
y llevaremos cajas de pompones, de plumas, de lentejuelas, de nácar, iremos a Jaipur a por plata.
Una mañana de septiembre desapareció para siempre. El tono de voz de su madre en el teléfono me lo
anticipaba. Era triste y riguroso, y a la vez amenazante. No auguraba buenos presagios para mi. La directora de un estricto colegio interno con vistas al Cantábrico aguardaba su llegada. A mi me dio por
pensar en el mar y en una cárcel. En el mar vi sus ojos azules. En la cárcel vi a Damián. Luego la abracé. Y nos dijimos hasta pronto, aún siendo conscientes de que era mentira. Pero trataba de atenuar el
dolor.
Ver Curriculum
