La vida tiene mil y una cosas que brindarnos, unas buenas, otras
no tanto y unas terceras francamente abominables a cuya cabeza
se ubica la muerte, como así las diversas formas de sufrimiento.
Una es, que sepamos, inevitable, la extinción de todo organismo
vivo, llamada muerte.
Ahora bien, cuando de apresurar su llegada se trata, se llama
suicidio.
Hay quienes piensan que vivir es esperar la muerte. No. Vivir es
vivir. Todo esto es bien conocido, la vida existe para dejar de
existir, la vida existe para la muerte. Y en esa contradicción
estamos atrapados. Ir más allá significa apostar a la
inmortalidad, que la medicina o los dioses nos llevarán a ella,
y que ella será buena.
Se me ocurre que el suicida
necesariamente es una personalidad pesimista, es decir, que
concluye así: Lo peor está por venir. Y piensa en la bomba
atómica o en el fascismo resucitado como fundamentalismo o neonazismo. En fin, los que creemos en el futuro, que lo mejor
está por venir, apostamos a la evolución. Todo cambiará y en
lugar de las bombas me comeré un helado de fresa.
El suicida ve desplegarse ante sí un mundo de novedades. Y las
preguntas surgen. ¿Vale la pena quedarse a esperarlo? ¿O mejor
acabar con todo de una vez?
Yo me quedaré por lo menos hasta
terminar mi helado de fresa.
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