Y en unas horas, junto con los invitados, llegaría a la casa esa
terrible sensación de lástima compartida, como si todos
asistieran a un velorio en vez de a un cumpleaños de seis. Y
dejarían uno a uno los regalos sobre la mesa del comedor,
grandes pilas de regalos desde la conmiseración y la
incomodidad. Porque había amigas de mamá que todavía se ponían
incómodas cuando él estaba en la habitación, con la baba
colgando y los ojos como enfermos. Ninguna decía nada y en ese
silencio se adivinaba más de lo que se necesitaba adivinar
mientras ellas iban y venían con su mirada, de mamá a él, de él
a mamá, y con sonrisas inmensas como si les hiciera gracia algo.
Algunas sentían en sus manos una sudoración que intentaban
disimular gesticulando exageradamente. Otras se hacían las
chistosas y le hablaban; a él que no entendía nada y en los
pocos momentos lúcidos que tenía quería estar solo. Los ya
conocidos intentos de querer generar lazos con el hijo de mamá,
y cuando aparecía el otro, el sano, un desahogo general aliviaba
el silencio y las horas dejaban de ser tan penosas. Los amigos
de papá se manejaban mejor porque no le hablaban y hacían de
cuenta que era una planta. Algunos lo miraban de reojo mientras
papá compartía alguna anécdota de fútbol y no podían evitar
pensar que al menos tenía al otro pibe para los picaditos de los
domingos.
Y ahora todos entrarían por esa puerta como empujados por la
lástima y luego volverían a sus casas a llorar el asunto con
alguna vecina, o se encerrarían en sus piezas y bajito le
agradecerían a dios por haberle dado hijos sanos y buenitos. Y
esa necesidad enferma de creer que porque tenía “esa condición”
no entendía nada de lo que pasaba a su alrededor. Como cuando
papá y la tía Amparo hicieron ruido en la planta alta y él
chilló con el ojo en la cerradura, y luego se rió con una risa
ronca, profunda y parecida a un llanto convulsivo. Papá salió
desesperado y, sin calcular, sin estar atento a los pruritos de
los que debía hacerse con el de “esa condición”, le tapó la boca
con la mano, asustado y arrepentido al mismo tiempo. Pero él
siguió riendo con una gravedad de hipopótamo y sus ojos enfermos
ahora iban de un lado a otro muy rápido, acelerados por la mano
de papá que ya lo empujaba hacia su pieza y lo dejaba ahí como
se deja una bolsa de papas sobre la mesa de la cocina. Más
tarde, a la noche, tratar de explicarle, al oído, que era todo
un juego que jugaban con la tía Amparo. Y al día siguiente la
culpa doble, la culpa inmensa que manchaba todo; porque no era
la misma culpa de antes de ser visto por él.
Mamá había hecho la torta y era la única entre todos esos que
sabía cómo tratarlo; y él, cuando mamá todas las mañanas bajaba
las escaleras en punta de pie, se despertaba y se levantaba
rápido (como podía) para ir a abrazarla antes de que llegara al
último escalón. La manía de ser el primero en saludar a mamá,
pensaba Germán cuando también se despertaba pero se quedaba en
la cama mirando el techo, pensando en su hermano bajando las
escaleras y tratando de dormirse a pesar de la bronca. Ella le
diría que no tenía que bajar tan rápido, que se iba a caer y se
iba a golpear la cabeza. Mamá no, pero algún otro habría pensado
algo morboso con esa advertencia (y si total...), una imagen
demasiado fantasmal e irrespetuosa que habría sabido borrar
rápidamente para buscar ser una buena mujer o un buen hombre en
la conmiseración por la desgracia ajena. Pero él no la escuchaba
a mamá y envuelto en el silencio de siempre le sonreía con su
sonrisa babosa y cansada. Ella lo mimaba mientras caminaban
hacia la cocina y le decía que ahora le iba a preparar su
tostada favorita. Cuando más tarde bajaba Germán y papá, la
cocina olía a mermelada y mamá se reía de alguna cosa que él
había hecho, porque siempre encontraba algo digno de risa en lo
que él hacía, cualquier detalle podía hacerla sonreír o llorar
hasta la lágrima.
La primera en llegar fue la abuela Rosario que era a la única a
la que no le importaba quedar como una desubicada al decirle “el
tarado”. Mamá se ofendía y sabía que su suegra se lo hacía a
propósito porque cuando estaba en presencia de su marido lo
llamaba por el nombre. Rosario le compró una remera pero le
quedó grande y se la dieron al otro. Mamá tenía la leve pero
casi férrea sospecha de que la abuela no se había equivocado de
talle sin darse cuenta. Después llegarían los vecinos,
seguramente. Pero ahora estaban ellos con la abuela Rosario. Él
no sabía que mamá le había hecho una torta de Supermán. Según
ella -la única que parecía capaz de entender sus preferencias- a
su hijo le gustaba mucho ese superhéroe porque la risa
hipopotámica que a veces largaba cuando lo veía en la televisión
parecía transformarse en un insistente pedido de que nadie
cambiara de canal. Todos los que más tarde vendrían, en silencio
le darían vuelta a la idea (siempre con pena y una mordedura de
labios) de que mamá era muy tierna y llena de imaginación (y de
que la pobrecita...). Y ella no le diría a él que le había hecho
la torta de Supermán, porque quería darle la sorpresa cuando
fuera el momento de soplar las velitas.
Finalmente los invitados empezaron a llegar. Todos como Germán
se había imaginado: llenos de regalos que sólo un nene normal
podría usar, en definitiva quedaría todo para él, y eso era lo
único que le alegraba de aquel festejo que le parecía bastante
absurdo. Mamá recibía a los invitados en el living y papá abría
la puerta principal y dejaba los sacos en el perchero. La abuela
Rosario fumaba en el parque. El cumpleañero estaba estaba
sentado en el sillón, al lado de mamá, que con su mano derecha
le tocaba el hombro o le acariciaba el pelo y en su mano
izquierda llevaba un pañuelo con flores para limpiarle la baba.
Y nadie de los recién llegados sabría cómo saludarlo. Algunos le
dirían feliz cumpleaños, pero no lo tocarían. Otros se le
acercarían y le darían un beso disimulando el asco y la pena. Un
puñado habría ensayado en sus cabezas, antes de entrar,
exactamente qué iban a decir y cómo. Para algunos lo mejor sería
dirigirse a mamá y mirarlo a él con una amplia sonrisa.
Se fueron acomodando uno a uno en el living, pero lentamente la
casa se fue llenando de gente; había invitados en el patio, en
el comedor, en la cocina, en la escalera, por todos lados. Los
nenes corrían desesperados y alguien preguntaba por qué no había
ido ninguno del taller protegido. Papá decía que seguramente por
la hora, sabían que era un poco tarde pero antes trabajaban y no
podrían haber armado la fiesta. Mamá suponía que era porque
después del colegio se cansaban mucho y además ya se lo habían
festejado en el taller con una torta y todo. Pero Germán, que
ahora paseaba cerca de los regalos y escuchaba a los más
grandes, agradecía que no hubiera ido ninguno, y pensaba que
todos los padres no eran tan imbéciles como su mamá, que era
capaz de reunir a diez o quince tarados para hacer un
espectáculo zoológico. Luego se fue al parque a jugar con las
primas, que siempre querían jugar a las princesas alrededor del
antiguo pozo de agua, y como no había ningún primo varón en la
familia, a Germán no le quedaba otra opción que hacer de
príncipe o de sapo. Cuando más tarde mamá lo llamó para que la
ayudara a buscar el disfraz de rey para su hermano, se hizo el
que no la escuchó y continuó jugando a príncipe. Luego se cansó
de las mañas y caprichos de las mujeres y se puso a tirar
piedras dentro del pozo con una concentración zombi.
Pero finalmente tuvo que ir. Mucha bronca cuando la tía Amparo
lo vino a buscar haciéndose la madre sustituta. Las primas lo
vieron irse y comenzaron a reír. Él ya sabía dónde estaba el
disfraz, y antes de disimular una búsqueda para quedar bien con
mamá, le aconsejó que no lo usara. Pero mamá era muy inteligente
y lo miró con una seriedad demoledora; una seriedad gris y llena
de palabras. “¿Dónde lo pusiste?” le preguntó, pero no era una
pregunta sino el principio de un reto. Él la miró indignado,
porque pensó que si la miraba así ella se iba a dar cuenta de
que todo su show era una escena patética. A Germán no le
molestaba quedar como un ridículo por sus propios medios, pero
le enfermaba que fuera ella la que lo hiciera quedar como un
idiota; ella, la que a su vez recibía las miradas de lástima y
hacía de cuenta que todo estaba bien, que todo era muy normal.
Mamá no esperó que respondiera y lo buscó en la habitación de
servicio. Estaba debajo de la caja de las gaseosas. Germán se
quedó solo un momento y vio cómo mamá bajaba las escaleras.
Pensó en las mañanas que apresurado el otro bajaba a abrazarla y
los dos se besaban y mamá sonreía y le tocaba el pelo. Ahora
imaginaba que ambos caían rodando cuesta abajo, se partían algo
y llenaban el suelo de sangre. Pero rápido se contuvo de pensar
esas cosas y después de unos momentos bajó también.
Las primas estaban jugando en el pozo de agua y mamá disfrazaba
al rey. Luego de que estuvo listo, salió a correr (como podía)
al parque con los demás nenes. Alguno cruel le taparía la cara
con la capa real de su disfraz y él caería al piso. Mamá
correría a levantarlo, secundada por papá que se reiría para que
el resto hiciera lo mismo. Un invitado diría “cómo se divierten
estos chicos” y se metería una empanada en la boca.
A las nueve se juntaron todos alrededor del cumpleañero y la
torta. Mamá hizo creer que el sonido gutural que su hijo emitió
cuando se prendieron las velitas mágicas respondía a su emoción
por ver a Supermán. Y todos cantarían con fuerza, para tapar el
gran silencio incómodo que nacía como una enorme y persistente
tela de araña por todas las habitaciones y que se fundía con la
pena, la conmiseración y la culpa. Y luego la torta escupida y
la baba sobre la imagen de mazapán del superhéroe; la risa ronca
y mamá con lágrimas en los ojos y una sonrisa con un beso sobre
la cabeza. Y no habría flashes porque todos sabían que lo ponían
nervioso, entonces el recuerdo de aquello no existiría nunca, y
esto al menos le daba un poco de alivio a Germán y calmaba su
bronca.
Uno a uno se fueron yendo, siempre sin saber despedirse, siempre
generando situaciones incómodas y alejándose de la casa para
rezarle a dios en la soledad de un cuarto. Mamá lavaba las cosas
con la abuela Rosario y papá sacaba las guirnaldas, los globos y
los carteles. El del cumpleaños estaba solo con su disfraz de
rey en el parque. Su hermano lo vio y se le acercó. Se quedó
mirándolo un buen rato para ver si entre ellos había algún
parecido. Le dijo feliz cumpleaños más para saber si reaccionaba
que por otra cosa. Él movió todo su cuerpo desde el pecho hacia
afuera y Germán se asustó, pero pronto entendió que tenía hipo.
Se le acercó un poco más y le tocó el brazo derecho con su dedo
índice. Desde adentro de la casa le llegaban los sonidos de los
platos que lavaba mamá. Todo sería tan simple, pensaba. Pero no
lo era. De pronto recordó los juegos de la tarde. Calculó que
cuando mamá se despertara a la mañana no era necesario que
alguien bajara apresurado a robarle el primer beso. Y entró al
living sin remordimientos. Papá le tocó la cabeza y le sonrió
mientras apurado llevaba un manojo de guirnaldas al tacho de la
cocina. Mamá ahora canta para no pensar en la abuela Rosario que
la tiene tan cerca. Y él ya es el único hijo. El otro sufrió un
accidente en el pozo de agua.
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