Cuando salí muy joven de mi Albera natal, en las estribaciones
de la sierra norte de Sevilla, por la infamia de haber
participado en una conspiración, me dirigí a Granada, donde gocé
de sorprendentes e increíbles aventuras.
La Granada típica está en el Albaicín y bajo la catedral, hasta
San Juan de Dios. Allí se aspira su olor más auténtico, a té
moruno y especias, al pasar por esas calles de regusto
renacentista y hasta medieval.
Es difícil ganarse la vida cuando eres un joven prófugo que no
tiene nada, pero para mí eso nunca fue un problema. Me camuflé
entre los estudiantes como si fuera uno más. La vida bohemia de
okupa en una casa abandonada del centro me encantó. Por muy poco
dinero lo tenía todo: para empezar juventud, salud y atractivo.
Vendíamos hachís para comer y con lo que sobraba nos montábamos
nuestras fiestecitas nocturnas. Me matriculé en Historia por
hacer algo, aunque pronto me di cuenta de que los libros no eran
el verdadero camino para prosperar en la vida: sólo había que
ver cómo les iba a los estudiosos, en comparación con los pillos
iletrados.
Le atraía mucho a las mujeres, chicas jóvenes y sobre todo a las
maduras, así que me lo planteé también de inmediato como una
rápida y abundante fuente de ingresos. Las maduritas me
llamaban, porque vivían solas o sus maridos estaban trabajando,
y yo iba a sus pisos a consolarlas con mucho arte, disfrazado de
repartidor o de técnico. Si en Albera ya era un granuja, fue en
Granada donde me convertí en un pícaro total.
No sólo complacía a las mujeres, también averiguaba dónde
guardaban sus joyas y se las iba sustrayendo sin que lo notaran.
Ya de jovencito ganaba mucho dinero, y no sacaba más porque
nunca fui avaricioso con ansia. Prefería ir con cuidado y no
despertar sospechas, porque sabía que me buscaba la policía de
Albera y la nacional. Aun así, me sucedió un caso tan misterioso
que lo puso todo en peligro.
Porque también empecé pronto a hacer trabajitos para las
señoras. A cambio de un buen dinero, le daba un escarmiento a
quien ellas me encargaban. La primera vez fue a un pretendiente
que al final había sido un cobarde y no se atrevió a dar el paso
con la dama: ella estaba resentida con él y le di una buena
paliza una noche lluviosa de otoño, dejándole herido en la
calle.
Otra buena mujer quiso deshacerse de un pesado que la seguía a
todas partes. Una noche que la estaba molestando en un bar, le
estampé un botellazo que le dejó temblón, y luego le derrumbé
por el suelo de un silletazo. No volvió a acosar a la señora. Yo
salí corriendo del bar entre la gente: me estaba convirtiendo en
un experto en huidas. Tenía pocas clientas, pero ganaba bastante
con ellas.
El caso más extraordinario sucedió por casualidad, con la mayor
inocencia del mundo, como suele ocurrir en la vida.
Estaba en la cama con una nueva clienta, a quien llamaremos
Gertrudis, que miraba al techo con hastío inapetente. Aquello me
extrañó bastante, pues todas las maduritas se aprestaban a
devorarme con ansia.
- ¿Qué te pasa? – le dije –. ¿Tienes que pintar los techos?
Ella me lo contó todo. Su pretendiente, Fernando Bueno, ya no
quedaba con ella. Las malas lenguas le contaron que se había
encaprichado con una jovencita que le daba mucho más fuego. Y
Fernando Bueno era el único que podía ayudarle en sus problemas
económicos, porque era el director de su oficina en TuBanko. Con
su pensión de viuda y una hija de 22 años a su cargo, Gertrudis
ya no podía seguir pagando la hipoteca. Había invertido sus
ahorros en participaciones preferentes de TuBanko por consejo de
Fernando Bueno y ahora no podía disponer de ellos sin la firma
de él. Y Gertrudis no era la única estafada por las
participaciones preferentes de TuBanko, había muchos más,
incluyendo ancianos, personas analfabetas, discapacitadas y
hasta menores de edad. Era un lindo prenda, ese Fernando Bueno.
Gertrudis concluyó:
- Nadie me ampara. Ni las leyes, ni las autoridades de este país
hacen nada por mí. Mi situación es desesperada. Si no me tiro
por el balcón, es por mi hija.
Me hice cargo de la situación.
- ¿Quieres que le dé un serio aviso a ese Fernando Bueno?
Gertrudis me miró sonriendo por primera vez. Fue al tocador,
sacó unos pendientes de oro y me los ofreció:
- Convence a ese cabrón para que firme. Y dale también un
escarmiento a la putilla que me lo ha quitado.
* * *
Como me dijo Gertrudis, encontré a Fernando Bueno, como todas
las mañanas, desayunando en la cafetería de la plaza de la
Trinidad frente a su oficina de TuBanko.
No estaba solo. Le acompañaba la jovencita de la que Gertrudis
me había hablado. Pero Gertrudis no sabía que esa joven era
Clara, su propia hija, una hermosa chica rubia de aspecto
apetitoso y encantador. Fernando Bueno la había conocido por ir
a la casa de Gertrudis, y se había prendado de ella. Clara se lo
estaba ocultando a su madre, porque Fernando Bueno, que no era
ninguna belleza, sino un cuarentón obeso y miope, la invitaba a
todo y la llevaba a buenos sitios, cosa que Gertrudis, ahogada
por las deudas, ya no podía hacer por su hija. Digamos que todos
se aprovechaban como podían y la que estaba perdiendo era la
madre.
Me acerqué para saludarles y me senté a la mesa. Les hablé de
los problemas económicos de Gertrudis. Se dieron cuenta de que
yo sabía la verdad, así que no protestaron, para que no
descubriera su agrio pastel. Fernando Bueno me escrutó con
desprecio tras sus gafas de miope.
- ¿Te estás acostando con Gertrudis? – me dijo.
- ¿Y tú con la madre y con la hija? – repuse.
Me miró como si quisiera destruirme.
- ¿Qué quiere de nosotros?
- Lo sabe muy bien. Su firma.
- Jamás. Y aunque quisiera, no es posible. Eso es algo del
banco.
- ¿No pretenderá seguir a la vez con la madre y con la hija?
- ¿Por qué no? – sus ojitos se iluminaron tras sus gafas de
miope.
Se le había ocurrido una genial idea. Esa noche se acostaría con
ambas, sólo así firmaría. Clara protestó, dijo que se avendría
si yo participaba en un cuarteto. Parecía que le había gustado a
la niña. Fernando Bueno se negó en redondo. Insistió en que
debía ser un trio para su exclusivo disfrute. Pero Clara remarcó
que sólo compartiría cama con su madre si yo estaba presente.
Bueno confirmó que si la madre se avenía al contubernio esa
noche, él firmaría los papeles al día siguiente y las dejaría en
paz. Quedaríamos los cuatro para cenar a las nueve en la casa de
Gertrudis.
Entonces sentí un manotazo en mi hombro. Al volverme me encontré
con el amargo rostro del inspector Leiva. Junto a él estaba su
ayudante Carla Ruiz.
- Queda detenido –me dijo el inspector, y luego le dijo a Carla– Llama a Madrid y diles que por fin hemos encontrado a Víctor
Lince, en Granada.
Fernando Bueno miró decepcionado al inspector que había
estropeado su orgía. Y Clara también: la niña era viciosa.
La policía me esposó con las manos a la espalda delante de todo
el mundo y me sacaron custodiado del local. Una vez en el coche
policial, Carla Ruiz conducía y el inspector me vigilaba en la
trasera del coche.
- Vaya sucio negocio tramabas ahora – me dijo –, pero tu suerte
se terminó. Carla Ruiz me miraba a veces con disimulo por el
retrovisor. Sus grandes ojos color miel seguían igual de bellos
y curiosos.
Me llevaron a la comisaría de Granada Centro, en la plaza de los
Campos. Era un mamotreto de pabellones blancos que no había
pisado aún. Pero todas las comisarías se parecen: feas por fuera
y desagradables por dentro.
El inspector Leiva me presentó al comisario como un trofeo. El
comisario –un cincuentón moreno y serio– me escrutó con sus
ojillos y me dijo:
- ¿Así que tú eres el famoso Víctor Lince, que trae de cabeza a
la policía de media España? – El comisario buscó en el ordenador
la lista de mis acusaciones –: Pícaro canalla, ladrón de guante
blanco, trilero, chantajista, conspirador, estafador, timador,
camorrista a sueldo, burlador de mujeres, vividor sin oficio ni
beneficio… Y tenías que aparecer en mi comisaría.
El inspector Leiva trató de explicarle al comisario las ventajas
de mi detención, pero el comisario sabía que mi presencia
significaba más bien problemas. Comenzó a interrogarme él mismo,
para comprobar el verdadero alcance de la situación.
Aproveché esa baza del destino. Le expliqué que andaba detrás de
esa rata de Fernando Bueno. Leiva y Carla Ruiz tuvieron que
corroborarlo, pues habían oído mi conversación con el director
de banco en la cafetería. La policía de Granada quería
encarcelar a Bueno, pero no sabían cómo hacerlo, pues en
apariencia era un buen ciudadano de prestigio, y sus víctimas
aún no se habían unido para denunciarle.
A cambio de que me dejaran libre por esa vez, les expliqué cómo
hacerlo.
* * *
A las nueve en punto de la noche, me presenté en casa de
Gertrudis. Su hija Clara y Fernando Bueno ya estaban a la mesa.
- Creí que no vendrías – me dijo Bueno.
- Ya veo que no me necesitas – le espeté –, pero aquí estoy.
- ¿Qué pasó con la policía?
- Soy demasiado limpio para ellos.
Gertrudis me miró con desconfianza. No sabía lo que hacía yo
allí esa noche, ni por qué se había presentado Fernando Bueno
con su hija. Para tranquilizarla, le sonreí y le hice ante mi
rostro la señal de la “L” con los dedos índice y pulgar:
significaba que todo estaba bajo control y formaba parte del
plan.
Se avino a que cenáramos los cuatro juntos, aunque algo
mosqueada. Sin embargo Bueno estaba a sus anchas, pensando en la
noche que iba a pasar con las dos. Clara me miraba con lascivia.
Yo llevaba una alegre camisa estampada sobre una camiseta
blanca, y había peinado cuidadosamente mi cabellera rubia. Sabía
cómo encandilar a las mujeres maduras y también a las
jovencitas. Clara tenía un físico adorable, que me hubiera
apetecido si su alma fuera mejor.
Bebimos bastante vino, y después de la cena unas copas, para
alegrarnos más todavía. Gertrudis bajó la guardia, reía a
carcajadas. Su hija aprovechaba cualquier comentario para
tocarme el brazo o la pierna; yo me acercaba a ella, rozándole
la cara para hablarle y luego con los labios, viendo que no se
retiraba.
Hice unos porritos de hachís, que incluso Bueno tuvo que fumar
para no desentonar ni perder el tren de la noche: todo por su
lujuria. Como sabrás, el hachís con el whisky forman una
combinación de lo más chisposa. Yo estaba acostumbrado, y
Fernando Bueno bebía y fumaba lo menos posible, para mantenerse
lúcido, pero las carcajadas de Gertrudis y Clara se volvieron
alarmantes, y sus botes sobre la mesa.
Era el momento de empezar a jugar. Cogí a la madre por la
cintura, y en cuanto me vio Bueno tomó a la hija, para llevarlas
al dormitorio. Lo aceptaron con la mayor naturalidad, como si lo
hicieran todas las noches.
La cama de matrimonio era casi suficiente para los cuatro.
Comencé a besar a Gertrudis y a acariciarla, y Fernando Bueno a
su hija Clara. Se notaba que las dos parejas solíamos hacerlo,
aunque no fuera en cuarteto.
Bueno le pidió a madre e hija que se desvistieran y se besaran.
Por alguna extraña sintonía de las esferas en el universo y de
las sustancias etílicas, obedecieron sin rechistar. Como yo bien
sabía, Gertrudis estaba aún de buen ver, y no digamos la hija,
tenía un cuerpazo juvenil que casi se me pasó la borrachera.
Fernando Bueno se excitaba cada vez más viendo cómo madre e hija
se besaban medio desnudas. Incluso yo, que estaba curtido en
esas lides, me alteré viendo el numerito.
El director de banco se añadió para formar un trío. Menudas
cosas le gustaba hacer al tío guarro, aprovechándose de que
madre e hija estaban colocadas. Yo fingí que me encontraba
demasiado fumado para acercarme, aunque quizá era verdad.
Saqué el móvil, lo manipulé un poco y mandé un toque. No quería
aguar la fiesta, pero diez minutos después estaba allí la
policía. El inspector Leiva, su ayudante Carla Ruiz y toda la
tropa. Les abrí la puerta y se toparon con el lamentable
espectáculo.
Al pasar frente a mí, Carla Ruiz meneó la cabeza con desdén,
mirándome de soslayo sus grandes ojos color miel, como a quien
no tiene remedio.
Nos detuvieron a todos y nos llevaron a la comisaría. Yo la
conocía ya, pero para el resto, ciudadanos respetables y
honrados, resultó muy violento pasar esa noche detenidos y darse
cuenta del escándalo al despertar de la juerga.
Carla Ruiz me quitó con brusquedad todas las pertenencias,
incluido el móvil. No me dejó ni el mechero o los pañuelos de
papel aunque los necesitara.
Al día siguiente todo había cambiado, cuando nos llevaron a
hacer la declaración formal. Gertrudis y su hija estaban serias
a morir, Fernando Bueno se había encerrado en un mutismo
agresivo que no presagiaba nada bueno.
Me echaron todas las culpas. Yo había engatusado a Gertrudis y a
su hija para aprovecharme de ellas y de su buen amigo de siempre
Fernando Bueno. Les había emborrachado y drogado durante la
cena, para empujarles después a un imperdonable desenfreno, a
ellos que siempre habían sido ciudadanos modélicos.
Sobre las malditas participaciones preferentes de su oficina
bancaria con las que habían estafado a tantas familias, Fernando
Bueno declaró que no podía hacer nada, porque eran productos
cerrados del banco que en todo caso habían firmado los clientes.
Para evitar el escándalo, Gertrudis y su hija tuvieron que
callar. Así los tres lograron salir a la calle y echar tierra de
momento sobre el asunto.
El plan había fallado y fui yo quien se quedó en el calabozo.
* * *
Poco después se armó un jaleo tremendo en la comisaría, debido a
un aviso urgente. La mayoría de los efectivos corrieron a la
Plaza de la Trinidad, donde a duras penas salvaron a Fernando
Bueno de que le lincharan los vecinos del barrio.
La entidad bancaria tuvo que ceder y garantizar que devolverían
el importe íntegro de las participaciones preferentes a todos
sus clientes, más los intereses de demora. Me alegré sobre todo
por la pobre Gertrudis.
Mientras la comisaría estaba casi vacía, Carla Ruiz bajó al
calabozo, me abrió la puerta y me devolvió el móvil.
- ¿Fuiste tú – le dije – quien subió el vídeo a Internet? Hay
que ser mala. Mira lo que le has liado a ese infeliz de Fernando
Bueno.
- Tú sí que eres malo – repuso Carla –. Grabarles ese vídeo con
el móvil mientras estaban en plena faenita esos asquerosos.
Salí del calabozo y miré desconfiado alrededor.
- ¿Estamos en paz entonces?
- Con tal de que te pires y no vuelvas a Granada.
- Si no hay más remedio… – dije, y salí corriendo del calabozo.
Me estaba convirtiendo en un proscrito, además de prófugo de la
justicia. Ya de joven no podía volver ni a Albera ni a Granada,
si apreciaba mis huesos. Y la lista de bellas ciudades donde me
buscaba la justicia no había hecho más que empezar.
- ¡Y tampoco quiero volver a ver tu jeta! – me soltó Carla antes
de que yo saliera, con su aguda voz impertinente.
Eso ya no me dio tiempo a prometérselo.
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