Dicen los viejos del pueblo que ella nunca duerme, que pasa las
horas un poco acá, un poco más allá. Dicen que sus ojos son tan
poderosos que pueden ver tanto de día, como de noche lo que
ocurre en el norte o en el sur. Que no la mojan las lluvias ni
la oscurece la noche. Igualito que sus hermanas, aunque algunos
juran que en algún tiempo todas ellas, eran una.
Dicen que eso fue hasta que manos intransigentes comenzaron a
trazar barreras y a imponer límites a tanto amor y similitud que
hacia daño a quienes tenían por corazón un clavo encarnado,
donde el óxido corroyó hasta el esqueleto de lo anecdótico.
Fue entonces, cuando cada una tuvo, forzadamente, un espacio a
muchos kilómetros de las otras. Con lo que no pudieron fue con
la fuerza del amor que era como un cordón umbilical que las unía
a pesar de las barreras y del odio.
Una mañana resplandeciente, el pueblo se vistió de fiesta. En
cada casa comenzaría la novena y la jaculatorias en honor a la
Purísima, Patrona del lugar. Las mujeres cortaban,
delicadamente, ramas de madroño en flor para adornar los
altares. Con verdadera unción ubicaban cada ramita en los
cuencos artesanales que rodeaban la imagen venerada. Todas
querían dejar su ofrenda, ese tributo místico que nacía en lo
más ondo de los corazones suplicantes y agradecidos.
El aroma a incienso impregnaba el lugar extendiéndose hacia los
alrededores, dando un marco de sacralizad a la zona donde se
ultimaban los detalles para la celebración religiosa.
Contemplando los preparativos, rondaba por allí esa mujer tan
hermosa como sus hermanas, las que hablan el mismo idioma y se
comunican a través del trino de las aves, de la explosión de
color de las flores, del verde de la hierba y del ronroneo del
mar acariciando las arenas de las costas.
Por esas cosas tal vez sin explicación que producen las imágenes
conmemorativas, capaces de sacudir como a una alfombra los
baúles de recuerdos atesorados en la sangre, desde la noche
anterior, ella evocaba la memoria de uno de sus hijos.
Los amaba a todos por igual, fueran hembras o varones, pero hubo
uno especial que quedó tatuado para siempre con la terquedad que
se instala en el alma de una madre dolida. A la vez que el
recuerdo entretejía las hebras de un ayer lejano, con el
presente, la nostalgia comenzó a dibujar surcos de dolor
instalándolos en sus mejillas morenas.
Era de contextura pequeña, pero dueña de una esencia capaz de
cobijar congojas y alegrías en el mismo momento, respetando cada
cuevita donde se alojaran.
A lo lejos sonaban las campanas, la Purísima sería honrada con
oraciones y ruegos, con el canto emanado de las boquitas
tempranas que recibirían como incentivo a la devoción, confites
y gofio. Era la hora del Ángelus que terminaría nueve días
después cuando las plegarias comenzaran a guardarse para el año
siguiente. Más allá del misticismo que conlleva la advocación
mariana, la mujer sabía que por lo menos, durante esos nueve
días nada separaría a sus hijos, las diferencias se alejaban por
“la gritería” que nacía en todas las almas y la brisa las
desparramaba hasta las bocas abiertas de los volcanes dormidos.
-¿Quién causa tanta alegría?
-¡La concepción de María!
La Patrona del lugar, la que cumplía cada pedido, menos algunos,
como siempre pasa.
Entre pan de elote, confites, dulces, frutas, velas y banderas,
lucecitas incandescentes para iluminar el viaje eterno, sin
regreso, de los mártires caídos y los que partían por otras
circunstancias, el pueblo celebraba y la fe agitaba las
conciencias hasta que las matracas y las flautas de bambú
entonaran su melodía programada en vísperas del noveno día.
La bellísima mujer de ojos aindiados vestía túnica blanca con
una faja que sostenía los pliegues que parecían de espuma. Era
muy parecida a la de sus hermanas, porque fue creada bajo el
concepto maravilloso de unidad entre todas ellas cuando aún no
había barreras dando permiso de tránsito sólo a las alimañas.
Esa faja constaba de dos franjas azules conteniendo a una
tercera, blanca. En el centro también la historia dejó su
simbología, ya que allí se destacaba un triángulo de oro. Más
abajo, quedó estampada la topografía del lugar mostrando cinco
volcanes verde amarillentos unificados entre los azules que
representaban los dos mares que rodeaban el lugar. Un gorro
frigio era el ideograma de la libertad, rojo brillante como la
sangre que corre por las venas dando vida. Iluminaban la escena
bordada, rayos de luz blancos nacidos en el centro del
triángulo.
La sublime obra de arte que perduró en el tiempo, como si
hubiese sido poca su belleza, atrapó también a un arco iris de
siete franjas nacido desde las montañas hasta cobijarse en el
gorro, donde descansaba su sueño de paz para la mujer y sus
hermanas. Letras de oro remataban la belleza, con una frase que
al igual que el borde del triángulo, pretendió representar las
riquezas minerales del país.
Riquezas sobre las cuales reptó Chiquita-bra. Sobre las cuales
también dejó sus huevos pintados de odio que tomaron cuerpo y
vida, o mejor dicho, que tomaron muerte, porque la osamenta de
las bestias está formada por hojas de muerte osificadas,
artrósicas, anquilosadas. Chiquita, pese a ser reptil tenía
huesos, claro, expropiados a los trabajadores que deglutía luego
de embalar los cajones de bananos que irían a parar al centro de
la estatua de acero, cobre y concreto.
La mujer trenzó sus larguísimos y renegridos cabellos colocando
esa trenza azabache sobre la redondez de su hombro izquierdo.
Sosteniendo el entrelazado, una flor de sacuanjoche desenrollaba
su color blanco hueso, cuyo centro parecía un corazón amarillo.
Un guardabarranco fue el que la entretejió en la trenza con la
devoción con que un hijo acaricia la cabeza de su madre,
mientras trinaba suavecito en el oído de esa hermosa mujer que
esa mañana apareció tan triste por el recuerdo de ese hijo
ausente, arrebatado de su lado traicioneramente por cometer el
“delito” de pretender cubrir de libertad la falda de su madre y
los cuerpos extenuados de sus hermanas y hermanos.
El guardabarranco sabía que la ausencia de ese hijo era brasa
encendida en el corazón de la mujer. Sabía también que ese hijo
conoció las vísceras de Chiquita, una por una. Sabía que el
reptil no aceptaba que una sola persona, cargada de tanto amor,
fuera capaz de interrumpir su paso.
Dicen los viejos del lugar, porque en todos lados los ancianos
siempre guardan arcones repletos de recuerdos ambarinos y los
van transmitiendo a quienes quieran oírlos; que ese hijo conoció
a las hermanas de su madre, las que abrieron sus brazos para
recibirlo cuando la miseria lo expulsó hacia donde ellas
estaban.
Y dicen que en todos lados encontró huevos y pudo ver sus
interiores aún antes que los cascarones estallen. Dicen, además,
que hay gente capaz de ver lo que no está a la vista y eso
molesta tanto a las bestias y por eso van cavando sus propias
tumbas en cada trajinar de sus talones heroico sobre las
esquirlas de la abominación.
Dicen que mueren un poco en cada palabra lanzada al viento con
fuerza de reproducción poniendo en riesgo el futuro convocado
por esas vidas que repugan aún antes de infectar al sol y antes
de apresurar las tinieblas.
Seguía el repique de campanas, seguía la procesión de hombres,
mujeres y niños su marcha hacia la parroquia. La mujer hermosa
veía en ellos a ese hijo que no dejó de odiar la injusticia por
más que llegara con la fuerza acorazada empujada desde las
paredes de acero, cobre y concreto, donde se guarecía el cerebro
acariciado por esa otra mujer hermosa que nunca quiso entenderse
con sus hermanas.
Recordaba, la mujer hermosa de rasgos aindiados, que aquella fue
la causante de la muerte de sus hijos e hijas, de su pueblo y de
su historia.
La que envió hordas de carne mercenaria para arrancar el esbozo
de sonrisas que iluminaban los rostros en una etapa de tanto
esplendor como el rostro de la Purísima, en esa mañana de
celebración y madroños.
El guardabarranco observaba desde el hombro de la mujer, la
escena de devoción que se vivía en el pueblito. Su trino parecía
querer acompañar el tañido de las campanas que llamaban a misa.
El recuerdo seguía torturando a la mujer, seguía pensando en su
hijo, imaginándolo nuevamente a su lado. Veía al pueblo feliz,
sabía que ya no había niños que no supieran leer, que ya no
padecían el hambre que padecieran tiempo atrás. Sintió que la
sombra de su hijo iluminaba el lugar, a la vez que su luz
limpiaba la sangre
derramada de las arterias nobles de sus hermanos, tanto los que
siguieron su conciencia como los otros, los que se convirtieron
en esbirros siendo víctimas también de aquella historia.
Sabía que él dejó sembrada una semilla que logró germinar muchos
años después de su asesinato a traición.
Desde un humilde altar, la Purísima, parecía sonreír como hacía
mucho tiempo no sonreía, era como si hubiera tomado vida su
cuerpo descascarado por los años.
Entre ramitos de sacuanjoche, poincianas, jenjibre azul y
helechos, la tenue luz de las velas parecía danzar con los
acordes de una melodía que regresaba al pueblo y que tal vez
llegara hacia los lugares donde las hermanas de la mujer bella,
seguían esperando.
Desde algún lugar lejano, vuelto a la tierra por la memoria de
su madre, ese hombre vivía sus más de setenta años lejos del
mundo. El había heredado el don de su madre, el de ver a través
del tiempo y de la distancia.
El de permanecer vivo, entre los muertos.
El de sentir cuando los sentidos se asfixian pero se resisten a
morir ahogados.
También cuenta la sabiduría de los ancianos que eso sucede
porque alguna gente no parte para siempre, mucho menos cuando
cargaron moléculas de amor que no aceptaron escapar por los
agujeros sanguinolentos que dejó el plomo, cuando la vida fue
obligada a rendirse ante el poder fáctico, impúdico, de la
muerte.
Los guardabarrancos, alternando su vuelo entre los hombros de la
mujer y los madroños, de pronto volvieron hacia ella con un
chismecito inocente pero grandioso.
Era tal el griterío emitido desde esos piquitos y desde las
raquetas de las colas que torpemente chocaban, que la mujer,
olvidando por un momento su congoja, trató de calmar el alboroto
acariciando cada cabecita enmascarada bajo un turquesa
iridiscente. Las aves, con gracia y desparpajo irrefrenable
lograron hacerla sonreír logrando el despliegue de toda su
hermosura. La almendra de sus ojos se redondeó de pronto cuando
los picos obligaron a apuntar su mirada a la distancia por donde
llegaba una sorpresa.
Ella irrumpió en llanto de alegría –sabemos que el llanto es
cosa dialéctica, experto en realizar contorsiones acrobáticas
que le permiten realizar saltos mortales pasando de túnel de la
congoja a la risa, del amor al odio,
Fue cuando divisó a una bandada de guardabarrancos que se
acercaba hacia donde ella estaba. Imitando a la procesión que
seguía a la Purísima, formaban la comitiva alada tortolitas
colilargas, palomas piquirroja y collareja, chocoyos y loros
multicolores.
Llegaban con la misma unción con que los habitantes del pueblo
honraban a su Patrona, trayendo entre sus picos un sombrero
negro de ala ancha que depositaron respetuosamente ante los pies
descalzos de la mujer.
Era el sombrero usado por su hijo cuando emergió de las entrañas
putrefactas de Chiquita, antes de seguir su recorrido escapando
a la miseria y a la explotación.
La procesión de aves hizo silencio, la brisa sopló suavecito
para que los cabellos rebeldes no entorpecieran la imagen de ese
espectáculo sublime. Ella trató de atajar las lágrimas que
comenzaron a desbordar de sus hermosos ojos, tratando de sortear
la muralla de espesas pestañas arqueadas.
-El ha vuelto con nosotros! Exclamó la mujer emocionada mientras
las aves continuaban su danza interrumpida alrededor del
sombrero.
-¡El VIVE! Gritó también la Purísima desde un altar adornado en
el patio central de la casa de otro hombre que jamás pudo
olvidar la obra trunca de su hermano pues llevaba en la sangre
la herencia de su legado.
-¡EL VIVE! Fue el grito reproducido que llegó hasta la boca de
los volcanes que parecieron abrirse más que en los bostezos.
Las hermanas de la mujer, esperando el milagro de la sinonimia
que parecía renacer en esos lugares, causando la indignación de
la hermana que observaba desde la estatua mientras preparaba las
visas para el viaje inmediato de sus sicarios.
Algunos ya estaban en la casa de la otra hermana, la que tenía
el cabello recogido sobre su nuca, en cuyo centro colocó una
enorme orquídea que picoteaba con ternura una guacamaya.
Esa hermana hacia donde la otra, la descastada, la que habla
diferente, enviara a sus esbirro, tiempo atrás, con la orden de
asesinar a los hijos de la que seguía gritando con la Purísima
con el cortejo de aves multicolores:
-¡EL VIVE!
Abrió sus brazos la mujer del hombre redivivo, para que las aves
y la brisa acompañaran a ese sombrero negro de ala ancha en su
vuelo libre hacia la historia sempiterna que regresaba de
pronto.
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