Se acercaba Halloween, o si lo prefieres, la fiesta de Todos los
Santos y de los Difuntos. En las calles y en la tele todo eran
calabazas, esqueletos y murciélagos. El verano ya pasó, venían
días más frescos y nublados.
Después del último golpe, Víctor Lince y Carla Martel se habían
trasladado de su pisito de alquiler a una mansión de La Moraleja
llamada “Villa Siniestra”.
Hasta allí condujo el inspector Jorge Leiva, para pedir
explicaciones a la maligna pareja por sus delitos. Era una tarde
lluviosa de viernes, con el cielo gris y los escasos transeúntes
andando deprisa y cabizbajos con sus paraguas.
Una vez en Villa Siniestra, Leiva llamó al teléfono automático y
alguien le abrió desde dentro. Leiva avanzó con su coche por el
carril que llevaba a la casona vetusta y triste, entre oscuros
árboles y arbustos que se agachaban abrumados por el duro efecto
del viento y la lluvia.
Leiva bajó del coche, corriendo del chaparrón. De nuevo le
abrieron la puerta del melancólico palacete desde dentro. Pero
no había nadie. Sólo muebles ancestrales en el amplio recibidor,
y una gran escalera de mármol que conducía al primer piso, desde
donde se veía una tenue luz.
Los pasos del policía resonaban al subir los escalones de
mármol. Arriba buscó la luz. Entró en un dormitorio lujoso y
antiguo. Al fondo, junto al ventanal, Carla Martel leía a la luz
de una lámpara ante la mesa camilla.
El inspector se acercó. La figura de Carla tenía un aspecto más
gótico que nunca. Vestía jersey negro, sus ojos y su cabello
castaños estaban más oscuros, su cara pálida, con ojeras, como
si fuera una joven bruja o vampira transida de dolor.
Carla levantó los ojos del libro que estaba leyendo, “Carmilla”
de Sheridan le Fanu y le dijo altiva al inspector Leiva:
- ¿Va a detenerme? ¿Por qué no me detiene?
- Primero al canalla de Lince. ¿Dónde está?
- Ahora lleva el club Hollywood – dijo Carla con asco –. Está
ahí cerca, en la autovía de Galicia. Si quieres apresarle, sólo
tienes que ir a ese antro.
Leiva comprendió. Se acercó a Carla y le cogió la mano.
- Escucha… yo… – le dijo.
Carla se soltó como una fiera y se levantó.
- ¡No me toques! Todos los tíos sois unos cerdos. ¡Búscate a
otra!
Y comenzó a llorar con la furia de una Magdalena despechada.
Jorge Leiva la abrazó. Aguantó los insultos de Carla, sus
bofetadas histéricas y sus puñetazos. La llevó en volandas hasta
la cama de dosel decimonónico.
¡Cuánto amor necesitaban ambos!
* * *
El club Hollywood, en la A-VI hacia Torrelodones, era un antro
con fogosas luces de neón en una salida de la autovía. Por fuera
ya era cutre, pero dentro se te caía el alma a los pies.
Esperabas algo sexy, limpio y moderno; en realidad olía a
demasiado perfume que no lograba borrar la peste a alcohol,
yerbas y flujos humanos.
En una pista oscura y de música estridente, las chicas carnosas
esperaban con desgana la próxima remesa de salidos, vestidas con
sus minitops.
Pero no hay que engañarse: hasta el tugurio más pestilente puede
esconder extraños misterios en su interior.
Tras la puerta que ponía “PRIVADO”, en un recodo discreto junto
a los servicios del local, Víctor Lince cenaba con dos magnates
de la industria nacional, a quienes llamaremos Costa y Velasco,
y un concejal con buena mano en el ayuntamiento madrileño,
apellidado Moreno. Costa era un vejete delgado y sonriente del
decaído sector inmobiliario, cuya hipocresía apestaba de lejos.
Velasco pertenecía a la juventud emprendedora en hostelería,
atractivo y de buenas formas pero con un alma dura como los
colmillos del tigre. Moreno había entrado en política de joven
casi por casualidad, y ahora, pasados los cuarenta, le era mucho
más fácil seguir con el show que volver a una vida de fracasada
honradez.
Lince les preparó una cena fabulosa, por supuesto previo
suculento cobro: el mejor vino del país, mariscos, carne roja,
pescadito fresco. Y después, licores para elegir, cócteles a la
última, cigarritos de coca, mientras veían el obsequio de la
noche tras un cristal opaco en la habitación frontera.
Una chica disfrazada de brujita vampira bailaba en una barra
americana. La melena al viento, movía con gracia y soltura sus
largas piernas y sus brazos rollizos. Llevaba braguitas y sostén
minúsculos, y un velo negro de Halloween, que apenas tapaban las
curvas exuberantes de su cuerpo privilegiado. Alta y con curvas,
tenía buenos pechos y mejores caderas, cual Vampirella de José
González.
- ¿Os gusta mi última adquisición? – preguntó Lince.
- ¡No está nada mal! – dijo Costa, y al concejal –: Entonces,
¿qué hay de lo nuestro? No te escaquees con la moza.
- Te adjudicaré lo primero que salga – dijo Moreno –. Pero no te
garantizo nada, ahora la cosa está fatal. Y deberás anticiparme
el 5 %.
- El 3 % y ya te vale. No querrás que le cuente a tu mujer cómo
pasas los viernes. La mía ya pasa de todo, podéis contárselo.
Aquí tienes tres mil a cuenta.
Costa le dio el dinero al concejal, que lo guardó con rapidez en
su riñonera.
- ¿Y qué hay de mis proyectos? – dijo Velasco –. Pienso abrir
este año dos restaurantes en Madrid. Los ricos siguen comiendo.
- Agilizaré los trámites al máximo – dijo Moreno –. Tendrás tus
dos restaurantes. En cuanto me pases el 3 %, como es natural.
Velasco entendió la indirecta y le soltó a Moreno otros tres mil
como anticipo. Para que no se le olvidase. Si no, los planes se
pierden en la burocracia. El concejal los guardó igualmente en
su riñonera. Se estaba alegrando de haber acudido al Hollywood a
pesar de ser un gris viernes de otoño.
- Esto son negocios – dijo Costa –. Brindemos por la estupenda
moza que tenemos enfrente. ¿Cuál es el precio de salida? – le
preguntó a Lince.
- La chica de hoy es especial – dijo Lince –. Quinientos.
Los invitados protestaron, pero todos sabían que era una pose.
Aquella tarde de viernes habían ido a medrar su fortuna, a
pasárselo bien y gastar lo que hiciera falta, con tal de pasar
la noche más inolvidable de su vida.
Pujaron duro, como tres niños que se pelean por el mejor
caramelo. Al final, sólo Moreno llegó a los mil euros, dado que
tenía abundante dinerito fresco. Sus dos competidores
desistieron, ya habían aflojado la mosca bastante ese día, lo
que le otorgaba a Moreno el derecho de acostarse él solo con la
brujita vampira de impresionantes curvas. Costa le dijo:
- ¿Y tu mujer?
- Cree que estoy de negocios – dijo Moreno –. Y así es, no la
engaño.
Lince se guardó con sonrisa canalla los mil euros del concejal.
Tras la puerta del “PRIVADO”, el inspector Leiva escuchaba lo
que podía, fingiendo que seguía indispuesto en los servicios del
antro.
* * *
Al oír que salían, Leiva se escondió en los servicios.
Lince acompañó a Moreno hasta la puerta donde estaba su trofeo
femenino, y luego le dejó solo ante el peligro dulce.
Moreno entró en la habitación. Era pequeña y cutre, con una
cama, una mesita y un pequeño baño, como los demás cuartos del
club, donde las chicas recibían a los mendas y luego dormían.
Echada en la cama en pose sensual, al ver entrar a Moreno la
joven se quitó el sombrero de brujita gótica. El concejal tuvo
que hacer grandes esfuerzos para disimular lo que le imponía
aquella soberbia hembra, pues la verdad, aparte de su mujer,
había conocido pocas aventuras eróticas.
La potente anatomía de la brujita se adivinaba bajo el velo
negro, sus braguitas y el pequeño sostén. Tenía melena castaña,
sus ojos pintados de negro miraban insolentes al concejal. Sus
labios muy rojos sonreían entreabiertos. Por empezar, Moreno le
dijo:
- ¿Cómo te llamas?
- Puedes llamarme Lady Vamp. Anda, ven aquí, que no te voy a
comer.
- Espero que sí, que me comas.
- Qué ingenioso eres. Acércate, no me tengas miedo.
- ¿Por qué iba a tenerte miedo?
- Eres un hombretón muy valiente. Primero déjame la riñonera.
Moreno se sujetó la riñonera al cinto.
- Ya le he pagado mil a Víctor Lince. Mil euros por estar
contigo.
- Yo valgo mucho más – dijo la muchacha levantándose –. Dame
esos cinco mil.
- ¿Cómo lo sabes? ¡No!
El concejal trató de huir espantado, pero Lady Vamp le sujetó
antes. No se pudo resistir a los encantos de la vampiresa, que
le condujo a la cama y le desnudó entre besos y caricias. La
ropa y la riñonera de Moreno quedaron en el suelo.
Mientras trataba de satisfacer a la amazona gótica, entró Leiva
blandiendo su pistola HK reglamentaria y les gritó que se
detuvieran. La curiosa pareja de la cama se volvió para mirar al
intruso.
- Veo que eres más rápida que yo – dijo Leiva –. Cuando llegué,
ya estabas aquí.
- Vete al infierno – le contestó Carla Martel, sin tapar sus
encantos.
Moreno no entendía nada. Leiva añadió:
- ¿Ahora te dedicas a esto? ¡Qué baja has caído con Lince! Me
das asco.
- Pues para darte tanto asco, siempre vas detrás de mí.
- Ese dinero es ilegal – repuso el inspector –. Dame la
riñonera.
- ¡De eso nada! – la agarró Moreno rápido del suelo.
Víctor Lince entró en la habitación sujetando una porra negra.
Se vio obligado a golpear a Leiva en la cabeza, para evitar
males mayores. El inspector cayó desmayado y Lince lo apoyó en
la pared. La pistola quedó en el suelo.
El concejal se levantó desnudo y dijo con horror:
- Esto es demasiado. Yo me largo.
Lince señalo a un rincón del techo.
- Está todo grabado. Deje esa riñonera antes de salir, por
favor, o mañana todo el planeta, incluida su familia, verá por
Internet las grandes aventuras de Moreno.
- ¡Pero esto es chantaje!
- Es usted un genio. No me extraña que haya llegado tan lejos.
El concejal se vistió deprisa y salió del cuarto dejando en el
suelo la riñonera con los cinco mil euros. Ahora sí que pensaba
en su mujer, en sus hijos, en su carrera y las cuantiosas
posesiones materiales que podía perder de repente.
Atravesó la oscura pista de música chillona, llena de ninfas y
clientes, sin mirar a nadie. Salió del Hollywood para no volver
jamás, considerándose un afortunado si aquello quedaba así, dado
que las cosas se habían puesto tan feas.
En el cuarto, Carla le preguntó a Lince:
- ¿Qué hacemos con Leiva? Es peligroso tener aquí a un inspector
de policía, desmayado y herido.
- Le pondré hasta las cejas de whisky y de coca, le subiré a su
coche y lo tiraré en la cuneta. Si sobrevive, éste tampoco
querrá saber nada. No creo que le gustara contar que le
encontraron tras tener un accidente, bebido y drogado junto a un
club.
Lince salió a buscar el whisky y la coca. Carla se le quedó
mirando con odio, ya no soportaba su retorcida maldad.
La joven se levantó y agitó con suavidad al inspector Leiva para
que se despertara y le explicó un par de cosas.
Cuando Lince volvió con la botella y las papelinas, Carla seguía
en la cama y Leiva derrumbado en el suelo, pero al acercar la
botella a la boca del inspector, éste se la estampó en la cara.
La pelea fue tremenda, a puñetazo limpio. Rodaron sujetos por el
suelo, cortándose la carne con los cristales rotos de la
botella. Ni siquiera así desistieron. Estuvieron golpeándose
hasta quedar agotados y vencidos.
Viéndoles a ambos destrozados, Carla Martel rio a carcajadas con
maldad. Cogió la riñonera con los cinco mil euros y se dispuso a
salir.
- ¿Por qué? – le dijo Lince. Tenía su bonita cara ensangrentada
y rota.
- Yo no soy tu puta. Y tú no eres mi chulo.
- Todo esto lo hacía por ti.
- Sólo eres un cabrón. Lograré por mis propios medios ser modelo
y actriz.
Carla salió de allí con el dinero.
Lince se derrumbó exhausto sobre el cuerpo inconsciente del
inspector Leiva.
Era la única vez que le habían derrotado. Y eso no pudo hacerlo
cualquiera, sino la bella y malvada Carla Martel, disfrazada de
chica gótica.
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