Saber que
las cosas son y no son al mismo tiempo: eso es lo que pone de
manifiesto el sentido del mundo. Una cosa cualquiera, pero
también su imagen pintada, aunque parezcan fijas y en reposo son
a pesar de esa firmeza aparente, el teatro discreto donde se
representa a cada instante una escena vertiginosa.
Juan José Saer en “Lo visible” del libro Lugar.
Carlos Fuentes tiene la delicadeza de advertirnos en el primer
párrafo de “La muñeca reina” acerca del derrotero tenebroso y
tétrico que nos prepara más adelante. Estaba acomodando, después
de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en
sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas,
no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las
hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas
abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea,
evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos
primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de
la primera función de ballet a la que somos conducidos. A partir
de esa descripción en donde todo parece pérdida, en donde todo
se hace desilusión y quiebre temporal, lo que vendrá es un juego
de tira y afloje entre el pasado y el presente. Será la lucha
interna de un hombre que busca en la realidad a la Amilamia
llena de flores; la niña dulce e inocente que en su acrobática y
expansiva manera de existir, confeccionó un pasado al que,
ahora, por mera acción de la contingencia, él siente que debe
volver. Porque ese pasado guarda lo mágico, es decir, la
profundidad que le da a las cosas el hecho de generar fábulas
domésticas en el día a día del recuerdo. Amilamia viéndome leer,
detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde,
inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó
qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes
nacidas de las páginas. Y al volver al pasado, vuelve a la
necesidad bestial de endiosar a su amiga (¿Por qué iba a
adivinar, como una especie de pitonisa, de ser bellamente
literario, lo que él leía? ¿Por qué no simplemente creer que a
una niña de 7 años poco le importaba?). Lentamente retorna a la
imposibilidad de recordarla tal cual era, batallando con el
pasado y el presente que se mezclan en el cuento con una
destreza que si bien no deja de ser brillante, por la trama se
nos hace terrible. Él, debidamente diplomado, con una vida chata
que lo fuerza a la voluptuosidad escapista del recuerdo, no se
encuentra mucho mejor que aquella niña que en otro tiempo fue
una luz en las sombras para luego terminar ella misma, a sus 22
años, perversamente ensombrecida. Y luego...ir al barrio,
buscarla entre la gente, o más bien, buscar la imagen detenida
en el tiempo, me detengo un instante a verlos, con la sensación,
también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría
Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados,
colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus
extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de
pétalos blancos.
Entonces todo el cuento se configura desde una gran mezcla
temporal. El tiempo no va y viene de un punto a otro sino que
parece estar todo junto. El pasado como parte del presente y el
presente como parte del pasado. Es como si de alguna manera se
nos dijese que nada está realmente fijo sino que la fijeza
aparente es un movimiento continuo. Y detrás de las horas, de
los minutos, de los días, pervive la aceleración de ese
movimiento que da vida y muerte a las cosas. El narrador cae en
un remolino hacia la desilusión, hacia el asco y la pérdida.
Todo en el cuento se mueve; cada cosa, detrás de una aparente
quietud, desempolva la necesidad irreal de dejar todo fijo. Por
eso incluso en el final, en el que se nos lleva nuevamente a los
libros, al polvo de oro y a la escama grisácea que los años
generan, uno tiene la sensación de que no hubo un viaje a ningún
lado, de que nadie nos llevó hacia sus recuerdos, sino que
siempre estuvimos en ellos, conviviendo con un presente que,
desde el principio, intuimos aterrador.
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