• Marina Burana

    EL INFIERNO TAN TEMIDO

    Un hombre va a dejar a una mujer

    por Marina Burana


 

Es inútil buscar, unos minutos antes, las cosas buenas. Pero de todos modos lo intenta. Le sudan las manos y la frente, pero no importa, porque cuando termine la cosa, habrá un alivio raro; ese alivio que no es del todo placentero pero que trae cierta calma. Como suponía, ella llegaba tarde. Y quizá en el fondo contaba con eso, con los minutos de espera en los que podría volver a las cosas buenas, a los primeros tiempos, a ese frenesí original que toda vez que intentaba ser rescatado de las manos del tiempo se tornaba algo agrio, con gusto a sucio y aceitado. Es imposible, pero sigue intentando. El mozo se le acerca para ver si ya ha decidido qué tomar, pero él con un gesto de la mano lo despacha, porque piensa que es una falta de respeto pedirse algo antes de que ella llegue; cualquier cosa podría activar la histeria o un caudal demasiado amplio de reproches. Así que no se pide nada y mira cómo el cielo se llena, de repente, de oscuras nubes. Quizá llueva, había dicho su abuela, que sabía todo lo que iba a ocurrir con el clima de acuerdo a lo que dictaminaran sus cayos. Y qué otra cosa necesita, piensa mientras la espera sentado a una mesa que está en la calle, para que la tarde sea más deprimente.

Ya lleva media hora de espera. Y sigue buscando las cosas buenas, que nunca son suficientes y que parecen haber pasado en otra vida. Recuerda a una ex novia a la que odió con toda su alma cuando la muy asquerosa lo dejó por un actor. Cómo la insultó en soledad; cómo se arrepintió de no haberla dejado él antes, cuando la engañó con esa otra; cómo se cobijó en la lástima ajena de las mujeres de su familia que sabían cómo cochinear la memoria de la muy desubicada soñando mentiras, urdiendo disparates; y luego cómo pensó salir ileso entre los comentarios generales de sus amigos, “es una puta, no te calentés”. Y enterarse, después de muchos años, de que la muy inmunda era feliz, inmensamente feliz con el mismo actor por el que lo había dejado; y guardarse en el rencor como en una especie de refugio eterno.

Ahora es su turno. El turno de volverse ese asqueroso que planta bandera y se manda a mudar con otra. Pero pensarlo así es tan cruel, retrocede. Pensar todo desde afuera y no desde adentro es tan poco solemne, tan falto de la realidad de alguna nube en el cielo, tan mentirosamente límpido. Ella aún no llega y él piensa en las primeras horas juntos, en lo bonita que solía ser su sonrisa antes de la rabia; en las tardes bajo la parra; en los domingos de recorrer calles desconocidas; en los chistes bajo las sábanas. Pero nada basta. Nada parece ser suficiente, porque está ya en los minutos finales; en la gracia de los últimos momentos, como si fuera un cuento que se acaba, que alguien está terminando de contar en la soledad tremebunda de una habitación llena de antiguos fantasmas.

Y ella finalmente llega y él siente que algo se le traba en la garganta. Claro que la ve más linda, porque para eso sirven los minutos finales en realidad, para joder donde no tienen que joder, para meter el cuchillo hasta el fondo donde saben que duele. “Creo que va a llover” dice ella mientras se acerca a él para darle un beso, frase que demuestra el peso de los años y que ya no es necesario saludarse como se saluda el resto de la gente; una frase minúscula y absolutamente común que deja en claro que la cotidianidad ha entrado por todos los rincones y ha llenado todo de un moho insoportable.

Ella se sienta y llama al mozo. Él piensa si no es mejor dejarlo para otro momento, pero luego de unos instantes de mirar el cielo se arrepiente. Y el ¿por qué quisiste venir acá? de ella que más que una pregunta parece ser una excusa barata del destino que intenta que la cosa empiece de una buena vez. Y mentir antes de comenzar (porque me gustó...), y seguir mintiendo (qué lindo día...) y pensar cómo habrá que largar todo para que ella entienda y no se ponga nerviosa ni acuda al llanto. Pero se pone a hablar y él la escucha, mejor dicho, hace que la escucha mientras por dentro escoge las palabras. Ella habla y habla y habla, pero él no le presta atención. Quizá si siguen juntos un poco más...un tiempo breve, tal vez. Pero no. La cosa no se revierte con el tiempo. Él quiere poder vivir sin culpas y ahora ella dice que tiene que ver a unas amigas y que su madre la llamó esa mañana. De repente, con esa virtud de pitonisa que tiene la mayoría de las mujeres, larga el vos estás raro que lo descoloca y ya no le permite ocultarse en mentiras o en pensamientos. Pero gracias al mozo por interrumpir con dos cortados y una medialuna. A partir de ahí es más fácil. La sonrisa impuesta, tocarle la mano, mirarla para ver si ella sabe lo que está por pasar, sonreír, sonreír, sonreír, pero no demasiado, se da cuenta, porque puede sospechar y largar todo ella, y finalmente ganar terreno y entrar en una batalla irreversible, en la que está seguro que perderá, porque las mujeres pueden ser así de brujas cuando se lo proponen. También pueden ser testarudas, de ahí la necesidad de decir algo antes de que se vaya el mozo para llevar la conversación hacia otro lado, porque entiende que no está preparado todavía.

Le pregunta sobre su tesis y ella hace una mueca de frustración, de estar harta del sistema y de creer que nada de todo eso tiene sentido, salvo el amor. Salvo el amor, piensa él como si le estuvieran extirpando una parte de su cuerpo mientras un enano fornido y risueño salta a su alrededor con un entusiasmo fenomenal. Ella se pone a hablar de cuando fueron al parque Lezama juntos. No lo conocía. En realidad ella no conocía a la gran ciudad. Nada especial, dice, todo lo mismo: contaminación y olor a muerte por todos lados. Y eso es lo que él ahora comprende que ya no soporta. Esa necesidad casi patológica de encontrar mierda en todos lados. La mirada del mundo desde la óptica de un adicto al desastre, a la catástrofe, a las conspiraciones. Él es más liviano que todo eso, más adaptado a la conciencia colectiva, y ahora siente que algo lo impulsa a tener la fuerza que necesita para poder decirle lo que le tiene que decir.

Pero quizá porque el azar es más dueño de los instantes que cualquier otra cosa, ella le sonríe, le acaricia la cara y le dice que lo ama. Él vuelve a ese primer día sobre su cama, cuando ella vestida le decía que nunca había soñado en colores. Recula. Obviamente. Porque ella ahora es suave, con una mirada esponjosa y una vitalidad adolescente, le parece. Decide que no va a decirle nada, que debe tomarse más tiempo para pensar. Termina este pensamiento y se larga a llover. Ella se refugia en su pecho y juntos se sientan en una mesa de adentro del café. Los dos están mojados como si hubieran estado horas bajo la lluvia, porque el agua cayó demasiado rápido, sin darles tiempo a nada. Pero ahora que las luces le pegan a ella en la cara, una sensación agria y triste sube por su garganta. Sabe que es el momento para decírselo, y mientras ella llama al mozo para que le traiga otra medialuna (la otra quedó hecha una pelota de pasta inconsistente sobre la mesa de afuera), él comprende que tiene que ser hombre y juntar valor.

Tengo algo que decirte, por fin empieza. Ella se pone seria pero no demasiado, como si no comprendiera del todo lo que está por ocurrir. El mozo interrumpe, una vez más, pero ahora a él no le hace nada de gracia. Algo de que pruebe la torta de la casa y ella pregunta qué tiene adentro. Él mira por la ventana la lluvia que apareció de repente y que cae intolerante sobre las cosas. El mozo habla de la torta y de la artesanía del lugar y ella se ríe. Él observa la lluvia y piensa en su abuela, luego la mira. No hay nada allí. No hay nada para él, pero ella no lo mira en absoluto porque se ríe con el mozo, que ahora se acerca a la mesa con la torta y hace que la cuchara que trae en su mano izquierda dé una voltereta en el aire. Pirueta que ella aplaude como haciéndole un chiste. Es verdad que la torta se ve increíble.

El mozo le sonríe mientras ella se hace dueña del primer bocado. Y, sin ofrecerle ni un poquito -piensa él- lo mira. Luego, como cayendo a la realidad desde una perfecta fantasía, ella le pregunta ¿qué querés decirme? Y él, mirando al mozo y después a la lluvia que cae con insistencia, afuera, en otro lugar casi, le responde: nada. Nada.

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