El ser humano más extraordinario que conocí, queridos lectores,
en todas las aventuras de mi juventud, fue el dandy inglés Henry
Teal.
Sí, aún quedan algunos dandys como los de antes, la mayoría de
factura inglesa. El Henry Teal que traté vivía ya apartado de
todo en su casita de Marbella, no en Puerto Banús, sino en el
casco antiguo de la Marbella castiza, el barrio de pescadores,
con casitas blancas de dos ventanas y un balcón con macetas, que
tienen más encanto que todos los yates y mansiones chillonas del
mundanal ruido.
Teal vestía siempre camisas de seda y chaqueta cruzada, incluso
en verano. Yo sabía que le gustaban los libros de Oscar Wilde,
así que cuando me invitó a su casa le llevé una edición antigua
de El retrato de Dorian Gray como presente, que busqué por todas
las librerías de viejo de la Costa del Sol.
Henry Teal recibió mi obsequio con cortesía inglesa, diciéndome
contento que no poseía esa edición del Dorian Gray, aunque como
era de esperar conocía esa obra a la perfección, y lo demostró
recitándome de memoria el famoso primer párrafo, que alude a
olorosas flores en un jardín evocador.
El modesto despacho de Teal tenía bastantes libros en las
estanterías y un moderno portátil Apple en la mesa de trabajo,
pero sólo tres cuadros, y dos de ellos eran de Oscar Wilde, su
ídolo literario. En uno de ellos posaba el joven Wilde, atildado
y casi insolente, y en el otro, como contraste, el Wilde próximo
a la muerte, abotagado y con el rostro ya presa de la
desolación.
El joven Oscar Wilde que lo había tenido todo, éxito literario,
fama y riquezas, sufrió cárcel y huyó asqueado de su Inglaterra
en la madurez, para morir en la miseria, solo y enfermo en una
pensión de mala muerte del sur de Francia. Y todo por su amoral
exhibicionismo, su vida licenciosa, su amor efébico, que fue
jugar con fuego en una Inglaterra menos liberal de lo que podría
parecer.
Era curiosamente como si a Oscar Wilde le hubiera ocurrido lo
mismo que al protagonista de su obra, ese retrato de Dorian Gray
que se va deformando con el tiempo por caer en la inmoralidad.
Sólo que en el caso de su autor, fue la vida real quien le
arruinó de manera lenta, dramática e imparable.
Y más llamativo aún, a Henry Teal le estaba sucediendo otro
tanto. Se notaba que había sido un joven guapo y elegante, pero
ahora sus facciones se estaban ajando presa del fracaso y el
dolor, en un rostro melancólico envejecido, canoso el ralo
cabello y ojos hundidos de alguien que ya está casi muerto o
peor que muerto.
Pero ahí se encontraba, con su camisa de seda, su chaqueta
cruzada y sus ademanes de dandi. Me hizo el gesto ante su cara,
extendiendo en forma de “L” los dedos índice y pulgar de la mano
derecha.
- ¿Es usted Lince? – preguntó con acento inglés.
- Así es – le respondí con el mismo saludo.
Observé el tercer retrato que colgaba en la pared tras Henry
Teal, parecía un personaje importante, pero para mí resultaba
desconocido.
- ¿Y quién es ése? – pregunté señalándolo.
Teal suspiró antes de contestar.
- Es Alan Turing, el precursor de la informática.
- Ah, un científico. Creí que usted era un hombre de letras.
El retrato de Turing mostraba a un caballero inglés severo y
normal, de principios de los años cuarenta, con rostro
equilibrado, cabello moreno y chaqueta americana. No se le
notaba a simple vista que fuera un gran sabio.
Como hacía mucho calor, Teal fue a la cercana cocina y me
ofreció un refresco con mucho hielo, que bebí en un santiamén.
La casita del inglés era pequeña pero cómoda. Teal me miró
mientras tragaba su refresco y me dijo:
- ¿Sabía que Turing trabajó para el gobierno inglés durante la
guerra? Era un genio de los códigos matemáticos, y ayudó a
descifrar el Código Enigma de los alemanes. Así sabían dónde
iban a atacar los malditos nazis, de modo que no era un capricho
teórico, ayudó mucho a los aliados a ganar la guerra.
- Curioso – dije, apurando el refresco helado.
- Tras la guerra le acusaron de homosexualidad y le condenaron a
una castración médica humillante. Turing no pudo soportarlo y
poco después se suicidó, comiendo una manzana que había
envenenado con arsénico. Hasta su muerte fue especial– Teal
señaló a su portátil –: ¿Y sabía que el icono de Apple, una
manzana mordida, es un posible homenaje al gran genio
cibernético de Turing, que se suicidó así porque su cuento
favorito era a su vez Blancanieves? Pero mal se lo pagó en vida
el gobierno inglés. Aún no le han rehabilitado para la historia.
- Igualito que Óscar Wilde – dije.
Teal asintió. Estuve a punto de añadir: “E igual que usted,
supongo.” Pero preferí dejarlo estar. Era evidente que él
cargaba con ese fantasma.
- Wilde es mi hombre de letras más admirado – repuso Teal –, y
otro tanto me ocurre con Turing como científico.
Pensé que sus preferencias eran un tanto arbitrarias, movidas
ante todo por sus gustos personales, pero me di cuenta de que la
cuestión era más complicada en cuanto Teal siguió con su sinuoso
discurso.
- Turing era un genio descifrando códigos lógicos, Wilde era un
genio con las palabras. Y yo, en mi modestia, he destilado lo
mejor de ambos para crear mi propio perfume. Le llamo Onomancia.
¿Sabe qué es la Onomancia, señor Lince?
Me encogí de hombros.
- Pues se lo voy a explicar. Ya está próxima mi muerte, así que
no me importa. Además, para eso le he llamado. La Onomancia es
el arte de adivinar por las palabras. Por ejemplo el Quijote,
¿sabe que contiene un montón de códigos ocultos? Vuestro
Cervantes era un zorro, que tuvo que llevar una vida secreta
también. No me refiero sólo a lo que se puede leer entre
líneas en el Quijote, sino a códigos cifrados incluidos en el
texto, conectando palabras e ideas sin aparente relación. Se
trata de combinar los algoritmos lógicos de Turing con las
sentencias ingeniosas de Óscar Wilde.
Supuse que aludía a la supuesta homosexualidad atribuida a
Cervantes en los últimos tiempos, pero no quise escarbar más en
el pozo.
- La Onomancia tiene múltiples aplicaciones – siguió Teal –. Por
ejemplo en las declaraciones oficiales de los gobiernos, a
través de sus portavoces y embajadores en televisión, o sus
notas de prensa en los grandes periódicos y en Internet. ¿Sabe
que los principales gobiernos están empleando códigos ocultos
para comunicarse?
Me di cuenta de que estaba ante un loco. Las seguras desgracias
que había sufrido en su vida habían trastornado al pobre señor
Teal. Sería mejor que empleara su tiempo en escribir ciencia
ficción, antes que en semejantes majaderías.
- Sí, he descubierto cosas muy interesantes, referidas a la
especulación contra el euro, el hundimiento económico de países
enteros y las nuevas relaciones de poder entre las grandes
potencias del mundo.
Empezaba a impacientarme. Se notaba que Teal no tenía mucho
dinero para pagarme por realizar cualquiera de sus paranoias,
así que no quería perder el tiempo. Pero no me dejó irme, siguió
con su verborrea guiri.
- ¿No sabe lo que está pasando? Su España, que tan generosamente
me ha acogido, y todo el Mediterráneo civilizado llegan a su
fin. La Europa norteña con Alemania a la cabeza quiere someter
al sur para siempre. Así Alemania se desquita por fin de la
humillación por las dos guerras mundiales. Y a Inglaterra no le
importa, prefiere seguir fuera del euro, incluso están ayudando
con su especulación desde la City. A Estados Unidos también le
interesa el caos europeo, y no digamos a Rusia o a China.
- Y todo eso lo ha descifrado usted solo.
Teal sacó el pen drive de su ordenador Apple y lo blandió ante
mí como si fuera un espadachín del siglo XVII dispuesto a
batirse.
- Poseo las pruebas en los textos de los propios gobiernos, y
los códigos que he empleado para descifrarlas de un modo
analítico y lógico. Aquí está todo. Sé que usted tiene contactos
en la policía. Lléveles la información y cuénteselo todo. Yo no
puedo hacerlo, mi vida peligra. Y tenga mucho cuidado, porque la
suya también.
Ya no pude reprimir más una carcajada.
- ¿Y cómo va a pagarme? – dije.
- Esta casa es suya. Yo no tengo a quien dejársela, y pronto
estaré en un mundo mejor. La pondré a su nombre si hace que todo
salga a la luz y se rehabilite mi figura también para la
historia, aquí y en mi país de origen. ¿Qué le parece? ¿No le
gustaría disfrutar de una casita en Marbella? Pero tenga mucho
ojo, su vida peligra.
Para salir de allí, cogí el pen drive y lo guardé en mi
bolsillo. Así podría librarme de ese pobre orate, del que no
creía ni una palabra.
Afuera respiré a mis anchas. Lucía un sol espléndido y veraniego
sobre las calles medio sombreadas. Todo estaba tranquilo y
radiante.
Entonces sentí el golpazo en la cabeza que me hizo perder el
conocimiento.
Desperté en la comisaría de Marbella –un edificio moderno,
blanco y casi bonito en la avenida Arias de Velasco –, esposado
a la silla de una de las mesas de los inspectores. Había un gran
trajín de polis de uniforme y de paisano, gritando órdenes y
discutiendo. Yo tenía un tremendo dolor de cabeza, parecía que
los sesos se me fueran a derramar como gelatina, y casi lo
deseaba.
Frente a mí estaba el flamante inspector Jorge Leiva, de
paisano, venido de la comisaría de Centro de Madrid. Tenía su
cara de lúcido amargado de siempre, ya madurito, incluso en una
bacanal del paraíso estaría triste.
Tras él me miraba con curiosidad su ayudante Carla Ruiz, la
cabeza algo ladeada, sus grandes ojos miel de soslayo, los
labios entreabiertos y su melena castaña cayéndole por los
hombros de una camisa alegre veraniega.
Me habían cazado por fin.
- Esto es maltrato policial – dije –. Ni siquiera me llevasteis
al hospital.
- Te encontramos en la calle – dijo Leiva –. Y conocemos tus
artes para escapar.
Tanteé como pude mi bolsillo.
- ¿Dónde está el pen drive?
- ¿Qué pen drive?
Maravilloso. La poli o quien me golpeó me lo había quitado.
Ahora toda la información de Henry Teal estaba en manos
desconocidas. Quizá no estuviera tan loco y guardara de verdad
secretos valiosos. Si no, ¿por qué todo aquello?
- ¿Puedo irme? – dije, tirando inútilmente de las esposas.
- Me temo que vamos a acusarle de asesinato – dijo Leiva.
- ¿Asesinato? ¿Qué asesinato?
- Vamos, no disimule señor Lince. Hemos encontrado a míster Teal
muerto en su casa, de veneno hasta las cejas.
- ¿Con una manzana envenenada medio mordida?
- Exacto, ¿cómo lo sabe? Porque eso nadie lo sabe.
Alguien se había tomado muchas molestias en hacerme parecer un
asesino, y lo estaba logrando con todos los detalles.
- ¿Y por qué se supone que lo hice?
- Míster Teal – dijo el inspector Leiva – estaba metido en
trapicheos turbios de conspiración, y ésa es tu especialidad.
- ¿Y qué le he robado, si puede saberse?
Leiva depositó unos papeles garabateados ante mí.
- Éste es el borrador del testamento que estaba redactando Henry
Teal cuando murió. Usted es el beneficiario único de la casa
donde vive. ¿Curioso, no?
- Ah, y como iba a regalarme su casa, por eso lo he envenenado
antes de que lo hiciera, ¿no? Pues vaya lógica.
- No se vaya por las ramas. Usted es el último que le vio.
Tenemos sus huellas en un vaso de refresco. Usted es el único
que conoce los detalles de su muerte. Quizá hubo una pelea entre
ambos, y usted decidió acabar con todo.
- Después de una gran bronca, le dejé una manzana envenenada que
él se comió tan tranquilo, mientras redactaba su testamento
donde me dejaba a pesar de todo la propiedad de su casa.
Brillante, inspector.
Carla Ruiz soltó una risita maligna. El inspector la fulminó con
la mirada y ella calló para no empeorar las cosas, pero
intercambió una mirada conmigo, antes de dedicarse a ordenar
unos polvorientos archivos por quitarse de en medio.
- Y sobre todo – añadí –, si yo maté al señor Teal por una
simple pelea, ¿por qué se han molestado ustedes en venir desde
Madrid?
Leiva se rebotó hecho una furia. Ordenó a los agentes más
cercanos que lo dispusieran todo para que Víctor Lince pasara a
disposición judicial cuanto antes, acusado del asesinato alevoso
del señor Henry Teal.
La agente Carla Ruiz me miró de reojo. Yo le sonreí y le mandé
un besito en el aire. Ella me volteó su bello rostro con
desprecio.
Esa misma noche llegó en un vuelo desde Inglaterra el comisario
Roger Anderson, uno de los peces gordos del New Scotland Yard.
Le acompañaba en la comisaría el cónsul del Reino Unido nada
menos. El inspector Leiva también estaba arropado por altas
autoridades nacionales, que le acechaban con discreción.
Pusieron mucho interés en interrogarme, antes de conducirme a
las dependencias judiciales. En una sala especial yo le canté
todo lo que querían saber a ese público selecto y patético.
Asesiné a míster Teal para robarle su casa, un poco más y
confieso también que yo maté a Marilyn, con tal de que me
dejaran en paz y pudiera seguir con mis planes, pues tenía cosas
muy intrigantes que comprobar. Roger Anderson dirigía la farsa,
el inspector Leiva me hacía las preguntas y la agente Carla Ruiz
lo consignaba todo en el ordenador para constancia futura en el
juzgado. El cónsul y las autoridades oían mis declaraciones
meneando la cabeza, por tener que oír semejante escándalo de un
granuja delincuente como yo, ellos que eran tan buenos y altos
ciudadanos.
Cuando estuvo terminado, para que se quedaran tranquilos del
todo, el inspector Leiva sacó el pen drive y se lo entregó al
comisario Anderson, quien lo machacó en la mesa con la culata de
su pistola reglamentaria. Ellos eran los únicos testigos, nadie
más sabría nunca lo que había pasado en esa habitación
hermética. Así las autoridades suspiraron aliviadas y decidieron
que era llegado el momento de trasladarme al juzgado para que
pagara por mis delitos.
Yo entiendo bien el inglés. El cónsul les prometió a las
autoridades, entre otras cosas, que le pediría formalmente a su
gobierno que cesaran las especulaciones de la City para hundir
la economía española. Algo era algo.
También hablaron de la muerte del pobre Henry Teal: aunque tenía
preparada una manzana con arsénico para suicidarse como su
admirado Turing, en realidad murió porque le descerrajaron dos
tiros en la nuca.
Después se olvidaron de mí. El cónsul se fue con las demás
autoridades para asistir a su fiesta marbellí de esa noche en
Puerto Banús. El comisario Anderson sólo les acompañaría unas
horas, porque al día siguiente tenía que volver a Inglaterra.
El inspector Leiva y la agente Carla Ruiz fueron los encargados
de trasladarme al juzgado en el coche policial, como los
pringados de turno que eran.
Leiva conducía y Carla me custodiaba en la trasera del coche.
Le lancé a Carla otro besito al aire y sonriendo le hice el
gesto de “L” ante mi rostro con los dedos índice y pulgar, que
en este caso significaba: “¿Qué te parece toda esta farsa? ¿Vas
a dejar que me condenen por asesinato siendo inocente?”
Carla me miró con estirada arrogancia y alzó el dedo índice
queriendo decir: “Me debes una.” Sin que el inspector se diera
cuenta, en la oscuridad del coche, Carla estiró el brazo y alzó
el seguro de mi puerta, abriéndola un centímetro.
Salté del coche en plena calle.
Estaba acostumbrado a rodar por el suelo.
Me levanté y corrí por las calles nocturnas de Marbella, entre
la gente elegante y cosmopolita que salía a divertirse de
fiesta.
La poli ya no supo de mí en bastante tiempo.
Pero no corrí a azar, sino hasta el barrio tranquilo de blancas
casitas de antiguos pescadores donde vivió Henry Teal.
Eché mano a mis ganzúas en el bolsillo. Con una pequeña me quité
las esposas.
La casa del infortunado Teal estaba precintada por la policía,
pero hacía ya horas que los de inspección del laboratorio se
habían marchado.
Esperé a que no pasara nadie. Trepé y entré por el balcón del
primero piso.
Dentro, el despacho seguía igual, sólo que sin Henry Teal.
Encendí el ordenador Apple, que no se había llevado la policía,
lo que sólo podía significar una cosa: en el portátil no había
nada, Henry Teal se había cuidado de borrar los archivos antes
de morir. Toda la información estaba en el pen drive que me
había dado y la policía destruyó después. Pero tanta precaución
no le había servido de nada para salvarle de la muerte por jugar
con fuego. Los periódicos airearían que yo era el asesino de
Teal, ahora además prófugo de la justicia.
Redondo pero nauseabundo, como el mundo mismo. Dejé una ramita
de olivo doblada en forma de “L” para que la viera la policía.
Era mi firma. Significaba que yo había vuelto allí, que seguía
moviéndome a mi antojo y que sabía toda la sucia verdad.
Disfrutaba con ello, pues sabía que aquella señal les sacaba de
quicio.
Antes de marcharme de allí para siempre, miré por última vez los
retratos. El atormentado Turing seguía igual de hierático, con
inmutabilidad inglesa. El joven Wilde me miraba más orgulloso e
insolente que nunca. Pero juraría que el rostro del viejo Oscar
Wilde se había vuelto de una obesidad y una desolación extremas,
como si la muerte de su amoroso discípulo Henry Teal le hubiera
sido insoportable.
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