La calle es de la ciudadanía, no de los poderes. Al fin y al cabo, el poder es como una manzana: sí aparece una podrida, o se deshace uno de ella o acaba pudriendo toda la cesta. En consecuencia, aplaudo
la acción ciudadana que está dispuesta a que el poder detenga al absoluto poder, que corrompe absolutamente. Dejémosle a esta ciudadanía, empeñada en dejarse oír y apiñada por hacer causa común, que tome
de manera pacífica y responsable los caminos y las plazas. Hablen alto y claro, les prestamos atención. Cada día son más, somos más, los que sentimos el mensaje como propio. El problema de nuestro tiempo
es que nos estamos cargando el futuro y, el futuro, es de los ciudadanos, no de los poderosos que nos torturan y nos encadenan.
Ciertamente, todos tenemos el derecho a participar en los designios del mundo. Que cada cual, desde su propio hábitat, pueda alzar su voz y ser oído. Es lo humanamente correcto. La lucha armada ya no
procede en ninguna revolución y mucho menos en una sociedad en continua evolución. No hay otra salida para optimizar el bienestar de la especie que escucharnos unos a otros. Estimo que es un deber la
escucha si queremos avanzar. Bravo, pues, por esa resistencia ciudadana que quita todos los miedos por muy grande que sea la amenaza. Bravo por esos manifestantes que luchan por una democracia real. Bravo
por ese aluvión de inteligentes protestas, que ponen en entredicho injustas leyes, desenmascarando trampas y mentiras alrededor de los poderes. Bravo, mil veces bravo, por batallar con la palabra y por
combatir las injusticias desde la entrega generosa.
Está bien que la ciudadanía aísle a los violentos. Con la violencia se pierde toda la razón y nunca llegaremos a nada, si acaso se llega a la destrucción de la familia humana, cuya pertenencia otorga a
cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y obligaciones, dado que los seres humanos estamos unidos por un mismo origen y por un destino común. Ante tantos dramas que
afligen los espacios de la vida, los ciudadanos no pueden, ni deben, quedarse con los brazos cruzados. El cambio lo tiene que propiciar la ciudadanía con paciencia y tiempo, tenacidad y sabiduría.
Multitud de esclavos en el mundo esperan de una mano ciudadana que les salve. Una desbordante masa de personas discriminadas también confían en esa mano ciudadana salvadora. Un gentío de personas
desesperadas, sumidas en la indignación, van al encuentro del ciudadano, que es el único que puede preguntarse por su vida y cambiarla. En los próximos tiempos, o se reparten los panes, es decir, los
bienes, o se volverá insostenible la convivencia. Serán los ciudadanos los que tienen que crear esa conciencia colectiva de generosidad, sobre todo para ayudar a encontrar soluciones a tantos vicios
sembrados por poderes indignos, que han tomado por bandera la corrupción y el enriquecimiento ilícito.
Cuando el poder no lleva implícito ningún deber y es ilimitado, todo lo que toca lo aplasta, incluida la vida humana. Y así, por mucho que se hable de la igualdad, no pueda haberla mientras unas
sociedades opriman a las otras. A la realidad me remito: en el mundo sigue habiendo personas tan opulentas que pueden comprar vidas humanas como quien compra una mercancía más y, también, hay pobres tan
desesperados que no tienen otra opción de supervivencia que venderse. El verídico testimonio de la modelo Yovanna Guzmán, publicado en el libro "La reina y el narco", es una clara prueba de esa
compraventa, como si la vida se resolviese con riqueza. La plata todo lo esclaviza. Uno piensa que el dinero lo hace todo y termina haciendo todo por dinero. A propósito, escribe la más deseada mujer de
pasarela, que sintió el cielo, pero también el infierno, con su manera de entregarse al capo. En cualquier caso, ¿habrá algo más ruin que sentirse un trofeo de alguien?. Poderoso caballero es don dinero,
nos recuerda hoy como ayer el refranero popular, que tanto nos reflejamos en él. Por desgracia para todos nosotros, aún estimamos más la posición de las gentes que a la gente por lo que representa de
ciudadanía, dándole más valor al patrimonio monetario que al patrimonio humano.
Desde luego, tenemos que pensar mucho más en ese patrimonio humanístico y protegerlo aún con más tesón ciudadano, porque estamos viendo amenazado al ser humano continua y persistentemente. La ciudadanía,
de este mundo mundializado, tiene que seguir cultivando el parlamento, compartiendo voces, viviendo un lenguaje que a todos nos interesa, el de la persona que pueda ser plenamente él mismo, y al que se le
considere, no por su caudal económico, sino por sus andanzas humanitarias de conciencia crítica y de autocrítica personal. Hay que renunciar a esas falsas superioridades, a esos poderes corrompidos, a
esas conductas que son una mentira incesante, a esos silencios que callan y otorgan complicidad con lo inhumano, obviando cualquier posibilidad de diálogo. Ha llegado, en consecuencia, la hora de la
ciudadanía. Ahora bien, debe estar dispuesta a expresarse desde el respeto por el semejante, aunque piense distinto, mediante un comportamiento tolerante. Las acciones ejemplarizantes son las que mejor
reconstruyen el ser interior de cada persona. No es entonces redundante recordar que es en la familia donde mejor se cultiva el respeto por el otro. Quienes están contra la familia no saben el daño que
hacen al mundo, porque son muchos los valores que deshacen y nada lo que cimientan. Una familia, sin duda, vale por mil maestros.
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