Para Ricardo González y todos los otros...
Para Bernardo Ojeda, donde quiera que estés.
Y para la señora María que hacia unos pesitos
cobrando por la pasada del rio Mapocho.
Esto si que es un desafío. Escribir la historia de nuestra
casa en El Arrayán.
No pretendo hacerlo. Quisiera sí escribir un corto relato.
Un testimonio de una época transparente y mágica pero
también violenta y cruel que nos envolvió a todos los
chilenos en general y a Ricardo y a mi en particular
Era la época de la juventud y de la revolución en Chile.
¿Qué más pedirle a la vida? Mi compadre Ricardo y yo
vivíamos milagros todos los días en la Universidad. Ojo,
que esta palabra viene de universo. Queríamos viajar por el
universo. Cambiar el mundo. Ser famosos y todo eso...
Deambulábamos como sabios distraídos por los edificios,
patios y jardines de la Universidad pintando murales,
desafiando a los profesores, conquistando a las
compañeras...
Necesitábamos sin embargo un taller. Un lugar especial
donde crear, hacer la revolución e invitar a las amigas.
¿Dónde y cómo?
En El Arrayán, por supuesto. Y ¿cómo? Simple, encontrarlo y
habitarlo.
El Arrayán es una maravillosa zona fértil a los pies de
Santiago. Cerros, río, millones de eucaliptus, pasos
cordilleranos a la Argentina, vertientes. Mansiones de los
ricos y casuchas donde vivían los pobres.
No teníamos la menor duda de que encontraríamos nuestro
taller en la maravillosa Arrayán.
Y lo encontramos. Una casita grande, abandonada, enclavada
en los primeros faldeos cordilleranos. Una fuente de agua
pura natural brotando de una piedra, tantos árboles y el
indómito Rio Mapocho.
No teníamos dinero pero teníamos fe y confianza en nosotros
mismos y logramos encontrar al dueño de la casa. El señor
Ojeda, un mecánico sesentón, buena persona, que trabajaba
en el sector industrial de Santiago. Le pedimos prestada la
casa y por supuesto que nos dijo que sí.
Así, tal cual.
La invadimos con nuestra juventud, nuestras melenas y
barbas, nuestros colores y músicas y nuestras guitarras,
nuestros afiches del Che y nuestras propias obras de arte
volado.
Fue como plantar una bomba. Nuestra presencia constituyó un
hecho político de consecuencias y nosotros no lo sabíamos.
Todos nos observaban. Los ricos desde sus casas con césped
inglés hasta la policía, los mineros, y los lugareños que
vivían en la miseria y la pobreza.
El presidente Allende y su coalición de la Unidad Popular
intentaba hacer una revolución en libertad, chilena, con
vino tinto y empanadas. La oposición derechista se sentía
herida en el bolsillo y en sus privilegios. Era una época
histórica, muy inestable. Pero los chilenos estábamos
convencidos de que no éramos argentinos ni peruanos ni
bolivianos. En Chile jamás habría una dictadura.
Qué hacen estos hippies, marxistas, marihuaneros,
estudiantes, degenerados... están tramando la revolución;
no, si son buena gente son artistas, son cubanos,
definitivamente no son chilenos, sí, sí, son chilenos,
hablan raro, no, hablan como pijecitos. Son maricones. No,
son lesbianos...
Nosotros reparábamos la casa. Trabajábamos duro. Ricardo
era en esa época, y estoy seguro que lo sigue haciendo, una
especie de Leonardo Da Vinci. Podía hacer de todo. Desde
reparar los fusibles de una nave espacial hasta dibujar el
universo con precisión abismante. El dirigía la obra de
reparar techos, poner ventanas, mientras que yo, inútil y
confundido atornillaba las bisagras al revés.
Yo hacía música, tocaba guitarra y componía canciones.
Tenía un grupo musical llamado Rimpelnudel y éramos buenos.
Pero jamás tocamos ante un público. El golpe de estado del
miserable Pinochet lo iba a impedir.
Conocimos a lugareños casi mágicos. Recuerdo a dos viejos
arrieros que venían de la Cordillera de los Andes hacia la
ciudad. Nos contaron los secretos de la hierbita del clavo,
un afrodisíaco tan poderoso que podía hacer ponerse duro
hasta a un cadáver. Sí señor.
Y una noche en que fuimos a una cantina llena de toscos
mineros borrachos. Casi nos mataron porque a uno de ellos
se le ocurrió que no éramos chilenos sino cubanos.
O la comitiva del Presidente Allende que pasaba rugiendo
por el camino a Farellones.
Y las rocas en la ribera del río Mapocho que Ricardo y yo
pintábamos de colores violentos.
Un atardecer rojísimo trepamos los cerros y descubrimos que
detrás de nuestra montaña había una cadena de cordillera
impresionante perdiéndose en el horizonte hasta Argentina.
Era nuestra noble y violenta Cordillera de Los Andes.
Nosotros y nuestros amigos y amigas estudiantes jamás
estudiábamos. No recuerdo haber hecho una tarea o preparar
una lección. Íbamos y veníamos desde el Arrayán a la
Universidad como Pedro por su casa. Leíamos, sí. Recuerdo a
Lenin, Marx, Manns, Lopsang Rampa, y una mezcla mareadora
de místicos, materialistas y charlatanes. Sin embargo nos
sacábamos las mejores notas de la clase y nos graduamos con
honores.
Toda esta época terminó brutalmente de un segundo para otro
al amanecer del once de septiembre de 1973. El golpe de
estado de la Junta Nacional de Gobierno del ejército de
Chile fue como un zarpazo rapidísimo y doloroso que nos
pilló a todos soñando con una sociedad socialista humana y
generosa.
De alguna forma la mayoría de nosotros chilenos no
queríamos despertar a la realidad. Y el golpe de los
militares nos sacudió a la realidad violentamente.
La casita del Arrayán fue sistemáticamente vandalizada por
la policía, militares, fuerza aérea y naval. Cualquiera.
Nos robaron herramientas, destruyeron nuestras pinturas y
obritas de arte, mi guitarra fue despedazada minuciosamente
con evidente maldad, los afiches fueron quemados.
Seguimos yendo al Arrayán exponiendo nuestras vidas y la de
nuestras familias. Una noche nos sorprendió la policía y un
siniestro y enloquecido agente del Servicio de Inteligencia
Militar. Nos interrogaron y amenazaron de muerte con
metralletas y revólveres.
No quiero recordar aquello. No fuimos más a la casita. Se
acabó el sueño.
Dejamos de ser jóvenes estudiantes y nos transformamos en
hombres. Yo abandoné mi país.
Sentado aquí ante mi computadora despierto súbitamente de
un delirio nostálgico e irreal.
Debes ubicarte, Ian. Estás en Copenhague, Valby, tienes
sesenta y cuatro años de edad, tienes una familia danesa.
Vives en el Reino de Dinamarca, estado de la Unión Europea.
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