Una de las virtudes que mejor reflejaría la excelencia y superior calidad de una persona es la tolerancia. Una persona carente de esta virtud es la que estalla en improperios cuando oye a otra, no digo ya
algo que pueda resultarle molesto u ofensivo, sino cualquier afirmación o juicio que no quede perfectamente entendible para su capacidad intelectiva. Porque, generalmente, el entendimiento y la
comprensión, amén del respeto, la condescendencia y la indulgencia, también suelen brillar por su ausencia en una persona intolerante.
Se dice de la tolerancia que es fácil de aplaudir, difícil de practicar y muy difícil de explicar. Si buscamos su definición en el Diccionario de la RAEL, nos encontramos lo siguiente: "Respeto a las
ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias." Por tanto, podemos entender la tolerancia como la aceptación de la diversidad de opinión, pensamiento y obra de
los demás en cualquier plano, sea social, cultural, sexual, religioso, etc., prestándoles la debida atención y aceptándolos sin ningún menosprecio a las distintas formas de entender y posicionarse en la
vida.
Manifestaciones intolerantes podemos verlas cada día en todos los ámbitos de la vida, pero, por su abundancia extrema, sin ni siquiera movernos de casa, podemos dar fe de lo que tratamos con sólo pararnos
un poco a contemplar lo que nos muestra la pantalla del televisor cuando, principalmente, son políticos los protagonistas de la escena, o bien, alguna de esas catervas de personajes que se reúnen para
ilustrarnos con las últimas novedades sucedidas a tal o cual torero, cantante o marquesa.
De estos últimos me sorprendió sobremanera la actitud de los componentes de una de estas tertulias, concretamente de la cadena Telecinco, de la que, si me lo permiten, ignoraré su nombre, y les narraré el
milagro tal cual. La escena, vista hace unos pocos días -y que me hizo sentir vergüenza ajena-, era una especie de película bélica en la que ocho o diez individuos e individuas gritaban desaforadamente en
contra de un personaje que, en los últimos tiempos -y en la misma cadena-, ha cobrado cierta fama por sus modales repipis y su -aparente o real- posición de señora bien. La interfecta, a la que he visto
en la dicha cadena en algunas ocasiones mostrando sus gustos por la alta costura y otras cuantas pijadas propias de su rango, aunque no es santo de mi devoción, creo que es persona educada, comedida y en
ningún caso merecedora de la serie de improperios y descalificaciones de que era objeto por parte de la troupe de enemigos de la tolerancia y la corrección que la acosaban. La pobre señora, a la que le
negaron hasta el apellido, salió vestida de limpio y calificada poco menos que (dicho con todos los respetos) como una pelandusca de las que alquilan el chichi en cualquier esquina. Un hecho lamentable que nos muestra, no sólo la
generalizada falta de educación y buenos modales que encontramos en tantos individuos/as, sino la carencia absoluta de esta tan necesaria como escasa virtud que comentamos.
Aún más grave que la de estos personajes de la tele, por cuanto ocupan cargos y ejercen funciones que les obligarían a ser modelos de corrección, son los desafueros verbales que encontramos en esos otros
que elegimos para que nos dirijan y representen en las esferas de gobierno. En el plano político, sean estos del color que sean -y con muy contadas excepciones-, no parece existir otra opción que la del
insulto, los vilipendios, el menosprecio y el desdén, llegando, incluso -en vana pretensión de jactancia y ufanía-, a regalarnos parrafadas donde los adjetivos cobran valor de ofensas, injurias y hasta
calumnias. No creo que ignoren, muy principalmente los que ostentan tratamiento de Excelencia o Señoría y bastón y mando en plaza, que esta ignominiosa y vergonzante actitud es, junto con la demostrada
carencia de capacidad para la gestión, falta de ideas y de firmeza en sus proyectos, lo que condiciona al pueblo para que exista el actual desafecto por toda la clase política.
Entiendo que, dadas las circunstancias en que se desarrolla la vida política, tanto del ejecutivo como de los diversos partidos, en algún momento pueda surgir una acusación por errores cometidos o
promesas dejadas de cumplir. Pero, una persona inteligente no daría esas respuestas tan demostradoras del escaso magín del dicente: "Y tú, más...", o "Y yo en los tuyos...", ni descalificaría al contrario
con acusaciones tan manidas, vituperantes, inargumentables y faltas de intelecto y respeto como: "Es usted un cobarde...", o "Usted ha sido siempre de los que tira la piedra y esconde la mano..." (por
cierto, oídas hace pocos días en boca de un alto cargo de nuestro Ejecutivo). Hacer esto es combatirlo con sus propias armas, pretender ganarle con bastonazos, pedradas, patadas y bocados por donde pille.
Y eso no son formas para un señor. Deje la garrota en casa, sáquese las piedras de los bolsillos, olvide las botas de clavos, trate de esconder los colmillos como buenamente pueda y dígale sin perder la
sonrisa: "Es usted una persona excelente, Sr. Rajoy...", "No me cabe la menor duda de que sería usted un magnífico Presidente para nuestro país... Pero, ahora, en tanto llega ese momento, y seguro de que
usted así lo entiende y aprueba, permíteme que sugiera que no debemos perder nuestro tiempo en discusiones que no conducen a nada y proseguir en esta noble tarea común de continuar trabajando para
conseguir una España más grande." Y el boquiabierto interfecto no sabrá qué responderle, no tendrá armas ni argumentos de ningún tipo para rebatirle, no tendrá palabras para intentar otra cosa que
decirle: "Mu... muchas gracias, señor Pepiño... Y disculpe si le dije lo de... lo de... lo de... bueno, lo que quise decir es que... que... eso, que parece que está cambiando el tiempo, ¿verdad...? "
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