Luego del décimo trago del licor celeste, el ratón llamado
Cañupán emitió una réplica de sí mismo. Como su original, vestía
un gastado traje de Armani. Zapatos deportivos que habían sido
negros y brillantes y un par de aerodinámicos anteojos de
segunda mano. A su lado, el doble de la ratona Miñajapa, llevaba
trenzas infantiles y un vestido amarillo y rojo, sostenido
de sus hombros por dos tiras.
El duplicado del ratón ensayó unos tambaleantes pasos de baile.
Al sentirse seguro de los movimientos, tomó a su
compañera de la pata y ambos se precipitaron al vacío desde el
décimo piso. Al caer, la ratona clavó los ojos en el abismo,
con una expresión salvaje.
Un par de horas antes, Miñajapa había golpeado la puerta de
Cañupán, exhibiendo el licor que los llevaría al éxtasis y que
los hombres utilizaban para limpiar ventanas. El ratón se había
negado a la propuesta, pero ella suplicó, alegando el
doloroso exilio que sufría en el mundo de los hombres. Les
bastaba embriagarse, desprender los fantasmas y hacerlos caer
desde las alturas. La experiencia no llevaría más de treinta
minutos del tiempo humano. Ahora, luego del décimo trago de
limpiavidrios, ambos eran dos exhalaciones entre las nubes
violetas.
- ¡Como niños. ¡Como niños! - repetían los ratones En la caída
vertiginosa, la réplica de la Miñajapa, se había quitado las
ropas. Se impulsaba hacia su compañero. Se hundía en el vientre
blando y caliente del ratón macho. Se licuaba en la sangre
con un gorgoteo y volvía a salir por un agujero de las caderas
de Cañupán. Unos segundos más tarde, entre gritos de
alegría, el ratón se hundía en la vagina de Miñajapa. En
segundos, emergía por el ombligo como un vapor, un soplo, un
suspiro del cielo. Para la limitada visión humana, aquella era
una unión sexual. Los ratones, en cambio, negaban el erotismo
de la práctica. La caída de los cuerpos etéreos no se vinculaba
a la reproducción y la excitación era de naturaleza espiritual,
no física.
- ¡Como niños.¡Como niños! -seguían repitiendo, aunque en el
mundo de los Ratones Azules no se conocía la
infancia. Todos nacían con el tamaño y las responsabilidades de
los adultos.
En el apartamento habían quedado los cuerpos inertes, con los
ojos vidriosos. Apenas respiraban. Sobre la mesa, tres gotas
azules del limpiavidrios formaban dos ojos y una boca que
parecía sonreír. Hasta la habitación llegaban los chillidos que
proferían los dobles al atravesar los abismos de la caída.
Los Ratones Azules podían emitir siluetas etéreas con las mismas
características de los cuerpos físicos. La luz se opacaba a
través de las láminas de los fantasmas y al caer, eran
balanceados por las nubes violetas y tibias. El viento los
arrojaba a
cañadas que parecían no terminar. Un nuevo frente de niebla los
recibía una y otra vez.
Miñajapa era la que más gozaba. Se desplomaba con un chillido
constante y buscaba a su compañero, saltando y rebotando
en los cúmulos. Otras veces se limitaba a caer pesadamente,
contemplando las crestas blancas de las montañas lejanas. Las
plateadas superficies de lagos y ríos que rodeaban la ciudad.
Una hora antes, agitando sus trenzas grises, la ratona confesó a
Cañupán que había reflexionado mucho sobre la idea de
caer en la botella. (Así llamaban al encuentro extático). El
roedor le preguntó tres veces si estaba segura de su decisión.
Ella
explicó que hacía dos años vivía con un hombre y proyectaban
tener hijos. Al decir esto, se interrumpió mordiéndose los
labios. No se atrevía a confesar a Cañupán los accesos de celos
de Luigi, su pareja. No sólo la golpeaba, sino que había
arrancado trozos enteros de la piel del lomo y quebrado una de
sus patas delanteras.
- Puedo decir que soy feliz con mi hombre -mintió la ratona-,
pero necesito someterme a la caída. Lo pide mi mente
para mantener sus límites. De no hacerlo, me esperan las
implacables comadrejas de la locura.
Entre los Ratones Azules, beber aquella bebida elaborada con
fenoles y alcoholes, permitía equilibrar sus espíritus. Así
superaban la dura adaptación que exigía la cultura de los
hombres.
Cañupán explicó que no quería tener problemas con la pareja de
Miñajapa. Sabía que los accesos de celos, propios de los
humanos, podían ser incontrolables. Ella prometió, rogó,
suplicó, hasta lograr el consentimiento del roedor. Muy
flemático,
él disertó durante media hora acerca de la necesidad de
adaptación de los Ratones Azules a la sociedad humana. Ella lo
interrumpió: debían terminar la ceremonia cuanto antes debido a
que su hombre no tardaría volver a la casa y exigía verla
allí.
- Entonces el humano no sabe del ritual, señora Miñajapa
- Le recuerdo la enmienda de la legislación ratonil por la que
no es necesario decir a los hombres todos los detalles
que forman nuestra cultura.
El ratón asintió. En su soledad, él también necesitaba de
aquello.
La primera parte de la ceremonia consistía en tragar la luna.
Con las luces del cuarto apagadas, invocaron al astro que se
manifestó a los pocos minutos como una esfera brillante e
intangible. Debían colocar las patas delanteras en las espaldas
y
tomarla tan sólo con las bocas. Estaba permitido masticarla y
recibir la ayuda de la pareja. Era frecuente que ambas bocas
y lenguas se encontraran. (Uno de los argumentos levantados por
quienes calificaban de erótica a la costumbre).
Después bebieron los diez sorbos del limpiavidrios. Los tres
primeros produjeron en los ratones un fuerte dolor de intestinos
y vísceras. Al seguir apurando el líquido azul, el sufrimiento
se trastocó en una fuerte sensación de éxtasis. Hay quienes
describen a la experiencia como “una línea circular iniciada en
el bajo vientre, que sube hasta detenerse en el centro del
estómago, para luego transformarse en un árbol lleno de flores”.
Era entonces cuando el embeleso se transmutaba en el
vértigo de la caída.
De los mundos que diariamente descubría el doctor Petrov, los
Ratones Azules eran quienes más alternaban con los
humanos. El centro vital de los roedores permanecía oculto en un
sitio ubicado entre la nuca y el cuello. Allí, un gusano de
tres pulgadas, regulaba sus cuerpos. Formado por tejido
nervioso, era más que un cerebro. Lo definían como un organismo
completo, con autonomía biológica y capacidad de razonamiento.
Disponía de un par de gruesas alas que siempre se
mantenían plegadas. Al extraer aquella larva, el ratón
permanecía en vida latente hasta que se la volvían a insertar.
Al
intercambiarse con otros seres de la especie, se transfería la
personalidad. También funcionaría en cualquier otro animal o en
un hombre. Esto no se podía comprobar. La práctica estaba
prohibida por la Ley de Defensa de los Derechos de los
Habitantes de otros Mundos.
Ante el consumo del limpiavidrios, dicho gusano aumentaba tres
veces su tamaño original. Con la inflamación, el deseo del
éxtasis era incontrolable. Obligaba al ratón a emitir su réplica
y hacerla caer desde una altura considerable.
Casi nunca llegaban al suelo, ya que los dobles regresaban a los
cuerpos antes de tocar tierra. Toda caída era detectada por
agentes del servicio de inteligencia militar, encargados de
“patrullar las fronteras internas y externas de la patria”. En
aquella mañana, un par de gendarmes observaron con atención las
tenues figuras que parecían volar. Sus trayectorias eran
filmadas por una sofisticada y pequeña cámara que las trasmitía
al comando central.
- Dos bichos están culeando -comentó uno de ellos
- Por supuesto. Estos bichos no saben hacer otra cosa .
Las cámaras trajeron hasta ellos la identidad de los ratones.
Cañupán era un poeta y como todo artista, resultaba sospechoso
de apoyar la oposición subversiva. La ratona Miñajapa era la
esposa del famoso anarquista Luigi Luscenti, quien colaboraba
con el gobierno militar.
Los agentes consignaron los datos. Ni siquiera habían escuchado
hablar de la opinión que interpretaba la caída como un
hecho cultural. Para ellos, los ratones protagonizaban una unión
sexual o “culeaban”, citando la grosera expresión que
repetían a cada instante.
Las tenues siluetas eran visibles a simple vista como un par de
manchas apenas más oscuras que la bóveda celeste. En medio
del cielo de la tarde, se separaban, se buscaban, se unían y no
dejaban de caer.
Uno de los agentes tomó el teléfono y buscó el nombre de Luigi
Luscenti entre sus contactos.
- …te llama un amigo. No importa mi nombre… es para informarte
que tu novia está “culeando” en el cielo con
un ratón hijo de puta… Te dije que soy un amigo que te quiere.
Por eso te lo informo. Llegarán a tierra en quince minutos.
Los ratones, en tanto, seguían agitándose como dos manchas
inocentes y gozosas en los tiernos vientres de las nubes.
Ver Curriculum
