Los encantadores villancicos de Michael Buble sonaban
incansables por toda la casa. En la familia todos parecían
aborrecer esta música peculiar, pero a mí me parecía que en sus
notas se hallaba la magia de la navidad; de mi navidad, al
menos. Además ya estaba cansada de escuchar el mismo cd de
villancicos (de mi padre) durante 23 años. También decidimos
cambiar el árbol de navidad. De pequeñas, mi hermana y yo
mirábamos el árbol con mucha ilusión con la vista alzada hacia
arriba para ver la estrella fulgurante. Ahora la estrella de la
punta del árbol se quedaba a la altura de nuestra cintura.
El lustroso arco iris que simulaban los espumillones y las bolas
purpúreas que decoraban cada rincón parecía haber inundado la
casa de ilusión y esperanza. El ambiente navideño se respiraba
por cada escondrijo de la casa.
La cena de Nochebuena la celebrábamos en casa; para Nochevieja,
se hacía en casa de mi tía. Así que durante toda la tarde del 24
de diciembre en casa no se hacía otra cosa que preparar la cena
y la mesa al mágico son de la música.
Mi padre se encargaba de poner la mesa y preparar las bebidas y
el turrón, mientras en la cocina mi madre nos encargaba a los
demás ir pelando las gambas para el salpicón, o extraer la carne
del buey de mar para hacer un relleno con huevo duro, aceitunas,
cebolla picadita, palitos de cangrejo, mahonesa y un chorrito de
vino blanco. Por su parte, ella se dedicaba a hacer los
langostinos y las cigalas a la plancha, o el pulpo y la sepia. A
veces también poníamos algunos entrantes (o mariconadas que
decía mi padre) como canapés con mahonesa y palitos de cangrejo
o espárragos envueltos en una loncha de salmón ahumado
recubiertos con crema de Módena. Y como plato fuerte podíamos
preparar el famoso pavo relleno o bien pescado, normalmente
bacalao con salsa de tomate.
Lo cierto es que al tiempo que la emoción embargaba mis
entrañas, los nervios por no fallar a mi madre en la cocina me
hacían temblar.
Mis manos se resbalaban entre las gambas cuando sentí una
cariñosa guantada en mi colleja. Casi en cada viaje que mi padre
hacía entre la cocina y el comedor tenía ese gesto conmigo:
trataba de llamar mi atención, buscaba mi sonrisa o alguna frase
en forma de broma. Es una persona muy risueña que necesita
alegría en su vida. Aunque yo estaba concentrada en la tarea que
me había ordenado mi madre, le oía cantar cuando cortaba el
turrón en perfectos tacos cuadrados, y cuando echaba la cabeza
hacia atrás para mirarle siempre me dedicaba una sonrisa.
Este año no habíamos comprado ni turrón ni mazapanes ni
polvorones, decidimos poner lo que había sobrado de años
anteriores (total, no olía mal, así que no podía estar malo). En
la “bodega”, un mini trastero desbordado de cachivaches donde mi
padre guardaba sus botellas de vino, champán y orujo casero, ya
no quedaba ni vino ni champán. Así que mi madre tuvo la
ocurrente idea de comprar vino espumoso y hacerlo pasar por
champán en la cena, ya lo había hecho antes con otros alimentos
y había dado el pego. Y en vez de poner vino para acompañar la
cena, pensó en poner agua, pero yo propuse que habiendo aún
botellas de orujo en la bodega, ¿por qué no utilizarlas como
agua? La idea no era mala, así no gastaríamos tanta agua del
grifo (que luego nos sorprendemos con la facturita…), pero
evidentemente el problema obvio era el sabor (y hasta su
repugnante y fuerte olor). Esa opción quedó descartada, por
supuesto, pero la idea serviría para algo más adelante.
Cada vez que preguntábamos algo a mi madre sobre la cena su
gesto se tornaba en malhumor. El estrés provoca esas muecas en
su rostro, y es que todo tenía que estar perfectamente listo a
las 10 de la noche, antes de que llegaran los invitados (muy
especiales y exigentes, por cierto).
Las gambas se me resistían, las risas y los cánticos de mi padre
me desconcentraban y el áspero gesto de mi madre nos hacía más
gracia todavía.
Este año las cigalas y los langostinos, el pulpo y la sepia
habían sido sustituidos por un par de pollos de la granja de mi
novio. Las risas crecían en la cocina cuando mi madre metía su
delicada mano derecha por el culo del pollo para meterle el
limón.
Ya sólo faltaba hornear los pollos y dar un último repaso a los
detalles más minuciosos de la casa. Mientras mis padres se
ocupaban de ello yo aproveché para arreglarme antes de que diera
la hora. Me puse unos pantalones negros de vestir con una camisa
blanca, mi tan apreciada corbata negra con finas rayas oblicuas
y blancas y el brillante chaleco negro (todo, a excepción de la
corbata, me quedaba algo ajustado. Había engordado 5 kg en el
último año y no había tenido oportunidad de renovar mi estrecho
vestuario). Era una noche de luz y color, de elegancia y
alegría. Me puse unos pendientes (baratijas del Bijou Brigitte);
había que lucir elegancia para el momento en que los flashes
anegaran el salón.
Sonó el timbre de la puerta. Dos besos por aquí, dos besos por
allá…y cuando fui a cerrar me fijé en el lindo cartelito
decorativo que mi padre había colocado en la puerta, por fuera,
y que decía: “felices fiestas” bajo una lluvia de purpurinas de
diferentes colores. Me sonreí, era el mismo cartelito que
habíamos aprovechado los últimos 23 años, un poco ajado, la
verdad, pero igual de encantador.
Habíamos limpiado la casa a conciencia, todo resplandecía como
nuevo y olía a fragancia de limón, quizás incluso demasiado;
pero, claro, entre el ambientador de limón y el limón del culo
del pollo… parecía que tuviéramos un limonero en casa.
Las miradas de los dichosos invitados recorrían cada recóndito
rincón de la casa con el objetivo de criticar y poner pegas,
pero esta vez sería imposible, lo teníamos todo controlado, o
eso creía yo. Noté que mi tía frenó sus zarpas sospechosamente
en un cuadro que colgaba en la pared del pasillo. De inmediato
me fijé en él y descubrí el blanco perfecto para sus ataques: el
espumillón que bordeaba el marco del cuadro como una hiedra más
que espumillón parecía un hilo blanco con algunas ramitas
brillantes verdes y plateadas. Tenía que haberlo previsto: este
año tampoco habíamos comprado elementos decorativos para la
casa, ni espumillones ni bolas ni nada.
Antes de que mi tía pudiera abrir su boca envenenada y lanzase
dardos contra nuestra más que buena disposición, la arrastré
hasta el comedor sacándole otro tema de conversación, algo que
le atrajera de verdad (le hablé de la cena. A ella le encantaba
comer, en realidad devoraba la comida). A decir verdad, aquella
noche, no sé por qué, yo sospechaba que se quedaría con hambre.
Mientras mi madre seguía en la cocina pendiente de los pollos y
mi padre se paseaba entre la cocina y el comedor para
controlarlo todo, los invitados se acomodaron en el salón,
quitaron mis villancicos de Buble y pusieron la tele, ¡Los
Simpson!
Este año mi hermana no había podido venir por Navidad y era ella
la encargada de infiltrarse entre los invitados, ser una más de
ellos para después darnos un informe detallado de todo lo que
había sucedido mientras nosotros nos ceñíamos cada uno a su rol.
A cada rato mi tía aprovechaba para asaltar la cocina e ir
picando de los entrantes que ya estaban listos, o bien abría la
nevera y se servía ella misma (aunque no creo que encontrara
nada satisfactorio, la nevera estaba medio vacía).
Por fin los pollos ya estaban listos y pudimos sentarnos todos y
disfrutar de una “agradable” cena. Sobre la mesa descansaban una
ensaladera con el salpicón y tres platos con el relleno de buey
de mar y los espárragos con salmón ahumado y Módena. Dos de
ellos estaban medio vacíos porque alguien les había echado el
diente antes de tiempo… Tres botellas de agua presidían la mesa
y aunque todos las miraban con inquietud y asombro, quizá
esperando beber vino en la cena, nadie se atrevió a protestar.
Únicamente mi tía maulló que su agua olía demasiado fuerte y
preguntó si era agua comprada o de grifo, pero se la bebió sin
rechistar. Después fue a vomitar al baño… y al volver me miró y
al verme sonreír tímidamente su mirada se tornó en rabia u odio,
no sabría decir y arañó mi rebeldía. Miré a mis padres y ambos
me sonreían también. En ese momento me vine arriba, me levanté,
apagué la tele y volví a poner mis villancicos de Michael Buble.
Entonces todas las miradas se dirigieron a mí sin piedad y yo no
podía parar de sonreír. Para acabar con la tensión que se
respiraba llevé ya a la mesa los pollos y sorprendí a todos
entregándoles un matasuegras y un gorro de Papá Noel. Así calmé
sus ansias de matarme.
Enseguida devoraron la comida. Mi tía arañaba los platos con la
maestría de una obesa ansiosa e insaciable. Yo pensé que como a
mí, a todos les haría especial ilusión la aparición del turrón y
los polvorones y mazapanes, así que, entre baile y baile, llevé
la dulce fuente al comedor. Todos se abalanzaron sobre el
recipiente como hienas, pero al dar el primer bocado el gesto de
sus caras felinas se tornó mucho más comedido y asqueado. Mi tía
soltó su cuadradito de turrón duro (más que duro, en realidad…)
y, moviendo el rabo y casi bufando, quiso crear un ambiente
agradable diciendo que ese año ellos no habían mandado postales
navideñas a nadie (a familiares de otras ciudades que no podían
estar con nosotros esos días) por aquello de que con la crisis
le salía más barato y cómodo hacerlo por internet. Entonces una
explosión de risa salió de mi boca, no pude evitarlo, lo juro,
no pude. Mi tía siempre ha sido muy incoherente, pero aquel día
lo demostró con creces.
La Nochebuena en casa de los Maullins fue bastante tranquila y
divertida, la verdad.
