Después que todo hubo pasado, alguien recordó las historias que
duraban media hora y que, de rodillas sobre la tierra afirmabas
contar a las hormigas (aunque luego confesaras con vergüenza que
eran para los escarabajos)
En esos tiempos, Hiroku y yo nos deteníamos a apreciar tus
relatos; introducción en un par de párrafos, el equivalente al
nudo aristotélico y un desenlace inesperado por lo simple; todo
ello atravesado por una constante letanía, (el antecedente de tu
sonsonete). El japonés aseguraba que en tu voz había una fuerza
capaz de despertar la vida o la muerte.
La primera en sanarse fue Rosarito, la hija de doña Eduviges, la
Vecina Azul como se la conocía por la cantidad de prendas de ese
color que acostumbraba a vestir. A los cinco años, la niña
padeció un súbito cáncer en la tiroides y los médicos la
desahuciaron.
Era de noche cuando anunciaron que se había sumergido en el
coma; al saberlo te instalaste en la puerta de la casa y tu voz,
habitualmente suave, llegó con una intensidad inesperada.
Las auroras tocaron a muerte.
Nadie murió
Luego de repetir el estribillo durante una hora, los vecinos te
llamaron a silencio; en cada uno de los versos había una directa
referencia a la parca, a la Huesuda como la llamaban en el
pueblo y frente a la casa de la niña, tus gritos sólo aumentaban
el dolor de la familia.
A la hora y media de la letanía, el padre de Rosarito salió
desencajado, te exigió que te fueras y como seguías con tu
canto, intentó echarte a los empujones; caíste sobre un charco
que formaran las últimas lluvias, y, sin callarte, te
levantaste, limpiándote apenas el barro. El padre de la niña,
buscó un revólver y te apuntó a la cabeza. Amenazada de muerte,
seguiste escupiendo las palabras en su cara. Fue un duelo de
varios minutos del que los vecinos hablarían durante semanas.
Nadie había supuesto la fuerza de tu cuerpo, aparentemente
frágil como la aurora que pregonabas.
El padre de Rosarito supo que no podía lastimarte como hubiera
deseado, el dolor lo derrotó y entró llorando a la casa mientras
tu sonsonete continuaba, persistente, incesante como las lluvias
de agosto.
Las auroras tocaron a muerte.
Nadie murió
Seguiste toda la noche, y al llegar el amanecer, la niña
despertó. Rozagante, pidió juguetes, exigió comida, y entonó
algunas canciones infantiles con el ritmo de tu letanía. Luego
de varios exámenes, los médicos admitieron asombrados que el
tumor había disminuido y el organismo recuperaba la salud.
Juan el Carnicero y Pedro el vendedor de Biblias, padecían de
sendas enfermedades crónicas con muy mal pronóstico. Te
plantaste frente a sus casas y durante un par de noches
repetiste tu canto
Las auroras tocaron a muerte.
Nadie murió
A los tres días anunciaron que se habían curado
inexplicablemente, lo que fue corroborado por los médicos.
No ocurrió lo mismo con doña Salustiana. También cantaste el
sonsonete, y la anciana pensó con alivio que su catarro crónico
iba a terminar, pero ni ella ni el resto de la gente percibió el
cambio sutil en los versos.
Las auroras tocaron a muerte,
Alguien murió.
La anciana falleció en el justo tiempo que les había tocado a
los otros recuperar la salud.
Luego de esto hubo dos curaciones más y una segunda muerte. Esta
vez no se trató de un anciano, sino del propio Juan el carnicero
del que habías anunciado la sanación dos días atrás. Al llegar
la aurora que pregonabas y en el momento de colgar una pesada
res, el gancho se clavó en su cuello, degollándolo. Los
empleados encontraron el cadáver colgando sobre las vacas que
iban y venían sin control, sucias de sangre
En el pueblo pasaron de la reverencia al terror. Al verte,
muchos vecinos soltaban perros furiosos y algunos dispararon
cerca de tu cabeza. Otros se inclinaban a tu paso y te brindaban
comida, dinero y atenciones, suponiendo que con eso se librarían
de tu canto. Nada sirvió para callarte.
Poco a poco te convertiste en el centro de la vida pueblerina y
frente a tu sonsonete, perdieron importancia las fiestas de la
iglesia o las inminentes elecciones para alcalde. Desde el
púlpito, el sacerdote te llamó desagradecida, ya que siempre
habías vivido de la caridad y ahora maltratabas a tus
benefactores con profecías inspiradas por Satanás.
Don Ercilio, un anciano soltero, obeso y adinerado, fue tu
principal apoyo. Alegaba que no tenías nada que ver con muertes
o curaciones; te limitabas a señalar lo que iba a ocurrir. Con
tono doctoral y levantando el dedo índice, sentenciaba: No hay
que matar al mensajero. Se apiadó de ti y te alojó en una casa
lindera a la suya, donde tuviste comodidades de las que nunca
habías disfrutado. El anfitrión, temeroso de los ladrones, había
contratado a un par de guardias que lo custodiaban a él y a sus
bienes, pero aquella noche saliste de tu casa, burlaste la
vigilancia y entraste a su cuarto. Lo supieron al escuchar el
estribillo.
Cuando las auroras tocaron a muerte
Alguien murió.
El obeso millonario, sin creer lo que escuchaba, ordenó que te
saquen de allí. ¡Maten a la perra!, gritó, contradiciendo su
teoría del mensajero. Desde la calle seguiste cantando y en el
afán de callarte, los guardias te golpearon hasta destrozar tu
labio inferior. Alguien llamó al jefe de policía, que en ese
entonces era un hombre justo y se presentó antes que te cortaran
la lengua con un par de tenazas. Con el labio colgando, seguías
murmurando la letanía y sólo te detuviste cuando el millonario
murió de un infarto al llegar la madrugada.
A partir de entonces se desató la locura, ya que
inexplicablemente anunciaste la mejoría de Felicitas, la amante
clandestina del cura, que te odiaba como nadie, y proclamaste
las muertes del jefe de policía y del médico que eran tus
aliados. En una extraña y destructiva simetría, pregonabas el
fin de los que te ayudaban y la recuperación de tus enemigos.
Hiroku, el único que había intuido la fuerza encerrada en tu
voz, opinaba que esa selección absurda de curaciones y muertes,
era el desarrollo de un Karma Entrecruzado, según la expresión
de la escuela budista a la que pertenecía y que se basaba en
cierto diseño del sufrimiento. ( Una madrugada intentó
explicármelo con complicados esquemas que entendí a medias).
Recuerdo en esos días tu figura implacable en lo alto de la
única colina del pueblo, levantando la mano y señalando una casa
a lo lejos. Al retumbar el estribillo, todos hacían silencio.
Cuando anunciaba la muerte, quien lo recibía trataba de escapar
apartándose de tu lado, pero de un modo u otro, la ansiedad por
seguir viviendo los conducía a su final. Agonizaban
maldiciéndote, y aquellos que recibieron la salud, nunca te lo
agradecieron.
En aquella madrugada, alguien te mató de un golpe seco, como
liberándose de un mosquito o de una cucaracha. El nuevo jefe de
policía inició una investigación que no llegó a resolverse
Un mes después de tu entierro, el loro de Doña Ildefonsa, escapó
y desde un árbol pronunció las tan temidas palabras.
Cuando las auroras tocaron a muerte
Alguien murió.
La anciana falleció al llegar esa madrugada y al otro día
escucharon lo que parecía la voz de un niño repitiendo el
sonsonete
Cuando las auroras tocaron a muerte
Nadie murió.
Descubrieron una rata de albañal,, parada en sus patas traseras,
con el hocico apuntando al cielo y cantando sin cesar. Al llegar
la aurora, doña Encarnación curó espontáneamente de un cáncer
que le acababan de diagnosticar.
Si tu presencia enclenque había despertado terror, el espanto de
los habitantes se multiplicó al escuchar su destino en la boca
de caballos, ranas, toros, insectos y hasta de los propios
objetos inanimados que pretendían repetir el retintín con
chillidos inarticulados.
Los habitantes del pueblo decidieron abandonarlo; eran muchos
los que se habían marchado y sólo quedaban los viejos, quienes
reuniendo las pocas fuerzas y enseres, montaron en automóviles y
carretas y se alejaron a las casas de sus hijos o buscando
destinos más promisorios.
Los que se demoraron sufrieron el anuncio de su muerte o de su
sanación por parte de los árboles del bosque del sur o de los
peces del estanque de la plaza.
Esta noche colgamos tu foto encima de la chimenea. La única que
te tomaran con tu sonrisa tímida en días un poco más felices.
Son las cuatro de la mañana y el amanecer parece demorarse.
Hiroku y yo somos los únicos habitantes del pueblo . Sabemos que
el sonsonete puede llegar del pico del canario, de la garganta
del perro; de las negras arañas ocultas en el polvo; del roce de
la luna, de los murmullos de las nubes o del eco de la caverna
que se abre en la ladera norte de la colina.
Miramos tu sonrisa y seguimos esperando. En el cielo ya brilla
el resplandor que precede a la aurora.
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