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    Añoranza

    por Marta Díaz Petenatti


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No podía creer que lo encontrara sentado a la vuelta de la esquina, no entendía cuando lo vio si era él, o en realidad su corazón le jugaba una mala pasada. Pero reaccionó, sin lugar a dudas que sí era.

Tenía la mirada más cansina, pero el mismo aroma a cardales que desplegaba su piel cuando otrora caminaba a su lado.

Y el mundo implosionó. Comenzaron a sonar las campanas de la vida y en su burbujeante murmullo tañeron por el hombre que había sido.

No hizo caso a toda esa vorágine que se fue transformando lentamente hasta llegar a ser el cemento que te deja fija al asiento sin permitirte expresar el sentimiento que corre dentro de uno como rayo, pero al que indefectiblemente debes sujetarlo justo cuando está por salir a que lo vean.

Porque es indecoroso que se sepa, nadie debe intuir siquiera que uno tuvo un pasado ya pisado, pero que volvió cuando dobló aquella esquina y lo encontró.

Las miradas lentamente se reconocieron , se recordaron , se sonrojaron , y supieron sin decirlo, sin contarlo, sólo entre rejas, que aquello que aunque aún sigue preso, tiene alas de libres albedríos, de cielos recorridos, de magia de encuentros y desdichas. Tiene fuerza, valor, hipocresía, pero que ahí está, impoluto e intacto, aunque haya ignorado que estuviera sentado a la vuelta de la esquina.

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