Es inútil buscar, unos minutos antes, las cosas buenas. Pero de
todos modos lo intenta. Le sudan las manos y la frente, pero no
importa, porque cuando termine la cosa, habrá un alivio raro;
ese alivio que no es del todo placentero pero que trae cierta
calma. Como suponía, ella llegaba tarde. Y quizá en el fondo
contaba con eso, con los minutos de espera en los que podría
volver a las cosas buenas, a los primeros tiempos, a ese frenesí
original que toda vez que intentaba ser rescatado de las manos
del tiempo se tornaba algo agrio, con gusto a sucio y aceitado.
Es imposible, pero sigue intentando. El mozo se le acerca para
ver si ya ha decidido qué tomar, pero él con un gesto de la mano
lo despacha, porque piensa que es una falta de respeto pedirse
algo antes de que ella llegue; cualquier cosa podría activar la
histeria o un caudal demasiado amplio de reproches. Así que no
se pide nada y mira cómo el cielo se llena, de repente, de
oscuras nubes. Quizá llueva, había dicho su abuela, que sabía
todo lo que iba a ocurrir con el clima de acuerdo a lo que
dictaminaran sus cayos. Y qué otra cosa necesita, piensa
mientras la espera sentado a una mesa que está en la calle, para
que la tarde sea más deprimente.
Ya lleva media hora de espera. Y sigue buscando las cosas
buenas, que nunca son suficientes y que parecen haber pasado en
otra vida. Recuerda a una ex novia a la que odió con toda su
alma cuando la muy asquerosa lo dejó por un actor. Cómo la
insultó en soledad; cómo se arrepintió de no haberla dejado él
antes, cuando la engañó con esa otra; cómo se cobijó en la
lástima ajena de las mujeres de su familia que sabían cómo
cochinear la memoria de la muy desubicada soñando mentiras,
urdiendo disparates; y luego cómo pensó salir ileso entre los
comentarios generales de sus amigos, “es una puta, no te
calentés”. Y enterarse, después de muchos años, de que la muy
inmunda era feliz, inmensamente feliz con el mismo actor por el
que lo había dejado; y guardarse en el rencor como en una
especie de refugio eterno.
Ahora es su turno. El turno de volverse ese asqueroso que planta
bandera y se manda a mudar con otra. Pero pensarlo así es tan
cruel, retrocede. Pensar todo desde afuera y no desde adentro es
tan poco solemne, tan falto de la realidad de alguna nube en el
cielo, tan mentirosamente límpido. Ella aún no llega y él piensa
en las primeras horas juntos, en lo bonita que solía ser su
sonrisa antes de la rabia; en las tardes bajo la parra; en los
domingos de recorrer calles desconocidas; en los chistes bajo
las sábanas. Pero nada basta. Nada parece ser suficiente, porque
está ya en los minutos finales; en la gracia de los últimos
momentos, como si fuera un cuento que se acaba, que alguien está
terminando de contar en la soledad tremebunda de una habitación
llena de antiguos fantasmas.
Y ella finalmente llega y él siente que algo se le traba en la
garganta. Claro que la ve más linda, porque para eso sirven los
minutos finales en realidad, para joder donde no tienen que
joder, para meter el cuchillo hasta el fondo donde saben que
duele. “Creo que va a llover” dice ella mientras se acerca a él
para darle un beso, frase que demuestra el peso de los años y
que ya no es necesario saludarse como se saluda el resto de la
gente; una frase minúscula y absolutamente común que deja en
claro que la cotidianidad ha entrado por todos los rincones y ha
llenado todo de un moho insoportable.
Ella se sienta y llama al mozo. Él piensa si no es mejor dejarlo
para otro momento, pero luego de unos instantes de mirar el
cielo se arrepiente. Y el ¿por qué quisiste venir acá? de ella
que más que una pregunta parece ser una excusa barata del
destino que intenta que la cosa empiece de una buena vez. Y
mentir antes de comenzar (porque me gustó...), y seguir
mintiendo (qué lindo día...) y pensar cómo habrá que largar todo
para que ella entienda y no se ponga nerviosa ni acuda al
llanto. Pero se pone a hablar y él la escucha, mejor dicho, hace
que la escucha mientras por dentro escoge las palabras. Ella
habla y habla y habla, pero él no le presta atención. Quizá si
siguen juntos un poco más...un tiempo breve, tal vez. Pero no.
La cosa no se revierte con el tiempo. Él quiere poder vivir sin
culpas y ahora ella dice que tiene que ver a unas amigas y que
su madre la llamó esa mañana. De repente, con esa virtud de
pitonisa que tiene la mayoría de las mujeres, larga el vos estás
raro que lo descoloca y ya no le permite ocultarse en mentiras o
en pensamientos. Pero gracias al mozo por interrumpir con dos
cortados y una medialuna. A partir de ahí es más fácil. La
sonrisa impuesta, tocarle la mano, mirarla para ver si ella sabe
lo que está por pasar, sonreír, sonreír, sonreír, pero no
demasiado, se da cuenta, porque puede sospechar y largar todo
ella, y finalmente ganar terreno y entrar en una batalla
irreversible, en la que está seguro que perderá, porque las
mujeres pueden ser así de brujas cuando se lo proponen. También
pueden ser testarudas, de ahí la necesidad de decir algo antes
de que se vaya el mozo para llevar la conversación hacia otro
lado, porque entiende que no está preparado todavía.
Le pregunta sobre su tesis y ella hace una mueca de frustración,
de estar harta del sistema y de creer que nada de todo eso tiene
sentido, salvo el amor. Salvo el amor, piensa él como si le
estuvieran extirpando una parte de su cuerpo mientras un enano
fornido y risueño salta a su alrededor con un entusiasmo
fenomenal. Ella se pone a hablar de cuando fueron al parque
Lezama juntos. No lo conocía. En realidad ella no conocía a la
gran ciudad. Nada especial, dice, todo lo mismo: contaminación y
olor a muerte por todos lados. Y eso es lo que él ahora
comprende que ya no soporta. Esa necesidad casi patológica de
encontrar mierda en todos lados. La mirada del mundo desde la
óptica de un adicto al desastre, a la catástrofe, a las
conspiraciones. Él es más liviano que todo eso, más adaptado a
la conciencia colectiva, y ahora siente que algo lo impulsa a
tener la fuerza que necesita para poder decirle lo que le tiene
que decir.
Pero quizá porque el azar es más dueño de los instantes que
cualquier otra cosa, ella le sonríe, le acaricia la cara y le
dice que lo ama. Él vuelve a ese primer día sobre su cama,
cuando ella vestida le decía que nunca había soñado en colores.
Recula. Obviamente. Porque ella ahora es suave, con una mirada
esponjosa y una vitalidad adolescente, le parece. Decide que no
va a decirle nada, que debe tomarse más tiempo para pensar.
Termina este pensamiento y se larga a llover. Ella se refugia en
su pecho y juntos se sientan en una mesa de adentro del café.
Los dos están mojados como si hubieran estado horas bajo la
lluvia, porque el agua cayó demasiado rápido, sin darles tiempo
a nada. Pero ahora que las luces le pegan a ella en la cara, una
sensación agria y triste sube por su garganta. Sabe que es el
momento para decírselo, y mientras ella llama al mozo para que
le traiga otra medialuna (la otra quedó hecha una pelota de
pasta inconsistente sobre la mesa de afuera), él comprende que
tiene que ser hombre y juntar valor.
Tengo algo que decirte, por fin empieza. Ella se pone seria pero
no demasiado, como si no comprendiera del todo lo que está por
ocurrir. El mozo interrumpe, una vez más, pero ahora a él no le
hace nada de gracia. Algo de que pruebe la torta de la casa y
ella pregunta qué tiene adentro. Él mira por la ventana la
lluvia que apareció de repente y que cae intolerante sobre las
cosas. El mozo habla de la torta y de la artesanía del lugar y
ella se ríe. Él observa la lluvia y piensa en su abuela, luego
la mira. No hay nada allí. No hay nada para él, pero ella no lo
mira en absoluto porque se ríe con el mozo, que ahora se acerca
a la mesa con la torta y hace que la cuchara que trae en su mano
izquierda dé una voltereta en el aire. Pirueta que ella aplaude
como haciéndole un chiste. Es verdad que la torta se ve
increíble.
El mozo le sonríe mientras ella se hace dueña del primer bocado.
Y, sin ofrecerle ni un poquito -piensa él- lo mira. Luego, como
cayendo a la realidad desde una perfecta fantasía, ella le
pregunta ¿qué querés decirme? Y él, mirando al mozo y después a
la lluvia que cae con insistencia, afuera, en otro lugar casi,
le responde: nada. Nada.
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