Yo no nací en una buena familia. Carecer de afectos en un hogar de miseria es algo muy duro, es como un recuerdo de fuego marcado por el desprecio y los golpes, que te abrasa la garganta y te revuelve las
entrañas. Es algo que siempre queda ahí, marcado a hierro, y de vez en cuando aparece, cuando menos te lo esperas, o tal vez cuando haces justamente lo contrario de lo hicieron contigo.
Supongo que todo ello tendrá algo que ver con el proceso generacional, que mis abuelos hicieron infelices a mis padres porque tenían malas pulgas, les fluía veneno en la sangre y eran pobres, y estaban
más acabados que un pez en un arenal, y frustrados como inmigrantes deportados, o como ratas en el mar. Y mis bisabuelos, otros de la misma calaña. Y alguien tenía que cambiar esto de una vez. Y para eso
estaba yo.
Yo he visto a mi madre negarme el pan, para saciar ella su hambre, he visto su rostro indiferente ante mi enfermedad y mis lágrimas, he corrido calle arriba delante de su estampa de mujer fuera de sus
cabales, dispuesta a desahogarse con una vara de olivo, he intercedido en una pelea que tuvo con mi padre y me las han dado por todos los lados, he sido la víctima de las impotencias, los desánimos y las
frustraciones, y principalmente el ser sobre el que los que están ahogados en los complejos de inferioridad podían buscar la superioridad. Dickens me habría recibido para que le contara estas historias.
Quizás eso lo pensé cuando leí Oliver Twist y ya estaba salvado, porque supongo que intuyen que en aquel humilde y mísero cobijo no había un solo libro, ni mis padres tenían inquietudes literarias, ni la
más mínima afinidad con otras artes que nadie les transmitió.
Entonces yo aprendí a ser un niño de la calle, cual estrella errática, dando tumbos por aquí y por allá, sin más pretensión que la supervivencia, sin más remedio que el delito, sin más alternativa que ser
protagonista de aquellas condiciones. No tenía nada. Uno aprende de afectos cuando los recibe, y a mi me los daban unas cuantas putas, a las que iba a comprar tabaco y chicles, y siempre me daban las
vueltas, y me llamaban príncipe, y una me dijo que mi suerte algún día cambiaría. Cuando llegaban los proxenetas yo me tenía que ir porque no querían que estuviese por allí entreteniéndolas, entorpeciendo
el trabajo, y había uno con cara de reptil, como de lagarto, que me decía que me iba a rebanar el pescuezo. Yo huía porque el tipo tenía peligro, y navaja, y por allí le llamaban El Loco, y con estos
condicionantes lo mejor era irse a comer un bocadillo de calamares al bar Cascorro. Mucha gente, no sin razón, pensaba que yo andaba al descuido, y por eso muchas veces no me dejaban entrar, o me sacaban
el bocadillo a la puerta, y les daba unas cuantas monedas, y los camareros me miraban con cara de perro, o de guardianes infranqueables. Luego iba por las obras, y hablaba con los obreros, todos muy
morenos, y con evidentes señales de cansancio y hastío en la cara. Y algunos tenían evidentes signos de envejecimiento prematuro en el rostro curtido. Entonces pensaba que mi padre era un vago, pues más
de un vez iban buscando cuadrillas por el arrabal y el siempre se negaba a subir a los andamios. También, de vez en cuando, se inventaba patologías inexistentes que le incapacitaban para aquellos
trabajos, lo cual era pura patraña. Los obreros me hablaban de mujeres, y de añoranzas por sus ciudades, por sus países, por sus parientes perdidos en otros confines del mundo, y eran hombres que sabían
mucho de esfuerzo, y de sacrificio, y tenían en los ojos los reflejos de la nostalgia y la incertidumbre del futuro. Había uno, el Polaco, que decía que algún día regresaría a su pueblo de Polonia, cerca
de Cracovia, y se construiría una cabaña de madera al borde de un lago, y tendría un huerto, y se dedicaría a pescar, y a cocinar, y a recibir a los nietos, y les enseñaría los árboles, los peces, los
destellos del sol sobre el agua y las madrigueras de los conejos. Así, tal cual, siempre decía lo mismo. Algunas veces iba por los mercados del casco viejo y birlaba unas manzanas verdes o unas
mandarinas, que eran mis frutas preferidas, y si era descubierto, me daban a mano abierta en el cogote y me decían cosas como desgraciado, rata o diablillo. En San Miguel, había una charcutera, la
Remedios, que me daba restos de mortadela y de fiambre de jabalí, y había tenido una vida difícil porque perdió a un hijo de nueve o diez años, fulminado por un cáncer, una pobre criatura, que según la
mujer, tenía el mismo color de ojos que yo, como el verde de las limas, y la misma expresión de pillo buscavidas. También me mezclaba entre el tumulto de las calles de los anticuarios y me hacía
hábilmente con los monederos de las señoras o las carteras de algunos hombres despistados, y aunque ello era delito y hábito de ratero, también repartía algo por ahí, para alguna puta o algún indigente,
ahogado en el naufragio de su desesperación, que a mis padres nada daba, pues había sufrido abandono por omisión y me temblaban las piernas del miedo al regreso.
Para dormir, a veces me instalaba en los portales de las fincas señoriales, a veces en las estaciones de tren, y cuando llegaba el verano dormía al raso en los parques más bonitos de la ciudad. En los
portales de las fincas palaciegas había buena temperatura y apenas se oían ruidos, y olía bien, a algo muy sutil relacionado con la madera, con las flores, con los restos aromáticos de suaves perfumes
femeninos, como a frutas cítricas. En las estaciones parecía que había silencio, pero de pronto sonaban estallidos de cristales, voces, golpes y trenes, y hacía frío, y olía mal, a tabaco, a comida
podrida, a sudor, a orina, y no se podía pegar ojo. Luego estaban los hospicios, donde había muchos viejos, y muchos borrachos, y muchos canallas de la vida, y buena gente. Y estaban los olores
nauseabundos de la pobreza y la falta de higiene, y algunos tipos que alguna noche me agarraron del cuello y me saquearon las cinco monedas que tenía.
Así viví unos años, expuesto a los riesgos y víctima del hambre, porque así me tocó en suerte en esa disposición tan aleatoria que hace la vida con su caja de infinitas probabilidades. O como diría una
beata de la Soledad, lo quiso Dios.
Luego, un día las cosas cambiaron, y no fue por la charcutera, que me tendría algo de aprecio, el justo para que yo no traspasara el umbral de su casa, y más bien era un afecto alentado por el recuerdo
del hijo muerto, ni mucho menos por las putas, que bastante tenían con lo suyo. Una noche tuve algo de dinero y me monté en un tren. Sabía que su ruta era hacia el sur, pero desconocía el lugar en que
acababa el trayecto. Nada más subir, me quedé dormido y no desperté hasta las ocho de la mañana, hora de llegada. Entonces sentí la suavidad de una brisa desconocida, el aire el Atlántico, y fui corriendo
a buscar el mar, y me dio por acordarme de las putas, ya allí las imaginé a todas, chapoteando desnudas entre las olas, ante la inmensidad azul, lejos del asfalto y la mala vida. Cuando vi el mar por
primera vez hice un recorrido por el resto de mi vida y pensé en el momento sublime que me deparaba la visión del océano, y me pareció que el resto de mi vida no había tenido demasiado interés. Por allí
vagué, por el paseo marítimo y la playa, con las intenciones de al que nada le retiene en ninguna parte, y decide quedarse allí una temporada.
Entonces mi vida empieza a cambiar. Los pescadores son hombres tristes, pero buena gente. Hay uno que viene de faenar por las costas africanas. El barcos se llama Robinson y el tipo, Manuel. Parece uno de
esos hombres con la mirada fija, como escrutando las piedras o el vaivén de las olas. Me mira con detenimiento. Hace un minucioso estudio de mis rasgos y me tiende su mano dura, grande, recia. Me lleva a
una casa con un patio andaluz, con las paredes de cal blanca, con muchos geranios, y algunos rosales, y una vieja de riguroso luto al lado de un pozo, hablando sola y suspirando la melancolía de los
recuerdos de hace cuarenta años. Manuel interrumpe la nostalgia.
-Victoria, el muchacho se queda. Corre a mi cargo.
La vieja asiente con el bastón.
A partir de ahí me veo en una habitación austera y limpia, con cuarto de baño y ventana al océano, con libros de los cuales, apenas podía leer con dificultad algunas palabras, recuerdos de enseñanza de
las putas. Luego, al cabo de un tiempo, leí uno de ellos, el primero que leí, El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. El pescador se convierte en mi maestro y de lo que a continuación acontece
contarles que aprendí en poco tiempo las nociones básicas de unas cuantas materias de la educación primaria, necesarias para manejarse por la vida, descubrí los placeres del conocimiento y avancé con
resolución en mi deambular por la vida.
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