-¡Mirá vos! Yo que pensaba que esa enfermedad solo atacaba a los
buenos. Parece que se enfermó el rey, comentó Belén a su amigo
Tomás mientras leía los titulares de los diarios, esa mañana que
la primavera no terminaba de despertar.
-Bueno, ¿Qué cosa se te ocurre? Respondió Tomás mucho más
centrado en pensamientos que ella. Convengamos que todos podemos
enfermar, es duro pero real.
-Claro, respondió Belén, sin prestar atención a esa respuesta,
absorta como estaba en la descripción de la enfermedad del rey
entronizado a fuerza de prepotencia matona.
Las noticias hablaban de José Mas Akre, Señor de la Vida y de la
Muerte, según rezaba el diploma honorífico que describía el
alcance que tendría su reinado en tiempos en que la humanidad
era devorada por los sistemas inalámbricos que, como si fueran
coladores, permitían que toda noticia que se produjera en el
lugar más apartado del planeta, escapara por los agujeros para
tener repercusión inmediata.
José Mas Akre era un personaje de bajísima moral, amante de las
discordias y como rezaba su lema, Señor de la Vida y de la
Muerte.
Allí donde posara su mirada hierática, fría y calculadora, la
historia tenía la particularidad de mutar de pronto.
El decidía sobre todos los habitantes del reino, aún cuando
éstos habitaran en otras zonas. Lucía una sonrisa que parecía
plastificada, típico de la gente que no sonríe desde el alma.
Cuando enfermó, como enferma todo el mundo alguna vez, no
produjo alegría en la gente que era muy distinta a él.
Digo, esa gente por cuyas venas corría la sangre humana, esa que
no comparte siquiera el factor de los que rinden culto al
espanto.
A diferencia suya que cuando asesinaba, utilizando para el
trabajo sucio a un grupo nutrido de sicarios, salía a celebrar
el crimen como corresponde a todos los que se nutren de la
muerte.
Crimen, violación, desaparición, todo estaba definido en su
propio diccionario en el que la palabra vida iba seguida de un
“hasta que se me antoje”.
Belén, leyendo la noticia de su enfermedad, por esas cosas
extrañas de la psiquis, recordó un episodio vivido hace tiempo
atrás, mientras pasaba unos días en casa de su padre.
Sucedió un mediodía de esos en los que el sol pierde su
vergüenza y se torna irrespetuoso, abrasando hasta los
esqueletos, clavándose entre adiposidades, músculos y tendones,
haciendo que la piel parezca un gran río salado dibujado en cada
anatomía.
En momentos en que ella iba a tender ropa, sobre el césped
reseco, vio una culebra cuya cabeza apuntaba hacia las patas de
una paloma torcaza que comía las miguitas de pan con las que su
padre las alimentara cada día.
Ante la imagen, Belén, sintiendo ausencia de su capacidad
defensiva, solo atinó a gritar:
-¡¡¡Paaaaaaaaaa!!! en clarísima alusión a su padre, quien acudió
presuroso al llamado intuyendo que la voz de su hija anunciaba
algún peligro inminente.
Belén solo atinó a espantar a la palomita que alzó vuelo, tal
vez desconcertada, dejando su almuerzo inconcluso.
Su padre tomó una pala cuyo filo se incrustaba, en momentos
normales, sobre la tierra arenada para quitar las malezas. Esa
vez, en cambio, impactó sobre lo que podría decirse que era el
cogote de la alimaña en el supuesto caso que tuvieran cogote.
El bicho repulsivo hizo dos o tres contorsiones, como si danzara
su último cadereo invertebrado sobre el césped.
Y murió con su carga de veneno atragantado, sin tiempo como para
descargarlo sobre las patitas indefensas de la torcaza.
Belén recordaba la escena y volvió a situarse en ese tiempo.
Volvieron las palabras que sucedieran a esa visión de la muerte
por “asesinato”.
-Ay pa, ¡La mataste! Pobre bicho, no se como pudiste hacerlo.
-¡Nena! respondió el padre sin tener en claro que la “nena” ya
no era tal sino una mujer casi a punto de hacer su entrada a la
tercera edad cuando menos quisieran pensarlo.
-Era una yarará, no puedo ver a esos bichos repugnantes, muchas
veces andan por acá. Todo lo que se acerca sin hacer ruido, lo
que se arrastra y no avisa su llegada me resulta insoportable.
¡Qué la parió!
-A mí también, pa, pero la muerte me espanta, llegue por el
motivo que llegue con o sin aviso. Hasta me causa horror la de
una alimaña, me da un poco de cosita, ¿Viste?
-¡Vos siempre tan romántica, qué cosa más grande! Y eso que casi
te morís vos del susto, murmuraba el viejo mientras metía en una
bolsa el cadáver al que ni el calor de ese mediodía pudo
entibiar un poco.
-¿Qué piensas? Preguntó Tomás cuando notó que Belén parecía
mirar hacia un pasado traído de los pelos, de repente.
-Nada, respondió Belén, nada. Recordaba la historia casera de
una culebra a punto de picar las patitas de una torcaza que
comía miguitas de pan, un mediodía de sol abrasador, antes de
que mi viejo la matara.
-Volviendo al tema, yo que pensaba que esa enfermedad atacaba
solo a los buenos, repitió Belén.
-No, ataca a cualquiera, respondió su amigo.
-Si, si, pero es que la muerte me espanta llegue por el motivo
que llegue, expresó Belén.
-Por supuesto, afirmó Tomás. Por supuesto y eso es, justamente,
lo que nos diferencia.
-Che, ¿Y cómo saldrá de su enfermedad José Mas Akre?
-Ojalá la supere, tal vez esto le sirva para comprender que
aunque tenga el título de Señor de la Vida y de la Muerte,
también es vulnerable a ese designio.
-Ay Tom, me parece que a vos también te espanta la muerte.
-¡Claro que sí! Lo que no se es que tendrá que ver José Mas Akre
con la culebra que matara tu padre. Mira que tienes facilidad
para saltar de un tema al otro, mujer.
-Seee, en serio que sí, respondió Belén. Pero creéme, volví a
sentir pena por la culebra.
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