“(...) Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de
otros
momentos de otros hombres, pero no de un país: no de
luciérnagas,
palabras, jardines, cursos de agua, ponientes...”
Jorge Luis Borges, El jardín de senderos que se bifurcan.
El 75% de los norteamericanos cree que Alaska es una extensión
canadiense. Quizá porque está muy arriba a la izquierda; alejada
de las trampas y carencias del Tío Sam. Para mí Alaska siempre
estuvo casi al borde de todo, desperdiciándose en un espacio
desconocido, lejana y solitaria para mi acotado mundillo como lo
estuvo siempre China, hasta que las conocí a ambas y comprobé
que, en realidad, las cosas están tan cerca como uno desea que
estén.
La ruta me lleva entre montañas y pequeñas cascadas, con un frío
helado de madrugada que allá en junio llaman verano y hace que a
algunos locos se les de por andar en remera. Son las dos de la
mañana pero el cielo ilumina desde el horizonte, con ese
lenguaje cansino que en mi ciudad del sur conocemos a las 6 de
la tarde. Miro las montañas, los alces al costado de la ruta,
los osos que se mueven como acordeones entre los árboles y
escucho eso tan poderoso que tiene Alaska: el silencio.
Es casi otro silencio, uno nuevo e impensado. Lo conozco ahora
bajo esa luz pintada de noche y entiendo que los otros silencios
son víctimas de sus circunstancias. Éste se abre y penetra como
si saliera de adentro de uno; entonces Alaska se proyecta como
si nos perteneciera, como si en ese silencio treparan nuestras
ocultas filosofías.
Me quedo quieta sobre el asfalto que apenas se delinea entre
tanto verde y montaña. Me dan miedo esas grandes masas de vida,
bañadas de musgo y nieve, observándome como esas otras que
alguna vez custodiaron mi paso desde un país de terremotos hacia
mi ciudad querida. Es que hay mucho del sur de mi país por estos
lados: la otra cara de la moneda, el yin y yang que es un todo.
Y con el silencio a la distancia, el poder del agua, que limpia,
que sube, que se amontona y cambia. Cursos de agua que marcan
senderos. La tierra bulliciosa que se hace poesía en el
silencio.
Llego finalmente a Valdez, donde me espera una semana de trabajo
intenso. En mis ratos libres recorro el pueblo que se logra
conocer en tres horas, lo que no quiere decir que lleva el mismo
tiempo resolver sus enigmas: pasos de montaña solitarios y
perdidos, el mascullar del viento entre las hojas, la actitud
despreocupada y ligera de sus habitantes, la historia telúrica
que guardan sus entrañas.
Valdez se erige entre el hielo con nombre de conquista española.
Fue sacudida por un terremoto en los 60 y se hizo noticia a
fines de los 80 con un desastroso derrame de petróleo. Su
aliento sale del frío de sus glaciares. Su día es eterno en
verano: la noche es apenas un pequeño momento del mundo. Pero no
es así en invierno, donde el día se vuelve lo que en pocas horas
se anima a decir el viento.
Camino tan silenciosa como todo. Siento que ese silencio, esas
montañas, esas personas que se adivinan casi pintadas sobre
senderos, todos responden a los designios de un gobierno que
desde otro lado en ocasiones parece tener el don de producir
guerras. Los senderos se cortan, se bifurcan, me llevan más
adentro y desde el verbo oculto entre la maleza pienso. Nadie
puede odiar los mínimos rincones de vida, la esencia profunda de
extensiones tan diversas. Ningún gobierno, nadie en el mundo
puede desde lo más profundo odiar la naturaleza.
El día en Valdez ahora comienza y acaso ya empezó hace mucho.
Hay una urgencia en el cielo, como si aquel fuese uno de los
últimos bastiones de la tierra. Jonas Salk una vez dijo “Si
desaparecieran todos los insectos de la tierra, en menos de 50
años desaparecería toda la vida. Si todos los seres humanos
desaparecieran de la tierra, en menos de 50 años todas las
formas de vida florecerían”. Hay lugares que no se olvidan por
esa urgencia que empieza a sentirse; por ese silencio que se
redescubre desde el pedazo de humanidad contaminado en sus
circunstancias; una urgencia que nace como un aviso de lo que a
veces se pierde o no se conoce o se destruye. Quizá para
indicarnos que estamos lejos. Y a la vez muy cerca.
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