“Lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro
tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño”, así dice
Ricardo Piglia, y así pensé al leer el cuento
La autopista del
sur de Julio Cortázar.
En una autopista hacia París, el escritor trama el maravilloso
absurdo que nace de un embotellamiento que dura días y que
mantiene a los automovilistas dentro de un mundillo particular,
el cual se hace creíble (porque los hechos son narrados con una
naturalidad precisa) y a la vez totalmente absurdo e imposible.
La narración comienza con el planteo de ese atasco en plena ruta
rodeada de campo. La espera tediosa, el calor (que a medida que
avance el cuento se transformará en un frío insoportable), el
inevitable intercambio entre los conductores (a quienes sólo se
los conoce por el nombre de los autos que manejan), la ansiedad
de saber qué pasó para que se produjera semejante
embotellamiento, el cual no parece tener fin a medida que pasan
las horas y se vuelca la noche (sólo se avanza a paso de
hombre)...todo se delinea lentamente y conforma, con decidida
cadencia, un mundo que surge en ese aquí y ahora casi
intolerable. Llama la atención la facilidad con la que los
automovilistas aceptan su nueva realidad: hacia las tres de la
madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y
hasta el amanecer la columna no se movió, pero no sorprende
luego ser testigos de qué forma se recrea una mini sociedad con
sus normas y sus grupos, en la que se arman células desde las
que se toman decisiones respecto a cuestiones de abastecimiento,
las cuales resultan urgentes.
Si bien los personajes no son explorados en profundidad, y
muchas de sus actitudes más humanas son sugeridas en pinceladas
que se hacen recurrentes o crecen a la par de la trama, uno
termina conociéndolos por sugerir estereotipos. Están los
enamorados, los ancianos, los religiosos, hay un soldado, otros
totalmente ajenos a las células, que no quieren participar,
desertores, suicidas, un médico y líderes. Todos van aceptando
lentamente la nueva realidad de la ruta, en la que estarán días
y establecerán relaciones domésticas que llegarán a darle más
sustancia a ese mundillo aparte, paralelo al que puede existir
en cualquier otra parte.
Cortázar presenta la magia de plantear un mundo muy cercano al
nuestro, casi el mismo, pero con sus propias reglas y patrones.
La lectura hace a ese mundo algo posible, algo que existe, en
otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un
sueño pero que al dejar de ser leído se evapora, como acaso
plantea el pensamiento de Berkeley. Las causas del
embotellamiento (al principio sugeridas con coloraciones falsas,
producto del caos que genera ansiedad y la necesidad de hacer de
ella algo contagioso cual epidemia) dejan de ser importantes y
ahora cada paso está marcado por el devenir de los días dentro
de ese mundo que vive y muere entre los autos. Las relaciones se
afinan pero no toman mayor importancia. El lector se ve envuelto
totalmente en las vicisitudes de los automovilistas a la hora de
dormir, ir al baño, tener problemas de salud e incluso cuando a
uno de ellos le toca morir. En la noche los grupos ingresaban en
otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se abrían
silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta
aterida; nadie miraba a los demás, los ojos estaban tan ciegos
como la sombra misma. Y esa ceguera, esa forma individual de
expandirse en un mundo en el que se intenta sobrevivir,
sobrellevar las circunstancias terribles de no saber qué tendrá
reservado el mañana, se esconde no sólo en la noche del cuento
sino en toda su trama, y será lo que en última instancia
quebrará el sentido de conjunto para dejar pequeñas piezas
solitarias y ajenas.
El mundo que confeccionan los personajes parece de lo más
organizado dentro del caos de estar en una ruta sin comida y sin
posibilidad de higienizarse, pero guarda una oscuridad que lo
hace endeble, que lo condena a morir con el devenir de las horas
hasta esfumarse en la nada. (…) entonces oyeron la conmoción,
algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que
despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas.
Cuando el embotellamiento da signos de llegar a su fin, los
personajes, con cierta pesadez, con un marcado letargo, se
preparan a salir de un mundo para ingresar en otro, y así sucede
con el lector, quien es llamado a dejarse llevar por el embudo
hacia un final esperado pero no por eso menos traumático. El
mundo de la ruta se descompone, el grupo con su domesticidad se
expande en columnas de distintas velocidades y los
automovilistas se pierden unos a otros. No se puede hacer otra
cosa más que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a
la velocidad de los autos, algo así como lo que harán los
personajes con la vida en esa otra sociedad del mundo, la que
nos parece más real, más cercana aún, esa otra en la que el
lector también está inmerso una vez que deje de leer el cuento.
Y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que
crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto
apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos
donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba
fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante. Y el
final agrio que termina de sellar la muerte de ese mundo
precario confeccionado en días, alimentado al principio por
esperanza y luego por resignación hasta llegar a la costumbre y
dar paso, finalmente, a un cambio; el cambio que hará que se
salga de la literatura y se entre a lo verdaderamente conocido,
tangible, cercano, la sociedad que espera a los personajes y a
sus lectores para obligarlos a mirar fijamente hacia adelante,
exclusivamente hacia adelante.
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