El escritor se detuvo en la esquina norte del parque, donde en
las tardes los niños brincaban, reían y volaban con el antiguo
Juego de los Ángeles. Tal como le dijera el doctor Petrov, en el
cielo una nube rosada exhibía un borde añil que decrecía minuto
a minuto. Al disolverse los últimos tramos, él moriría.
El escritor nunca hubiera pensado que Irma La Morte, conductora
de tres programas de radio muy exitosos, hubiera desatado
aquello con el afán patético de “encontrar al hombre de su
vida”. La locutora había recibido el disparo en la cabeza cuando
estaba dentro de su cuerpo Al cerrar los ojos, podía ver el
fantasma de la mano de la mujer: un trazo rojo que abarcaba el
corazón; una podredumbre que avanzaba sin dolor, pero con la
certeza de la muerte. No sólo lo había contaminado con el fin,
sino con un frío creciente en la médula; con el vértigo de las
voces que llegaban de otras orillas; con el estertor que se
ceñía alrededor de su cuello como un collar negro.
La tarde avanzaba luminosa y serena. Un brillo acuoso
resplandecía en el horizonte. De algún lugar debía surgir una
mujer viviente que interrumpiera la íntima agonía desatada por
el cadáver al apretar su corazón.
El escritor se incorporó y caminó entre arcadas de flores.
Contempló en el cielo azul la silueta de la luna en cuarto
creciente y recordó lo que sabía de Eunuperia, la organización
necrófila que, entre otras cosas, recopilaba las últimas figuras
que vieran los ojos de los unicornios moribundos. En su caso no
encontrarían visiones tortuosas. Si la muerte sobrevenía esa
noche, las imágenes postreras serían de la luna, las estrellas y
el ramaje de los árboles sacudidos por la brisa. También
hallarían recuerdos arcaicos de templos encendidos; del
encuentro clandestino de dos amantes en el ara del sacrificio;
del diálogo lejano con un niño que escapara de la pira. Ahora,
en el paisaje del parque, faltaba un rostro de mujer.
Procuró no mirar hacia el sudeste, donde el gobierno militar
había colgado enormes carteles que cubrían las calles. Uno de
ellos mostraba un gigantesco pantáculo de color rojo con el
vértice hacia arriba. En las secciones se habían pintado las
tres armas y los rostros de los miembros de la junta castrense.
En el centro, una paloma con dientes, que pretendía ser el
Espíritu Santo, volaba sobre ciudades y seres de diferentes
razas.
El escritor se detuvo. A pocos pasos estaba Mika, la muchacha
que conociera en el consultorio del doctor Petrov. Se había
sentado debajo de un árbol, con las piernas cruzadas, los ojos
cerrados, las manos sobre las rodillas y la espalda recta en
actitud de meditar. Llevaba un tenue vestido rosado y seguía
descalza. El escritor observó los hermosos muslos y recordó que
horas atrás, el médico la había levantado convertida en un
cartón; que había ardido súbitamente mientras el viento cargado
de vacío sacudía la vivienda. Al ver las llamas, se sintió
empujado varios pasos hacia la muerte. Ahora, con júbilo,
comprobaba que la joven seguía viva. Se preguntó si al escuchar
la confesión del problema ante el doctor Petrov y el deseo que
fuera ella quien apriete su corazón, no habría ido a buscarlo.
Inmóvil, ensimismada en la meditación, no hizo ningún gesto de
reconocerlo. Apenas se advertía el movimiento del pecho al
respirar. El escritor se ubicó a sus espaldas; una parte de los
cabellos de la joven estaban recogidos y la otra caía en un
aparente descuido, llegando a la grama. El literato pensó que la
cercanía del fin no le impediría un encuentro amoroso. Era
conocida la extrema fogosidad de los unicornios. En la Edad
Media, a los que descubrían con el miembro erecto se los
condenaba a la hoguera. De poder tener sexo con la joven,
reaccionaría normalmente y sintió curiosidad de saber cómo sería
una relación con un ser de otro mundo.
Un poema surgió de su pecho. No era una elegía clara como las
que acostumbraba a componer. La sombra de la agonía, envenenaba
los versos.
Veo tus ojos en el horizonte
apagarse como carbones moribundos
Un centro de oscuridad
Una pupila parricida.
Tu belleza es grandiosa como el fin
y el dolor de tu mirada
se arrastra hacia el vientre de las nubes
Y estás más allá,
siempre más allá,
como el gesto de un niño en las estrellas.
El parque se llenó de paseantes. Caminaban junto a la muchacha
como si no existiera. Como si la pequeña estera sobre la que se
había sentado, generara un ámbito propio que la hiciera
invisible.
El escritor debía animarse. Interrumpiría la meditación de la
joven para pedir que hunda el puño en el triángulo verde que el
doctor Petrov dibujara en el punto exacto donde apuñalan a los
toros en el ruedo. Se sentó junto a ella, cerró los ojos y pensó
que podía esperar seis horas y a su lado recibir la muerte. En
el último estertor, quizá ella hundiera por sí misma el puño en
el torso del literato y apretara su corazón. Él diría palabras
como: “Mi vida te pertenece para siempre” y ella contestaría: Sé
que con tu presencia desterraremos la fatal daga del adiós”
Abrió los ojos. La mujer seguía inmóvil. El sol descendía,
soplaba una brisa fresca y en el vientre de la nube, la línea
añil había llegado a poco menos de la mitad. El escritor se
acercó al oído de la joven, abrió la boca para decir algo y en
ese momento ella desapareció. Su figura surgió un minuto después
unos cien metros más allá. Caminaba rápidamente por los senderos
del parque, con el bolso colgando de los hombros. Los largos
cabellos llegaban hasta más abajo de las rodillas. Las caderas
se movían rítmicamente y las nalgas abultaban graciosamente
debajo de la falda.
¡ Necesito que me toque y me libere de la muerte…!
Ante el grito del hombre, los paseantes lo miraron alarmados,
pero ella siguió caminado apresurada, como si no lo hubiera
oído. Volvió a desaparecer, a suspenderse en una nada
transitoria, para surgir más adelante a los pocos minutos. El
escritor calculó que los desvanecimientos duraban el tiempo
exacto en que debía transitar el tramo de sendero.
La siguió febril. Recorrieron un enorme círculo que abarcaba
casi un tercio de la ciudad. El crepúsculo los descubrió en el
puerto. En dos oportunidades, el escritor volvió a gritar junto
a la muchacha, exigiéndole que hunda el puño entre sus
omóplatos. Ella no contestó. Siguió al mismo paso,
desapareciendo y volviendo a manifestarse, como si él no
existiera.
Al terminar el círculo, la joven volvió a desaparecer y las
huellas de sus pies desnudos se acumularon unas sobre otras. Sin
saber cómo, el escritor se encontró siguiéndola hacia el norte,
trazando el perímetro de una órbita aún más amplia e inscripta
en una espiral.
Cuando en la nube apenas quedaba una porción de azul, ella se
volvió levemente como asegurándose de que el hombre la siguiera.
Con la mirada, una brisa cálida llegó del sur trayendo olor a
azúcar quemada. Al trazar con su marcha un tercer círculo
concéntrico, llegaron a las playas y los muelles abandonados del
este de la ciudad Trozos de barco, caracolas, gaviotas
remontando vuelo. El crepúsculo no terminaba de caer.
Ya en la noche, el cuarto y quinto círculos, los llevó a la
entrada de las cuevas que recorrían el subsuelo. El cuerpo de
Mika brillaba en la penumbra. Bordearon ríos subterráneos y
caminaron por planos inclinados, colgando sobre abismos. Pisaron
suelos de arena, granito y basalto, hasta desembocar en una
pradera donde brillaba el cielo del amanecer.
Jadeando, el escritor sentía que lo único importante era esa
silueta femenina, cimbreante, incansable. Al mirar al cielo,
advirtió que ya no estaba la nube rosada con la línea de su
vida. El cordón añil había desaparecido horas atrás. La sangre
circulaba con fuerza en las venas, y la brisa del amanecer trajo
unas gotas de júbilo.
Ya había perdido la cuenta de los círculos que recorriera y que
ahora lo llevaban a una larga carretera; a los anuncios de una
nueva ciudad. El hambre, la sed y el cansancio agobiaban al
escritor unicornio, pero no quería abandonar la persecución de
aquella silueta.
Si llegara a detenerse, el triángulo en su espalda volvería a
marchitarse y a teñirse del color azulino de los muertos.
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