Durante unos años, pasada la primera mitad del siglo XX, muy
en concreto simultáneamente a la aparición de los Novísimos
y en contra del realismo de la poesía social de la segunda
generación de postguerra, se consideró urgente escribir una
poesía totalmente desvinculada de los cánones clásicos. Era
como si el dragón de las vanguardias, ligeramente adormecido
por las voces más representativas de las dos décadas
posteriores a la guerra civil, levantara de pronto la cabeza
y rugiera contra todo lo que pareciese escrito con la pluma
del pasado.
Había que “romper” buscando una alianza con el falsete de la
escritura automática, no sólo en la forma, sino también en
el lenguaje. Escribir con impulsos espontáneos acumulando
imágenes irracionales, rehuyendo el desarrollo de un tema y
enemistándose con el ritmo, parecían ser los distintivos de
la nueva poesía. Había que buscar la genialidad a toda
costa. Ser poeta significaba convertirse en una especie de
vidente de la poesía futura, pactar con lo ilógico podría
ser un recurso favorable para que el poema atrajese hasta el
punto de abominar de la poesía “bien hecha”, considerándola
anacrónica.
Las metáforas -aunque no cumplieran la ley de la preceptiva-
desperdigadas en el poema eran recibidas con vítores
saludadores de la genialidad. Daba la sensación de que el
futurismo, el ultraísmo y el surrealismo se juntaban como un
monstruo de tres cabezas para golpear las puertas de la
poesía española como un malhumorado ariete de un ejército de
poetas que pasaban de largo de la Historia de la Literatura
y, por supuesto, de la preceptiva literaria.
Eran los aspirantes a plasmar nuevas formas de expresión
poética que, inconscientemente tal vez, tomando como arma
única “la palabra en el tiempo” de A. Machado, perdonaban
tan sólo a V. Aleixandre, a L. Cernuda y a los poetas
traducidos (especialmente ingleses y norteamericanos, sin
olvidar a poetas de valor icónico como fueron Pessoa y
Cavafis ).
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