• Ricardo Iribarren

    La Palabra Olvidada

    La Agonía del Unicornio (3)

    Perseguir a Mika

    por Ricardo Iribarren


El escritor se detuvo en la esquina norte del parque, donde en las tardes los niños brincaban, reían y volaban con el antiguo Juego de los Ángeles. Tal como le dijera el doctor Petrov, en el cielo una nube rosada exhibía un borde añil que decrecía minuto a minuto. Al disolverse los últimos tramos, él moriría.

El escritor nunca hubiera pensado que Irma La Morte, conductora de tres programas de radio muy exitosos, hubiera desatado aquello con el afán patético de “encontrar al hombre de su vida”. La locutora había recibido el disparo en la cabeza cuando estaba dentro de su cuerpo Al cerrar los ojos, podía ver el fantasma de la mano de la mujer: un trazo rojo que abarcaba el corazón; una podredumbre que avanzaba sin dolor, pero con la certeza de la muerte. No sólo lo había contaminado con el fin, sino con un frío creciente en la médula; con el vértigo de las voces que llegaban de otras orillas; con el estertor que se ceñía alrededor de su cuello como un collar negro.

La tarde avanzaba luminosa y serena. Un brillo acuoso resplandecía en el horizonte. De algún lugar debía surgir una mujer viviente que interrumpiera la íntima agonía desatada por el cadáver al apretar su corazón.

El escritor se incorporó y caminó entre arcadas de flores. Contempló en el cielo azul la silueta de la luna en cuarto creciente y recordó lo que sabía de Eunuperia, la organización necrófila que, entre otras cosas, recopilaba las últimas figuras que vieran los ojos de los unicornios moribundos. En su caso no encontrarían visiones tortuosas. Si la muerte sobrevenía esa noche, las imágenes postreras serían de la luna, las estrellas y el ramaje de los árboles sacudidos por la brisa. También hallarían recuerdos arcaicos de templos encendidos; del encuentro clandestino de dos amantes en el ara del sacrificio; del diálogo lejano con un niño que escapara de la pira. Ahora, en el paisaje del parque, faltaba un rostro de mujer.

Procuró no mirar hacia el sudeste, donde el gobierno militar había colgado enormes carteles que cubrían las calles. Uno de ellos mostraba un gigantesco pantáculo de color rojo con el vértice hacia arriba. En las secciones se habían pintado las tres armas y los rostros de los miembros de la junta castrense. En el centro, una paloma con dientes, que pretendía ser el Espíritu Santo, volaba sobre ciudades y seres de diferentes razas.

El escritor se detuvo. A pocos pasos estaba Mika, la muchacha que conociera en el consultorio del doctor Petrov. Se había sentado debajo de un árbol, con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, las manos sobre las rodillas y la espalda recta en actitud de meditar. Llevaba un tenue vestido rosado y seguía descalza. El escritor observó los hermosos muslos y recordó que horas atrás, el médico la había levantado convertida en un cartón; que había ardido súbitamente mientras el viento cargado de vacío sacudía la vivienda. Al ver las llamas, se sintió empujado varios pasos hacia la muerte. Ahora, con júbilo, comprobaba que la joven seguía viva. Se preguntó si al escuchar la confesión del problema ante el doctor Petrov y el deseo que fuera ella quien apriete su corazón, no habría ido a buscarlo.

Inmóvil, ensimismada en la meditación, no hizo ningún gesto de reconocerlo. Apenas se advertía el movimiento del pecho al respirar. El escritor se ubicó a sus espaldas; una parte de los cabellos de la joven estaban recogidos y la otra caía en un aparente descuido, llegando a la grama. El literato pensó que la cercanía del fin no le impediría un encuentro amoroso. Era conocida la extrema fogosidad de los unicornios. En la Edad Media, a los que descubrían con el miembro erecto se los condenaba a la hoguera. De poder tener sexo con la joven, reaccionaría normalmente y sintió curiosidad de saber cómo sería una relación con un ser de otro mundo.

Un poema surgió de su pecho. No era una elegía clara como las que acostumbraba a componer. La sombra de la agonía, envenenaba los versos.

Veo tus ojos en el horizonte
apagarse como carbones moribundos
Un centro de oscuridad
Una pupila parricida.
Tu belleza es grandiosa como el fin
y el dolor de tu mirada
se arrastra hacia el vientre de las nubes
Y estás más allá,
siempre más allá,
como el gesto de un niño en las estrellas.


El parque se llenó de paseantes. Caminaban junto a la muchacha como si no existiera. Como si la pequeña estera sobre la que se había sentado, generara un ámbito propio que la hiciera invisible.

El escritor debía animarse. Interrumpiría la meditación de la joven para pedir que hunda el puño en el triángulo verde que el doctor Petrov dibujara en el punto exacto donde apuñalan a los toros en el ruedo. Se sentó junto a ella, cerró los ojos y pensó que podía esperar seis horas y a su lado recibir la muerte. En el último estertor, quizá ella hundiera por sí misma el puño en el torso del literato y apretara su corazón. Él diría palabras como: “Mi vida te pertenece para siempre” y ella contestaría: Sé que con tu presencia desterraremos la fatal daga del adiós”

Abrió los ojos. La mujer seguía inmóvil. El sol descendía, soplaba una brisa fresca y en el vientre de la nube, la línea añil había llegado a poco menos de la mitad. El escritor se acercó al oído de la joven, abrió la boca para decir algo y en ese momento ella desapareció. Su figura surgió un minuto después unos cien metros más allá. Caminaba rápidamente por los senderos del parque, con el bolso colgando de los hombros. Los largos cabellos llegaban hasta más abajo de las rodillas. Las caderas se movían rítmicamente y las nalgas abultaban graciosamente debajo de la falda.

¡ Necesito que me toque y me libere de la muerte…!

Ante el grito del hombre, los paseantes lo miraron alarmados, pero ella siguió caminado apresurada, como si no lo hubiera oído. Volvió a desaparecer, a suspenderse en una nada transitoria, para surgir más adelante a los pocos minutos. El escritor calculó que los desvanecimientos duraban el tiempo exacto en que debía transitar el tramo de sendero.

La siguió febril. Recorrieron un enorme círculo que abarcaba casi un tercio de la ciudad. El crepúsculo los descubrió en el puerto. En dos oportunidades, el escritor volvió a gritar junto a la muchacha, exigiéndole que hunda el puño entre sus omóplatos. Ella no contestó. Siguió al mismo paso, desapareciendo y volviendo a manifestarse, como si él no existiera.

Al terminar el círculo, la joven volvió a desaparecer y las huellas de sus pies desnudos se acumularon unas sobre otras. Sin saber cómo, el escritor se encontró siguiéndola hacia el norte, trazando el perímetro de una órbita aún más amplia e inscripta en una espiral.

Cuando en la nube apenas quedaba una porción de azul, ella se volvió levemente como asegurándose de que el hombre la siguiera. Con la mirada, una brisa cálida llegó del sur trayendo olor a azúcar quemada. Al trazar con su marcha un tercer círculo concéntrico, llegaron a las playas y los muelles abandonados del este de la ciudad Trozos de barco, caracolas, gaviotas remontando vuelo. El crepúsculo no terminaba de caer.

Ya en la noche, el cuarto y quinto círculos, los llevó a la entrada de las cuevas que recorrían el subsuelo. El cuerpo de Mika brillaba en la penumbra. Bordearon ríos subterráneos y caminaron por planos inclinados, colgando sobre abismos. Pisaron suelos de arena, granito y basalto, hasta desembocar en una pradera donde brillaba el cielo del amanecer.

Jadeando, el escritor sentía que lo único importante era esa silueta femenina, cimbreante, incansable. Al mirar al cielo, advirtió que ya no estaba la nube rosada con la línea de su vida. El cordón añil había desaparecido horas atrás. La sangre circulaba con fuerza en las venas, y la brisa del amanecer trajo unas gotas de júbilo.

Ya había perdido la cuenta de los círculos que recorriera y que ahora lo llevaban a una larga carretera; a los anuncios de una nueva ciudad. El hambre, la sed y el cansancio agobiaban al escritor unicornio, pero no quería abandonar la persecución de aquella silueta.

Si llegara a detenerse, el triángulo en su espalda volvería a marchitarse y a teñirse del color azulino de los muertos. 

Ver Curriculum
Curriculum





volver      |      arriba

Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa

contador

BIOGRAFÍAS    |    CULTURALIA    |    CITAS CÉLEBRES    |    plumas selectas


Islabahia.com
Enviar E-mail  |  Aviso legal  |  Privacidad  | Condiciones del servicio