"Una vez leí que todos los pueblos se parecen. El que escribió
esto debe odiar a la gente. No hay un solo pueblo (...) que sea
idéntico a otro, porque es uno el que inventa sus lugares,
levanta sus casas, traza sus calles y decide el curso de sus
arroyos entre las piedras."
Abelardo Castillo en Muchacha de otra parte
Algo sobre mi querida ciudad, Mar del Plata, Argentina.
Cuando era chica y desde la playa miraba el mar de Mar del Plata
solía imaginar que la ciudad era un reflejo de algún punto
lejano en la realidad del horizonte; que las calles, los
faroles, las casas con sus piedras, los edificios y los árboles,
todos eran eternas imitaciones de algo escondido más allá de ese
mar de perla.
Hay una mística poderosa que envuelve a Mar del Plata. En verano
grita oceánica y perdida, con cachitos de intimidad golpeados
por un sinnúmero de advenedizos que plastifican su poesía o la
hacen aún más rica y prodigiosa. El otoño teatraliza un poco la
calma que resurge, entre hojas secas, calles húmedas y ese olor
a sal saturado que se mezcla en los cordones con arena. A veces
creo que el tango le robó algo de su magia cuando en invierno la
veo triste y solitaria, riñendo con un pasado perdido, hasta que
llega la primavera a rescatarla.
Mar del Plata tiene una lágrima expandida y sueña en la calma de
sus barrios. Enmudece cuando el tiempo la marchita y aún ruge
tenaz bajo sus soles. El que sólo va de visita no la comprende,
porque es mucho más que sus asfaltos y sus lobos. Es, entre
muchas cosas, ese mar que la acaricia en el sur ventoso y la
acompaña; el mismo que se pone gris claro en invierno y veranea
en verdes, mientras sueña un azul que sólo a veces se hace el
más profundo. Es también el quehacer de su gente; raza rara que
vive en la poesía diaria de sus mares, a los que orbita un poco
acostumbrada.
La noche la enciende y la apaga. La ciudad blanca, arrogante,
vibra frente a su costado de sombras; frente al abismo lóbrego
del otro lado de la costa. El claroscuro entre el mar y la urbe,
los dos costados de una ciudad feliz y en ocasiones ausente.
El día le da la lumbre que la pone a brillar en ese liderazgo
compartido entre el mar y sus calles; la viste de luz, de verdad
y de artificio.
¿Cómo explicar con palabras lo que la hace tan bella? La
original, la de los Pampas, la “muy galana costa” de Garay, con
su “Punta de Arenas gordas” de Magallanes. Mar del Plata esconde
sus cachitos de historia y los cuenta en sus muchos nombres. Se
disfraza de señora pero juega como una nena entre sus rocas.
Reverdece luego de sus caídas y se pinta de memoria. Guarda
fantasmas y fantasías en los tropiezos de sus olas. Se hace
única y también réplica; se zambulle en versos y sabe cómo
sonreírle al que la mira.
Aún hoy, siempre que voy a su mar imagino lo mismo: el horizonte
que de chica me llamaba a crear una fábula; una fábula en la que
la ciudad es una imitación de algo más, un reflejo de eso que se
esconde lejano.
Pero no. Mar del Plata es su gente; la delicada simbiosis entre
sus habitantes, esa tierra que habitan y los mundos que los
rodean. Por eso creo que lo que la hace más hermosa es la forma
que tenemos de inventar sus lugares, levantar sus casas y trazar
sus calles. Es una Mar del Plata mía, pero también de otros.
Muchas distintas, parecidas o iguales. La inventada por todos.
La que con su ficción, todos los días, le gana a la realidad del
horizonte.
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