Peinado en forma de cucurucho Sonrisa robusta. Senos abultados y
labios destilando colágeno. Irma La Morte debió demorar el
programa de aquella noche por dos cortes de luz debido a
operaciones del ejército. Luego, presentó al famoso escritor;
gorra sobre los ojos; “casa portátil en forma de chaleco” (según
sus palabras); abdomen levemente abultado y cierta tendencia a
inclinarse hacia adelante al hablar. Se refirió a su obra más
conocida: El Unicornio.
Durante media hora, narró leyendas medievales que había tomado
como fuentes. Una de ellas contaba que a fin de cazar a la
fantástica bestia y elaborar con el cuerno un elixir de
inmortalidad, los campesinos llamaban a una mujer joven que
hundía la mano entre los omóplatos del animal y apretaba el
corazón, mientras cantaba:
“Duele el horizonte cuando oscurece
y te ofrendo ese dolor
como corona de rosas
como hato de cruces
tendidas sobre la senda
que nos lleva al castillo.
Cuando canten las mil bocas de los lirios,
arrastraré de la diadema de tu cuello
hasta mi corazón”
El toque y la melodía despertaban en el animal anhelos de cosas
lejanas y una nostalgia creciente. Así, debilitado, los hombres
podían atraparlo.
En la media hora siguiente, Irma La Morte indagó al escritor
sobre su propia vida. No tenía mujer. Había decidido entregarse
en cuerpo y espíritu a la literatura y se identificaba con el
unicornio de la historia. De recibir el toque de una dama,
perdería la fuerza. Seguiría escribiendo, pero sus textos se
vaciarían de espíritu. Ante esa afirmación, la central
telefónica de la emisora colapsó. Cientos de mujeres pretendían
convencerlo del error. El amor cura, redime, crea y nunca puede
matar. Era el mensaje repetido por miles de voces femeninas a
través de las líneas.
Ulular de sirenas. Uniformes verde oliva. Furgones cargados de
soldados El automóvil que llevaba de regreso al entrevistado,
fue detenido más de una hora. Órdenes del Alto Mando. Hay
terroristas. Están por decretar el toque de queda.
Durante su visita a la ciudad, el ministerio de Cultura había
asignado al escritor una casa en los suburbios. En el momento de
entrar, repicó el teléfono.
…un hombre que se niega al amor, atrae a todas las mujeres,
incluyéndome a mí
La voz de Irma La Morte tenía un timbre húmedo y un eco lejano.
Parecía llegar de un catafalco. Discutió con el escritor. “Todos
estábamos hechos para amar”. Luego de tres desgraciados
divorcios, ella misma buscaba desesperadamente un “hombre de
verdad”. Quiso saber si en el punto entre los omóplatos del
escritor había alguna señal
-Sólo un triángulo brillante -contestó el hombre antes de
colgar.
En la mañana siguiente se decretó el toque de queda. Los
gendarmes ocuparon las calles y los principales edificios. Nadie
podía transitar, entrar o salir de la ciudad. Todos tenían la
obligación de permanecer en sus casas, situación que sería
verificada por el ejército.
El escritor se levantó y al mirarse al espejo, el cuerno que
sólo era visible para él, se mostraba enhiesto. Rojo en la
punta, blanco en el centro y negro en la base; una leve película
ácida lo cubría. Coincidía con la sensación quemante del
estómago. Por un problema de reflujo, debía comer cada tres
horas. En la madrugada había terminado el último paquete de
galletas y ahora el vientre del hombre—unicornio gemía
suavemente. La ventana trasera daba a un callejón solitario. A
la derecha de la calle lateral, había un almacén. Quizá pudiera
descender por la escalera de incendios, llegar allí, golpear
discretamente y reclamar alimentos. Consultó al cuerno que se
movió lentamente, oteando con su roja punta el creciente olor a
metal que llegaba de los furgones militares.
Los soldados se habían concentrado en la avenida y el escritor
bajó por los estrechos peldaños sin ser visto. Llegó al callejón
y caminó hacia la calle lateral. Una cuadra más allá, los
camiones desfilaban como humeantes monstruos antiguos. Al
tenderse hacia ellos el cuerno vibraba suavemente y se cubría
con una leve sombra La tienda estaba abierta y el hombre se
escabulló en el interior.
Lo recibió un anciano, visiblemente ciego, con los cabellos
blancos y levemente ondulados. No dejaba de sonreír y asentir
con la cabeza. A pedido del escritor, empacó jamón, queso, pan,
algunas frutas El dependiente explicó que el ejército no
tardaría en llegar a la tienda. No se preocupe — agregó — entre
unicornios debemos ayudarnos
Ante la sorpresa del escritor, el anciano explicó que su sobrina
era Irma La Morte, la conductora y que había escuchado sus
palabras en el programa de la noche anterior.
-Además, yo también pertenezco a la familia -agregó-, soy un
Camahueto
El ciego modificó levemente las luces y el escritor pudo ver un
cuerno en la frente. Colores sin brillo, azul en la base, rojo
en el medio y blanco mate en la punta.
El Camahueto era una suerte de unicornio chileno, conocido por
sus accesos de locura violenta, aunque no sería el caso del
anciano.
-Soy un melancólico, un amante del pasado y tiendo a la
depresión. Nunca he matado a nadie. Por las noches debo enterrar
mi cuerno para evitar la fiebre de la tristeza, una enfermedad
que sí afecta a los camahuetos… Veo que a su cuerno le faltan
elementos alcalinos.
Interrumpió al viejo el rumor del ejército ocupando la calle. En
tropel, los soldados entraron en las casas, empezando por la
esquina.
El anciano indicó al escritor que pase a la trastienda y apenas
traspuso la puerta, surgió el peinado en forma de torre y los
labios sonrientes de Irma La Morte. Excesivamente maquillada,
los pliegues del cuerpo se diluían en el claroscuro de la luz
que entraba por la claraboya. Al esbozar la sonrisa de
bienvenida, el belfo inferior se derrumbó.
Alegando que los soldados no tardarían en llegar y que el
escritor debía ser protegido, la mujer lo abrazó. Cuando
llegaran el ejército “con los pertrechos y las feroces armas”,
el cuerpo del hombre se perdería en un espacio estrecho y
caliente, donde esperaría sin riesgos a que pase el peligro
Entre en mí, escritor unicornio. Piérdase en mi cielo tibio como
una aurora boreal que se hubiera hecho carne. Seguro como un
niño en el seno de su madre, estará protegido de las miradas y
los actos castrenses.
Irma La Morte no llevaba sostén y al desprender su camisa, los
enormes pechos se precipitaron. Las manos avanzaron como
columnas de infantería, buscando en la espalda del escritor el
círculo verde que latía incesante. El puño se dirigió como un
rayo al corazón, y el hombre sintió que perdía las fuerzas; supo
que se casaría con aquella mujer y en poco tiempo quedaría
embarazada, exigiéndole que deje de escribir para hacer la
comida, preparar biberones y lavar pañales. Luego, mutaría hasta
convertirse en una mancha de carne sobre la cama y comer
bombones día y noche, frente a la suave y embriagante radiación
del televisor.
El puño regordete encontró el corazón y lo apretó con gula. En
ese momento, la puerta se abrió y entraron dos soldados. Nunca
se supo por qué, uno de ellos disparó. La bala dio de lleno en
el cráneo de Irma La Morte y la mujer se desplomó. El brazo
muerto emergió del pecho del escritor con un súbito color gris.
La carne cayó en gruesos goterones, dejando los huesos al
descubierto. Con un suspiro, el agujero en la espalda del
Hombre-Unicornio se cerró lentamente.
Sonido de alarmas. Gritos. Órdenes. Se encontró a una terrorista
en ocasión de asfixiar a su víctima. Quizá no fuera así, pero
había que creerlo. El bien de la patria lo exigía.
Luego de una hora, el jefe del batallón dejó marchar al
escritor. Sabían que aquella muerte había sido un error, y le
advirtieron que no hablara de ella.
El sol brillaba, la brisa era dulce y el hombre caminó junto al
río. Una niebla oscura y espesa vibraba encima del cuerno. Había
sido tocado por un cadáver. Las leyes de los unicornios
afirmaban que una gangrena lenta e invisible envenenaría la
sangre. Sólo viviría tres días con sus noches. La muerte era un
horizonte, tangible y gris, como la línea del cielo en la caída
de la tarde. La muerte era una cortina que quizá debiera
atravesar.
En la espalda, el triángulo había pasado del verde brillante, al
triste azulino de los muertos.
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