Hace algunos días visité las ruinas de la gran Acrópolis de Atenas. Lamentablemente, no tuve la oportunidad de acceder al Partenón, al templo de Atenas y al Erecteión. Grecia, en el momento en el que
escribo este artículo, se encuentra sumida en una crisis que la tiene entre la utopía y la historia. Un paro general me impidió ver de cerca su filosofía ya perdida y pisoteada por los años. Sólo pude
entrar a la parte más baja, en el ágora, y ver desde allí cómo aquellos monstruos históricos se levantan con inigualable belleza y testarudez.
Mi viaje comenzó allí, en ese lugar que a orillas del Egeo, un mar azul y mareado por los vientos que aún dan susurros de antiguas guerras, rescata de sus refugios más íntimos lo que quede de pasadas
glorias. La reverencia empieza en la Acrópolis y se diluye entre algunas calles que guardan con recelo y con una especie de esperanza lo que les ha murmurado su historia durante tantos siglos. Frente a la
cima del Partenón se encuentra emplazado el nuevo museo de la Acrópolis, abierto en 2009. Allí la historia es rescatada con uñas, dientes y mucha imaginación. Todo trocito de piedra, de pintura, de
grabado, de escultura que ande dando vueltas, termina allí y se reconstruye, se reanima, se lo pone en el mercado de generar mitologías y fascinantes historias. Muchas de las reliquias griegas fueron a
parar -con una siniestra y cuestionable voracidad- a Londres, y en su lugar, en Atenas, no quedan más que reconstrucciones de lo que Inglaterra se ha llevado a sus museos.
Mientras caminaba por los largos y amplios pasillos del museo de la Acrópolis -siempre pensando en las piezas que faltan, en la historia que por regla tiene tantas bifurcaciones divinas y, sobre todo, en
los hombres y en el tan cercano mar Egeo- recordé una frase de un cuento de Borges que dice "la guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre". Imaginé, de repente, cientos de
hombres sobre aquel mar, sobre ese azul oscuro inconfundible, yendo a las guerras, a los saqueos y a las conquistas que dejaron, por ejemplo, al Partenón en mil pedazos y le fueron quitando, a lo largo
del tiempo, sus rasgos más portentosos. Pensé en esos hombres reflejados en sus espadas para luego perder aquella imagen bajo la sangre del enemigo; hombres sudorosos, luchando con el dios de los mares o
perdidos bajo soles o nubes adivinas (otra frase del mismo cuento de Borges -que encuentro ahora al releerlo- es "el mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir"). Toda la historia estaba allí
frente a mis ojos, o acaso eso que alguien una vez dijo que es la historia: un puñado de momentos lúcidos, iluminados, unas cuantas imágenes despedazadas. Lo importante sucede en pocos segundos y todo lo
demás es su proyección, cuando andamos a tientas, desperdiciándonos. Momentos lúcidos rescatados de los escombros. Proyectados una y otra vez para que el visitante obtenga la sensación de eternidad y
grandeza imperecedera. Un rescate de los orígenes con miles de espejos invisibles sobre los que las hazañas y las euforias pasadas se reproducen ad infinitum.
Rondaba en mí un pensamiento: la esencia humana, en realidad, se genera y se expande en un pequeño rincón de existencia. No más allá de una pequeñez que a nosotros nos parece grande, colosal, un poco
pantagruélica a la vez y un poco desordenada. Al observar todo lo que el museo y la Acrópolis me ofrecían pensé: es tanta la necesidad de ídolos, de pasado que vuelve eternamente y de creencia en nuestra
especie que, como cosa inevitable, la historia de los hombres parece ser un continuo reflejo de ese diminuto rincón asignado a nuestra existencia. En él colocamos los espejos que necesitamos y dejamos que
los pocos segundos que duran los momentos lúcidos se proyecten para convertirnos en algo más de lo que en verdad somos.
Sin embargo, no deja de haber grandeza en nuestros ademanes. Hay validez y profundidad en eso que queremos ser y que vaya a saber si hemos sido o acaso somos o seremos. Pero también hay mitificación y
redundancia. Estando frente a las magníficas imágenes de aquel pasado griego (y recordando maravillas semejantes de muchas otras civilizaciones), entendí por qué existen grupos de personas que creen que
todo es un complot, un juego perverso de algunos pocos para generar estampitas. De repente en nuestro humano rincón, esos tímidos e inocentes espejos que revelan mentiras y verdades, agigantan; o tienen
siluetas incongruentes que deforman la realidad en un sueño, o peor, en utopías.
Era ineludible, por otro lado, que estando en aquella Atenas moderna, en la que por todos los rincones pilas y pilas de basura se amontonaban como parte de las quejas, o personas sin casas se sentaban en
las esquinas con sus manos hacia el cielo (y sin saberlo invocaban los dones de las nubes pitonisas), pensara en todas estas cuestiones. ¿Cómo cotejar el presente de aquel rincón ático con el pasado de
sus profundas filosofías? Hasta que me di cuenta de que me estaba dejando llevar por los espejos: yo también agigantaba la historia. ¿Acaso las crisis y la pobreza no eran cruentas y profundas en aquellas
épocas remotas de guerra y de sangre? La pobreza es siempre igual. La injusticia en los hombres siempre se refleja de la misma manera. Sólo una cuestión meramente literaria haría falsas distinciones. Pero
sobre los desperdicios humanos, desperdigados por las calles, olvidados por el basurero que enojado y miserable no cumple sus horas, una última cuestión: el andar a tientas, desperdiciándonos; la macabra
sensación de que la humanidad, desde ese rincón fantástico, se expande en múltiples direcciones y se olvida, en esa eterna reconstrucción de ídolos que curen (y a veces escondan) los desperdicios de los
hombres, esté, lenta y fatalmente, olvidando su espíritu; ese dios que, como el mar, posee.
Quizá ya todo ha sido escrito y, como dijo un Rey en ese cuento de Borges, a las nubes sólo les quede adivinar el futuro. Y tal vez nosotros tengamos que seguir escondiéndonos bajo el ala memorable de la
historia; o aglomerándonos en nuestro pequeño refugio espejado, esperando los segundos luminosos, anhelando que en ellos se encuentre el futuro, y no en nubes que desde lo alto, como mártires del tiempo y
de las horas, deban aceptar la tarea de cantar utopías o predecir catástrofes.
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