Quiso el azar que una tarde calurosa del mes de mayo pudiera redescubrir con el retorno visual del pasado la grandeza de unos ojos negros cobijados por largas pestañas, el cabello de oro corto y desenfadado, las facciones suaves, exquisitas, femeninas, un cuerpo que había tenido junto al mío sobre el que caía como la seda un vestido blanco por encima de las rodillas. Era ella, estaba frente a mi Genoveva. Nos abrazamos como dos solitarios ansiosos de liberar su recogimiento, como si de acuerdo mutuo, ambos hubiéramos marcado un período de tiempo para la reflexión y éste hubiera finalizado, estando marcado por el sino nuestro encuentro primaveral en la calle Goya. Yo le comenté algunas cosas acerca de los rumbos que había tomado mi vida y ella mostró recelos hacia mis comentarios exagerados y con notas inmaduras, según me confesó, y luego me dijo que sus fantasías lésbicas no se habían agotado. Al poco tiempo marchó y a decir verdad vi a Genoveva muy feliz, con un candor acuoso en sus ojos trasluciendo la mirada celestial, seráfica, que ya no me pertenecía.


La indigente

La noche es gélida. Siente el ardor del anís abrasando la garganta. Hace tiempo que siente dolor en la espalda. La dureza, el frío del suelo, los golpes, de los otros, de la vida. Acomoda los cartones, la manta, en ese pequeño recinto que acoge el cajero automático. Quisiera cerrar los ojos, y no abrirlos jamás, que no desvele el sueño la luz del amanecer, que no la levante el brillo del sol con un guiño maldito que la arrastra por las calles, esas por las que antes paseó con cierta notoriedad, con distinción, dos años antes de que empezara a beber. Ahora las recorre arrastrando los pies, borracha de alcohol y dolor, con la pesada losa del desánimo como carga.

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