La noticia cundió como la pólvora en toda España y parte de
Europa: ¡Por fin habían cogido a Víctor Lince e iba a morder el
polvo de la cárcel!
El inspector Leiva y la agente Carla Ruiz le habían sorprendido
robando un piso de la calle Mayor. Ahora le tenían detenido en
la comisaría de Centro. Fue un buen tanto que se apuntó todo
Leganitos 19, y en especial el comisario Rivas, dispuesto a
explotarlo para sus buenas relaciones con las autoridades.
Leiva podía incluso ascender a inspector de primera, lo cual
supondría su traslado. Él quería la Interpol, así daría
movilidad y prestigio a su carrera. Pasaría del centro a la zona
Avenida de América, donde estaba la Oficina Central de la
Interpol. Además así perdería de vista a la dichosa Carla Ruiz.
El interrogatorio a Víctor Lince por parte del inspector Leiva y
de la agente Carla Ruiz en la sala específica fue bastante
agrio.
- ¿Te das cuenta -le dijo al final Carla- que esa pobre mujer
vivía en el piso sola con su hija adolescente, y que para colmo
de desdichas su hija menor había sido violada y asesinada hace
cinco años?
Lince permanecía inmutable. El inspector le miraba son insidia
satisfecha. La agente Carla Ruiz prosiguió como soltando veneno:
- Pero por eso lo hiciste, ¿verdad, canalla? Elegiste a una
desgraciada mujer indefensa. ¿Qué pensabas robar allí? ¡Si
apenas tienen para comer!
Sentado frente a los policías, como si oyera gaitas, Lince se
limitó a poner con suavidad sus manos esposadas sobre la mesa.
La gente Carla Ruiz se le acercó mucho para decirle:
- Te vamos a mandar a la cárcel hoy mismo. ¡Y me encargaré de
que tengas de compañero a un violador de fama, que hará tu vida
corta pero intensa!
Lince se levantó, aun esposado, y agarró a la agente por la
muñeca.
- ¡Maldita sea tu sangre!
Le retorció la muñeca y el brazo hacia arriba, pero Carla Ruiz
se soltó en seguida con furia, sacó la porra reglamentaria y le
amenazó apretando los dientes.
- ¡Eso, provócame, que te voy a moler a palos para que mueras
como te mereces antes de llegar a la cárcel!
El inspector se acercó para aplacar la situación. Más que nada,
porque veía peligrar su ascenso y su traslado a la Interpol, y
se imaginaba los próximos veinte años lidiando también con el
granuja de Lince y con la arpía de su ayudante.
Trasladaron a Lince como preventivo a la cárcel de Alcalá-Meco
en un furgón policial bien custodiado, para evitar desagradables
sorpresas: los curiosos se agolpaban a las puertas de la
comisaría por la noticia, y Lince tenía fama de ser hábil en
escapar.
Alcalá-Meco es una antigua cárcel de los años ochenta, que
carece como todas de ese aire pintoresco que aparece en las
películas, es tan cutre como la vida real. Cuando llegó Lince,
en el módulo de ingresos le cachearon y le retiraron todos los
objetos no autorizados, incluyendo el cinturón para que no se
suicidara. Le dieron la ropa y productos de aseo. Un funcionario
le tomó las huellas y le abrió el expediente para anotar todas
tus incidencias penitenciarias, mirándole con antipatía, como
diciendo: “Por fin te hemos cogido; ahora te vas a enterar.”
Luego le pasaron al módulo correspondiente, donde empieza la
auténtica rutina y soledad de la prisión, como si tu cuerpo en
realidad fuera ya otra persona. Tu ropa de civil y hasta tu
nombre desaparece, allí eres un número. Los funcionarios no te
miran a la cara, a la mínima que hagas dan parte y te llevan a
una celda de castigo, lo que supone también que te quitan la
llamada y los posibles permisos.
Sobre todo al principio es difícil tener ningún amiguete. No te
fías de nadie. Los presos veteranos te radiografían con la
mirada para ver cómo eres. Si te descubren algún punto débil, se
tiran como moscas a la sangre, con tal de rapiñar unos euros,
algo de tabaco o de droga, o simplemente para descargar su odio
y su rencor acumulados.
Si tienes un problema ahí dentro, nadie va a ayudarte; al
contrario, se burlan de que hayas caído en desgracia y se
alegran de que no les haya tocado a ellos. Lo único que respetan
es la fuerza, el que sepas hacerte valer. Y si no eres un
boxeador, sólo te queda pasar desapercibido entre la masa de
uniformes desgraciados. En cuanto llamas la atención estás
perdido, se te abalanzan las hienas al acecho.
A Lince no lo pasaron al módulo de preventivos, sino a penados,
con la excusa de que la vieja cárcel estaba masificada, y tuvo
que compartir celda. Su compañero fue Jaime Rodríguez, alias el
Mico: un tipo recio de pelo muy moreno, cuyos brazos le llegaban
casi hasta las rodillas, que había sido condenado por asesinato
y violación, y que por otra ironía del destino no estaba en
régimen cerrado, sino ordinario.
Por suerte para Lince, el Mico iba a su bola y le dejaba en paz.
No le ayudaba, pero tampoco le pedía nada. Lejos de estar
acosado por ser violador, el Mico tenía una buena consideración
en la cárcel. Debido a su buen comportamiento, le habían
nombrado “monitor de convivencia” en el módulo, así que andaba
siempre muy ocupado, dándose aires de importancia como si
detentara un cargo oficial. En la práctica, su función era
delatar cualquier conato de rebelión o de protesta, así que los
demás presos le guardaban el aire. El Mico sabía que tenía
impunidad de movimientos, con tal de no cuestionar el orden
establecido.
Hasta que un día, creyendo que habían alcanzado cierta confianza
por el roce, el Mico se sinceró con Lince cuando les cerraron
las celdas para dormir. En la litera inferior, sacó una foto
mediana con un tosco marquito de madera y osó ponerla sobre el
pequeño lavabo que había frente a las literas. Era la foto de
una niña.
- ¿Te gusta? -dijo el Mico-. Me la bajaron de Internet.
- ¿Tu hija? -le preguntó Lince, echado ya en la litera
superior.
- No. Es mi novia. Tiene nueve años.
- ¿No es muy mayor para nosotros?
El Mico rió el chiste cómplice de buena gana y dijo:
- Se llama Inma Pacheco. ¿A que es guapa?
- Mucho. ¿Inma Pacheco? Me suena ese nombre. Hace años salió en
todos los telediarios una buena temporada. Creí que estaba
muerta.
Con fiebre en los ojos, añadió el Mico:
- Esos mataos me echaron sólo diez años, pero aún me quedan más
de cinco. Es un fastidio, se hace eterno. Ya verás cuando lleves
unos añitos metido en esta pocilga… Y tú eres un experto en
fugas…
Lince se volvió en el catre. El Mico siguió:
- La puta que te denunció por robo es la misma que me acusó de
violar y matar a su hija. Por su culpa estamos los dos aquí.
Lince emitió unos sonoros ronquidos, pero el Mico no le hizo
caso:
- Así que he pensado que escapemos de este antro y le hagamos a
esa puta una visita de cortesía. No soy hombre avaricioso, tú
eliges, si prefieres gozar y cargarte a la madre o a la otra
hija. Yo me contentaré con la que me dejes.
- Eres muy considerado – dijo Lince asomándose por la litera
superior –, pero van a echarme tres años por robo y allanamiento
de morada. Si hacemos eso y nos cogen vivos, me condenarán a
treinta.
El Mico se enfureció.
- ¡No pienso desperdiciar aquí los mejores años de mi vida, con
las mujeres que hay ahí fuera! Si no colaboras, le diré al
director que estás preparando planes de fuga y lograré que te
hagan la vida imposible. Te arrepentirás de haber nacido; antes
de que pasen los tres años te habrás suicidado rompiendo la
maquinilla de afeitar y degollándote en el lavabo. ¡Así que ve
preparando un plan de fuga de verdad!
Para salir de aquel atolladero, Lince vio la ocasión la noche
que España jugaba la final de la eurocopa. Había un ambiente
festivo en la cárcel, de esos contagiosos. Durante la cena, los
funcionarios les permitieron ver los prolegómenos del partido en
la televisión del viejo comedor, como si quisieran compensarles
de alguna manera con esa pequeña alegría. Tenían poco tiempo
hasta las nueve, cuando debían volver a las celdas y someterse
al recuento rutinario antes de dormir.
Lince y el Mico no probaron bocado, comenzaron a toser,
fingiendo que les faltaba la respiración y que iban a vomitar.
Se les acercó un funcionario y les preguntó lo que les pasaba.
Lince repuso que se encontraba muy mal y que tenía como gripe.
Aquello encendió la alarma. Se acercaron más funcionarios,
cuchichearon entre ellos y sacaron a Lince y al Mico en seguida
del comedor, para separarles de los demás reclusos. Por nada del
mundo querían otro brote de gripe A en Alcalá-Meco.
Les aislaron en el módulo de enfermería, donde en seguida les
reconoció el joven médico que le había tocado pringar de guardia
la noche del partido, el doctor Tamayo, que se parecía
físicamente a Lince: buena complexión, guapo y rubio, sólo que
con unas gruesas gafas de estudioso miope.
La gripe A (H1N1) es difícil de detectar, sus síntomas son
parecidos a los de la gripe común. El médico novato no las tenía
todas consigo. Si fallaba en el diagnóstico, podía provocar una
epidemia en el centro penitenciario Madrid II, todo un escándalo
nacional. No paraba de salir para consultar los síntomas en sus
libros y volver a reconocer de nuevo a los pacientes.
El inexperto doctor Tamayo estaba cada vez más nervioso, no
sabía lo que debía hacer. Entonces el Mico le sujetó por detrás
y Lince le inyectó uno de sus propios tranquilizantes, lo mejor
para que se calmara.
Le acostaron en la camilla. Lince se puso las ropas del médico y
se colocó sus gafas, y el Mico otras de su talla que rebuscó en
el armario. También se armaron con bisturíes, metiéndolos en los
bolsillos de sus batas blancas.
El coche sanitario les esperaba afuera. Esa noche no había mucha
vigilancia en los pasillos. El partido ya había empezado y
algunos funcionarios estaban entretenidos viéndolo en sus
dependencias, con aperitivos y cervecitas: ellos también
necesitaban cualquier incentivo para sobrellevar la dura vida en
la prisión.
El Mico se echó abajo en la trasera del coche sanitario. Al
llegar a la torreta de salida, Lince, haciendo el papel del
doctor Tamayo, le explicó a los vigilantes que necesitaba ayuda
del hospital, porque había otro brote de gripe A en la prisión.
Un vigilante asintió levemente, mientras el otro seguía pegado
al partido de su televisor.
Se abrió el viejo portón y Lince condujo libre hacia Madrid.
Bajó la ventanilla. Es una sensación de alivio difícil de
describir, cuando puedes respirar aire del campo, simple y
estupendo, después de haber estado cautivo.
El Mico se incorporó en la trasera del coche y dijo:
- Eres un fenómeno, Lince. Ahora te voy a compensar con creces.
Conduce hasta el piso de esa puta y de su hija en la calle Mayor
de Madrid.
Fue la misma madre de Inma Pacheco quien abrió la puerta. Al ver
a Lince y al Mico vestidos de sanitarios, su rostro primero
mostró extrañeza, luego terror. Se echó hacia atrás, ellos
entraron y entornaron la puerta.
- ¿Y tu hija? – le dijo el Mico.
- ¿La que mataste -repuso la mujer con odio-, o la que quieres
matar ahora?
- Parece que nos esperabas -dijo Lince.
- Mi hija está de vacaciones con unas amigas. ¡Matadme a mí!
Y la mujer retrocedió más aún, resignada a su suerte. Estaba
sola, sin armas, lejos del teléfono. Pensó en gritar, eso al
menos aceleraría su muerte. El Mico dijo:
- Ésta es para mí. Es algo personal.
- De eso nada -replicó Lince-. Dijiste que elegiría yo.
- ¿Es que vas a discutirme?
El Mico sacó su bisturí, Lince agarró el suyo y se puso en
guardia. Unos metros atrás, la madre les observaba con interés.
La pelea fue corta y terrible, a puñetazos y golpes de bisturí.
El Mico era más fuerte, pero Lince más ágil. Tras muchos golpes,
forcejeos e intentos mutuos de apuñalamiento, Lince logró
asestarle una cuchillada al Mico en el costado y eso le
debilitó, se echó mano aullando de dolor.
Las otras puñaladas vinieron más seguidas, junto al corazón. El
Mico cayó berreando, como si no creyera lo que le ocurría. Sus
malvados planes se habían esfumado. Estaba acostumbrado a salir
triunfante, siempre depredaba a sus víctimas, y ahora le había
tocado desangrarse a él.
Mientras agonizaba, Lince le marcó el rostro con una “L”. Luego
miró a la mujer, quien le dijo suspirando:
- Has tardado mucho. Creí que ya no ibas a venir.
La mujer fue al dormitorio y volvió enseguida.
- Toma -dijo-, diez mil euros. Son todos mis ahorros.
- Mejor déjalo para tu hija -le dijo Lince.
Cuando iba a retirarse, se le echó encima la policía, que
entraba en avalancha. Le redujeron entre varios y le quitaron el
bisturí.
- Ahora sí que la has cagado -le dijo el inspector Leiva-. Sea
lo que haya sucedido aquí, pasarás los próximos 25 años en una
prisión de alta seguridad.
En cuanto le esposaron, los policías acudieron a comprobar que
la señora estaba bien. Otros se agacharon para asistir a los
últimos estertores del Mico. Otros llamaron a la ambulancia, al
juez y a la cárcel de Alcalá-Meco.
Estaban todos los polis muy atareados. Se armó un buen jaleo
cuando llegaron también los del juzgado y la ambulancia de
urgencias. Ya no pudieron hacer nada por el Mico, salvo cubrirlo
y subirlo a la camilla.
Fue Carla Ruiz la agente pringada que se ofreció a trasladar a
Lince en el coche, camino de la comisaría de Centro.
En la trasera del coche, Lince le sonreía a la agente por el
espejo retrovisor. Ella le apartaba la miraba con hosco
desprecio.
- ¿Está contenta la señorita? -le preguntó Lince.
- Odio a los violadores -contestó Carla al volante.
- Yo también, sobre todo si son de niñas. Ahora puedes matarme a
palos si quieres. Me tienes a solas en el coche, esposado y
todo.
- ¡Eso quisieras tú!
Antes de llegar a la Plaza de España, Carla detuvo el coche en
un semáforo en rojo y quitó el seguro de las puertas. Se volvió
a mirar a Lince de soslayo con sus grandes ojos de color miel,
la cabeza algo ladeada en expresión arrogante, abiertos los
labios con leve curiosidad. La juvenil melena castaña le caía
por los hombros.
Al salir del coche, Lince le dijo:
- ¡Qué guapa estás esta noche!
Ella repuso en agudo tono de desdén:
- ¡Serás puerco!
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