“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se
le ha perdido, cantaba la abuela a la hora en que un manto
oscuro con puntitos plateados caía sobre las tejas de la casita
del barrio de obreros y una cortina de espesas pestañas
desplegaba angelitos sobre los ojos de la pequeña.
-¿Y por qué llora el niño, abu? Preguntó la criatura.
-Uy, que el hambre duele, mi niña, respondió ella mientras la
cubría de besos, cosquillas y caricias.
En la casa, muy humilde, vivía la abuela paterna, a cuyo hijo se
lo tragara una noche impune de las que se repitieron tantas
veces en la historia de estas tierras, su nuera y la única
florcita que diera el matrimonio como ofrenda a su paso por la
vida y a la que llamaron María Eva.
Niña inquieta, con ojos color del tiempo, corazoncito ágil para
conmoverse ante cualquier situación lastimosa. Era la adoración
de la abuela llegada de una Asturias lejana, estampada en su
alma de mujer curtida por los golpes de la vida y que pareció
compadecerse de tanto dolor a través de la pequeña.
María Eva fue creciendo entre el amor de esas dos mujeres en un
barrio con olor a tilos, olor de rosas y malvones, recuerdos de
ayeres dulces, renacuajos en las zanjas y la infaltable rayuela
cuya meta era siempre el cielo.
Uno, dos tres, cuatro, cinco seis, siete, ocho nueve ¡¡¡CIELO!!!
Y el barrio se empapaba de risas infantiles entre el mate de la
tarde compartida con los mayores.
El cielo, una tarde, recibió a la abuela, dejando un hueco en el
alma de la niña y su madre, pero ella no murió del todo, quedó
flotando en su canción de cuna y cada noche la melodía inundaba
el cuarto de una niña que ya daba los primeros pasos por la
cintura de la adolescencia.
Pasaron los años, el futuro dijo presente pero siguió estancado
en el pasado, la niña casi mujer comenzó a recorrer la muchas
veces cruel rutina del aprendizaje de la vida, que no siempre
otorga lo que realmente se sueña.
Se recibió de maestra, quiso tentar suerte en una fábrica
cercana a la casa para costearse con mayor libertad los estudios
de sociología. Se inscribió en la facultad porque “un pueblo de
hombres cultos es un pueblo de hombres libres”, atrapaba de
Martí mientras echaba a volar sus sueños imposibles.
29 de Octubre de 1979
El odioso reloj le gritó ¡basta! al descanso como cada mañana
cuando paría las 5:00. María Eva estiraba sus brazos como alitas
tratando de despegar el sueño de sus ojitos de color tiempo.
Atiborró el ajado bolso negro de la abuela con las cosas
cotidianas, compañeras de asistencia perfecta, antes de colgarlo
de su hombro. Allí estaban: el sándwich, la manzana, los puchos,
el encendedor, el monedero.
-Pucha, pensaba, todavía faltan cinco días para cobrar y las
cosas que hay que comprar en casa.
Inmediatamente despedía a la madre con su acostumbrado –Chau má,
te quiero.
-Cuidate nena, volvé temprano por una vez, no fumés tanto,
respondía desde el sueño su madre. María Eva sonrió y se alejó
cantando bajo las estrellas que no se iban todavía.
Salía de la casita con el corazón atrincherado y los sentidos
imaginando un futuro cercano que en realidad estaba lejos.
Eran las 6:00 de la mañana cuando con un beso a las mejillas
compañeras, iniciaba la jornada en la fábrica y aparecían los
matecitos clandestinos antes de que llegara el “trompa”.
A las 12:00 llegaba el descanso de media hora, salían del cofre
el sándwich y la manzana.
-Otra vez que Carmen no trajo nada.-masculló entre bostezos.
Ella era su amiga y compañera de la vida. María Eva imaginaba
que también habría “nada” esa noche en la mesa para los niños,
apenas un mate cocido, con suerte. Cortó su sándwich, partió al
medio la manzana y le ofreció a su amiga las mitades más
grandes.
Cuando Carmen fue al baño, ella comenzó su tarea de abeja
obrera, recolectando entre otros compañeros lo que pudieran dar
para los hijos de la humilde mujer.
-Dios mío ¿Llorarán los niños? Se torturaba pensando. Allí
estaba la voz de la abuela y ella diciéndole bajito –Hay que
hacer germinar los manzanos para que no falte en ningún hogar el
fruto. Ayúdalos abuela.
A las 5:00 de la tarde el ulular de la sirena indicaba la hora
de salida. Como dolía en el pecho ese aullido que tantas noches
indicara la antesala del infierno. Paradojas de los sonidos que
pueden ser tanto libertarios como carceleros.
Antes de ir a la Facultad, alrededor de las 6:00 de la tarde,
María Eva pasó por la villa para visitar a los niños de Carmen.
Llevaba fideos, manzanas, caramelos y la ternura de siempre. Era
una pasadita nomás, pero sin restarle tiempo al matecito
apurado.
-Nos juntamos con los chicos, le confió a Carmen.-Hace días que
no vemos a Jorge, le sopló al oído.
Carmen había sido su compañera de sueños hasta la noche en que
se llevaron al padre de sus hijos, quienes quedaron colgando de
su espalda quebrada por la ausencia.
-Cuidado María Eva, dijo Carmen en el abrazo de despedida.
Puso primera al motor de su vida, arrancó atravesando calles sin
reparar que la estaban siguiendo con paso tan sigiloso como un
reptar terrorífico. El peligro le abanicaba la carita
adolescente. Quién diría que ella…
Llegó a Villa Jardín, el dolor arrancó otro trocito de su
corazón ardiente. –Se llevaron a Jorge, decía Beto mientras
golpeaba con el puño de la desesperación una mesa destartalada.
A medida que aparecían los compañeros el silencio estallaba los
oídos, sólo les quedaba llorar como hace un niño sin manzana. La
tristeza ahogada la empujó al refugio sacrosanto de los brazos
de su madre en carrera desenfrenada. Se contaron la jornada,
pero no todo, no podía preocuparla tanto. Cantó la abuela su
“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Claro, como todos los
días.
-Sigue llorando el niño, mami, todos lloran. Muchos lloran sin
parar.
María Eva iba inventando su propio adiós.
La noche del 29 de octubre fue noche de luna nueva. Se sintió
una campanada que tiró abajo la puerta. Un ventarrón irrumpió en
la sala y en la pared se estampó un corazón sangrando
despedazado frente al cuadro con la foto de la abuela.
El reloj enmudeció, enquistó sus manecillas, el odio se volvió
Titán y de esos ojos brotaban, como víboras de fuego.
-¿Dónde está esa hija de puta? Arremetió Jápetos.
-¿Qué es esto? Preguntó la madre tratando de volverse escudo
sobre el pecho de su niña.
-No dejes entrar al miedo, suplicaban las lágrimas de María Eva.
La arrastraron de los pelos, la metieron a empujones en el
asiento posterior de la barca de Caronte. Cerbero los esperaba
en la puerta del averno.
La abuela tomó su brazo queriendo acercarla a ella, la madre
empequeñeció contra el pecho de la abuela y de una sola garganta
se escaparon las entrañas ¡¡¡Ay, mi niña!!!
La abuela cantó su nana, la niña le respondía mientras un rayo
de odio se la iba devorando. De las casas vecinas parecían
brotar ramitos de luciérnagas que no lo eran. Se había encendido
el miedo.
Desde entonces, todos los 29 de octubre en aquel barrio de
casitas bajas donde ayer criaran sus hijos tantos obreros, se ve
a una niña caminando de la mano de su abuela cantando una
letanía: -“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una
manzana que se le ha perdido…
La niña responde –dile que no llore, yo le daré dos, una para el
niño y otra para vos.
Adelante va la madre, vanguardia de la columna de espectros de
tristeza.
A la mañana siguiente, desde entonces, en cada jardín falta una
flor que aparece donde todavía está el corazón estampado.
Las tres mujeres sólo se ven esa noche, todo el barrio las
espera.
Hasta el momento, comentan, no volvieron a germinar los
manzanos…
*De su libro de cuentos y relatos "Destapando el silencio"
Editorial Amaru (2010) Argentina
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