Víctor Lince sabía, como tú lo sabes, que cada ciudad tiene su
olor. Sevilla no huele sólo a barritas de incienso, como los
esnob dicen. El centro de Sevilla huele a colonia de mañana
festiva en primavera, un aroma tan fino y alegre que evoca todas
las esperanzas de la vida y en efecto no se da en ningún otro
lugar del mundo.
Esa hermosa mañana de sábado, Lince se deleitaba en una recoleta
librería de viejo cerca de la Plaza de la Encarnación, llamada
Zeus, donde se podían comprar por poco dinero maravillas
descatalogadas y muy difíciles de encontrar.
La librería Zeus era muy antigua. Los estantes rodeaban las
paredes ordenados por temas. En el centro, los viejos libros se
apilaban sobre una mesa, en cajas y hasta por el suelo. Al
fondo, junto a una puerta en el rincón de los libros policíacos,
un pequeño altavoz amenizaba la velada con música clásica, como
si los clientes se encontraran en un paraíso aislado de la selva
exterior.
Curioseando entre los estantes, Lince dio con un libro que
buscaba hacía tiempo, “Arsen Lupin” de Maurice Leblanc, que
contenía en su interior lo que resultó ser el mayor misterio de
su vida.
Una nota escrita en un papelito decía:
“LADY VAMP, te espera LU CHANG.”
¿Quién, por qué y para qué había dejado olvidado semejante
mensaje en las páginas oscuras de un libro polvoriento?
Para disimular, Lince le preguntó al librero, un vejete llamado
Medina, cuánto valía ese libro. Medina le dijo que sólo tres
euros. Lince hizo un gesto ambiguo y dejó el libro en el estante
donde estaba, pero guardándose la nota de papel.
A escondidas le dio la vuelta a la nota. Decía: “LU CHANG S.L.,
P. I. La Chaparrilla, c/ Virgen de la Amargura, nave 7.”
Las Vírgenes y los Cristos de Sevilla recogen la esencia más
profunda de la vida, omnipresentes en sus calles, plazas y hasta
en sus polígonos industriales: La Soledad, La Piedad, El
Calvario, Las Tres Caídas, Las Angustias, El Perdón, Los
Remedios… que contrastan con la vitalidad y el bullicio en el
centro de Sevilla, llena de luz y de sol.
Lince se encontraba en uno de esos períodos, huido de la
justicia, en que era mejor pasar desapercibido de cualquier
instancia policial, pero la tentación del misterio le pudo con
creces en ese caso.
La librería Zeus era un enigma. Muchos días laborables estaba
cerrada en horario de oficina, y también los sábados o festivos
que podía hacer más dinero. Cuando estaba abierta, para entrar
había que llamar a un timbre varias veces. El librero tardaba en
salir, si es que contestaba. Medina era un viejito hosco y parco
en palabras, como si le molestaran los escasos clientes que
entraban a su establecimiento.
¿Cómo podía ganarse la vida con un negocio ruinoso como aquél,
si carecía a todas luces de unos ingresos mínimos?
Picado por la curiosidad, Lince se esperó a la noche. Como se
suponía, entonces los tipos empezaron a llegar. Tocaban el
timbre mirando a los lados, como para asegurarse de que nadie
les veía. Ahora la puerta se abría rápido y los tipos entraban
con prisa para desaparecer dentro del local.
Lince decidió hacer lo mismo, disimulando sus rasgos con gorra y
gafas de sol. Esta vez la puerta se abrió rápido y el vejete le
recibió con simpatía.
Medina le condujo hasta la puerta del rincón. La abrió y
subieron por una escalera muy estrecha, de escalones metálicos
que restallaban al pasar, como debía de ser la horca en tiempos
antiguos.
El primer piso era una sala alargada, con el techo tan bajo que
le rozaba a Lince en la cabeza al avanzar. Se notaba por los
desconchones y el olor a humedad que no la habían pintado hacía
muchísimo tiempo, aunque casi todas las paredes estaban
cubiertas con viejas estanterías de madera acartonada… repletas
de pelis eróticas.
Lince sonrió y le dijo al viejo:
- Creí que los sex shop eran legales hacía mucho.
- Así es, pero aquí tenemos películas especiales, para el gusto
particular de nuestros clientes.
Observando las pelis de los estantes menudeaban varios tipos,
con ansia y obsesión en sus rostros. Eran salidos y pirados,
capaces de pagar mil euros por una nueva rareza. Unos don nadie
que se vengaban así de su fracaso social, entre los cuales se
ocultaba a veces, amparado por el anonimato, un importante o
famoso profesional, que escondía de ese modo sus vicios
inconfesables.
Había películas con chicas para todos los gustos. La sala
terminaba en un rincón abuhardillado, con una vieja ventana tras
la que se veían los tejados y algunos bellos campanarios del
centro de Sevilla. Ese rincón disimulaba todo un muestrario de
películas con aberraciones humanas que traspasaba cualquier
límite tolerable.
Pero lo que a Lince le llamó la atención fue la vitrina de
novedades. La estrella del mes era Lady Vamp. En la portada
salía una joven despampanante, de curvas tan sensuales y pose
tan provocativa, que destacaba entre las chicas de los demás
vídeos. Iba disfrazada de vampira, aunque con una braguita y un
sostén minúsculos. Peinaba su melena castaña con sencilla raya
al lado. La cabeza algo ladeada, sus ojos color miel miraban
altivos, sus labios se entreabrían sensuales.
Era el rostro inconfundible de Carla Martel.
* * *
Lince se dirigió a la calle de las Angustias, en el polígono La
Chaparrilla. En esa época Carla Martel había huido de su lado y
tenían malas relaciones, hasta el punto de que habían cortado la
comunicación.
La nave nº 7 era un enorme almacén abarrotado con todo tipo de
productos de bazar. Lo regentaba el señor Lu Chang, un chino de
mediana edad, que llevaba casi veinte años en España, donde
había prosperado de forma fabulosa. Ya hablaba bastante bien
español y tenía contactos influyentes.
Lince entró armando jaleo, para que le llevaran hasta el dueño
de la nave. En cuanto Li Chang le vio, en lugar de enfadarse
dijo:
- Qué ejemplar.
Y le condujo a la trasera de la nave, en cuyas dependencias
estaban rodando de forma cutre pero realista una peli erótica.
Allí, entre un par de tíos casi desnudos y chicas de todas las
razas, Lince vio a Carla Martel, vestida con un pequeño biquini
y maquillada como vampiresa.
En cuanto le vio, Carla le ignoró con desprecio, en un gesto de
irritado fastidio. Lince se le acercó y le dijo:
- Esto no te lo consiento.
- Tú no eres nada mío – repuso Carla con ira –. ¡Vete de aquí!
- ¿Así vas a hacerte actriz?
- Mejor que contigo, seguro. ¿Cómo me has encontrado?
- Hiciste mal en vender libros como el de “Arsen Lupin” en la
librería Zeus. Se ve que antes de venir aquí no tenías ni un
céntimo.
El pragmático señor Lu dijo a Lince sonriendo:
- ¿Ya conocías a mi nueva estrella? Perfecto. Formaréis una
pareja sensacional.
Por supuesto, lo que el señor Lu quería decir era que con los
dos juntos de protagonistas haciendo pelis eróticas, él se
forraría más aún.
- No pienso rodar con este imbécil – dijo Carla.
Esta vez el señor Lu se molestó un tanto. Relegó a Carla para
hacerle una prueba a Lince. Le pidió que se desnudara y se
relacionase con las otras chicas.
En cuanto Lince mostró su musculatura de joven dios rubio y su
privilegiada anatomía, todas las chicas querían retozar con él.
En breves escenas, Lince compartió lecho con soberbias chicas
latinas, asiáticas y del Este, ante la mirada rencorosa de Carla
Martel, que no paraba de mascullar:
- Será puerco.
Luego el señor Lu llevó a Lince a su despacho y le dijo en
privado:
- Me gustaría contratarte.
- ¡Qué bien! – dijo Lince –. ¿Cuándo empezamos a rodar?
- Pronto, no te preocupes, antes tengo otra misión para ti.
El señor Lu quería someter a una prueba a ese joven Lince que
tanto prometía por sus cualidades sobresalientes y su
desenvoltura, empezando por un objetivo modesto. Si Lince
respondía bien, como esperaba, Lu Chang le encargaría negocios
cada vez de mayor peso y responsabilidad.
El empresario sacó de un cajón unos documentos cuidadosamente
forrados. Eran nada menos que manuscritos originales con poesías
de los hermanos Machado, de Cernuda e incluso de Bécquer. Le
dijo a Lince:
- Sólo tienes que volver a la librería Zeus, decirle que tienes
otras ofertas y convencerle para que te pague por estos
manuscritos cien mil euros en efectivo. Ni uno menos,
engatusándole con la idea de que podrá exponerlos y sacarles
mucho más dinero aún vendiéndolos por separado. En cuanto me
traigas los cien mil, estarás contratado.
El señor Lu no sólo era un gran comerciante de mercancías para
bazar, también estaba considerado en España y en China como un
mecenas de las artes. Lince cogió los manuscritos y salió, ante
la sonrisa maligna del magnate.
* * *
Medina, el dueño de la librería Zeus, era un negociador experto
y duro. Apenas dejó traslucir el ansia que le producía tener en
su poder esos autógrafos originales de los Machado, Cernuda y
Bécquer. No obstante, Lince se fijó en el brillo de los ojos del
viejo, a pesar de que se resistía y regateaba. Le costó un buen
rato convencerle de que debía pagarle cien mil euros. Medina
conocía los tejemanejes de Lu Chang, y reconoció en el fondo
que, jugando bien sus cartas, podía multiplicar las ganancias
con los tres poetas. Sacaría hasta trescientos mil euros,
siempre que se lo ofreciera a los marchantes adecuados. Ésos a
su vez se pondrían en contacto con las instituciones
pertinentes, y obtendrían el doble de lo que habían pagado. Como
en todas las cosas de la vida, había que respetar la cadena;
saltarse un eslabón podía resultar fatal y ruinoso.
El señor Medina se volvió a un armario antiguo, abrió con llave
un cajón y contó de él billetes hasta cien mil euros. Lince los
cogió contento. Sólo pidió como favor personal el libro de “Arsen
Lupin” que había visto la vez anterior. Como valía tres euros
nada más, Medina no puso reparo a ese extraño capricho de su
cliente.
Lince se acercó a la preciosa estantería de libros policíacos,
junto al altavoz de música clásica que era un placer escuchar, y
buscó con delectación entre ellos “Arsen Lupin, caballero
ladrón”. Cuando volvió a la mesa de Medina para mostrárselo
ufano, la música había dejado de sonar.
- Ese maldito cacharro – dijo Medina – está más viejo que yo.
Toda la librería se cae a pedazos.
- Con este negocio podrá construir por fin una nueva – le dijo
Lince –. Aunque no tendrá el encanto de la actual.
Fue lo último que se dijeron. Un instante después se produjo el
estruendo. La policía entró en el local, con el inspector Leiva
de paisano a la cabeza, y los detuvieron en un santiamén. Lince
le dijo al inspector con asco:
- ¿No tiene nada mejor que hacer que seguirme siempre?
Leiva le ignoró y le dijo al viejo Medina:
- Esos autógrafos de nuestros grandes poetas pertenecen al
patrimonio nacional. Me temo que tengo que detenerles y que a su
edad va a pisar la cárcel.
En las dependencias policiales ya estaba detenida Carla Martel,
junto a las otras chicas, por grabación de películas aberrantes.
Al verse allí, Lince y Carla intercambiaron una mirada de
desprecio, como diciéndose el uno al otro: “¡jódete!”.
También estaba Lu Chang, acusado de fraude fiscal, evasión de
capitales y blanqueo de dinero a gran escala, pues de los muchos
millones en mercancías que importaba al año de China para los
bazares en España, no declaraba ni la mitad, y otro tanto lo
lavaba con los mecenazgos artísticos.
En aquellas circunstancias, Lu Chang era sólo un detenido más,
que aguardaba triste y derrotado junto a sus actrices eróticas.
Incluso peor, pues las acusaciones contra él eran las más
graves, como cerebro de la red de blanqueo, que le condenarían a
grandes multas y bastantes años de cárcel. Ya no podía ayudar a
Lince en los negocios.
El inspector Leiva llamó a Lince a un despacho de la comisaría
para interrogarle.
- ¿Dónde está el dinero que te pagó Medina por los autógrafos?
- Medina es un negociador muy duro – respondía Lince una y otra
vez –. Ustedes nos detuvieron antes de que me soltase nada.
Y no hubo manera de sacarle de ahí, ya que no había otras
pruebas. Así que, contra toda su voluntad, el inspector Leiva
tuvo que dejar libre a Lince esa misma noche por orden del juez,
al no tener acusaciones fundadas contra él.
En cuanto quedó libre, Lince acudió con nocturnidad a la
librería Zeus, encaramándose por el tejado. Sólo tuvo que forzar
un poco desde fuera la vieja ventana de la buhardilla para poder
entrar.
Recorrió la sala llena de pelis eróticas, con el techo rozándole
la cabeza. Bajó la estrecha escalera metálica sin importarle que
sonaran sus pasos, pues ya no le oía nadie.
Una vez en la librería de la planta baja, abrió el altavoz de la
música, cogió los cien mil euros, y dejó encima el libro de “Arsen
Lupin” como recordatorio, junto con una ramita de olivo doblada
en forma de “L”, que era su firma. Luego subió, tornó a salir
por la buhardilla y se perdió por la hermosa noche sevillana.
Y en la solitaria librería Zeus volvió a sonar la tonificante
música clásica que evocaba un mundo mejor.
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