Quiero cambiar, y si no que me sorprenda la muerte,
que entre sigilosa para no asustarme ni dolerme. Pero nunca
ser arrastrada por la soledad, nunca volver a sentir esa
agonía, ese sin vivir, ese impasible dolor que como caballo
galopando atormenta mi pecho sin cesar, ese encierro en las
sombras, oculta de la luz y de mi existencia, sin conseguir
tener luz propia, que los demás me sientan, que giren la
cabeza y me miren, sin pasar desapercibida. Nunca volver a
sentirme desamparada y perdida en la inmensidad, sintiendo
la falta de aire en mis pulmones, ese aire cálido de amor
que da la vida a la carne ya muerta. Nunca más sentirme
vacía por dentro, seca tras derramar tantas lágrimas,
insignificante, mínima, transparente, inexistente.
Sentada en el sofá y con la mirada perdida, sola y en mi
fantasía, pensaba en el mundo, en mi mundo, en mi yo, en mi
esencia, en el largo recorrer por el difícil camino de la
vida. Pensaba que el pensar desahoga cuando no esclaviza,
que la oscuridad que me envolvía con el velo negro del miedo
algún día me desafiaría en un reto a muerte y yo lograría
vencerla. Tarde o temprano, no lo sé, pero algún día.
Pensaba en el sentido que la vida había tenido para mí, en
el pensar, en el sentir, en el ser. Yo probé la vida, la
viví, pero no me resultó dulce, más bien me supo amarga. Fui
yo misma, pero me dieron la espalda y mi corazón se inundó
de miedo, un miedo frío que aún hoy cala mis huesos y guarda
mis palabras en algún oscuro rincón de mi interior cerradas
con llave. Pánico a que mi corazón no sea compatible con los
demás corazones, y así sea, que cuando se acerque a otro no
se entiendan, se repelan como los polos opuestos de dos
imanes. Era esclava del miedo y débil para enfrentarlo.
Sentía terror a ser real y enfrentarme con la realidad, a
confiar en quien no debía y de nuevo sentir en mi alma los
aguijonazos de la vida. Pero era consciente de que si no me
arriesgaba me condenaba a mí misma a la infelicidad, y la
soledad de nuevo me perseguiría por el resto de mis días.
Tanto miedo se apoderaba de mi cuerpo no dejando espacio a
mi ser y yo me encerraba más en mí misma. Soñaba, entonces,
con darle la espalda y negarme a su juego, pero mi carne era
débil y cobarde para desafiarlo.
Tumbada en el sofá, con la mirada perdida en el techo,
escuchando un zumbido que mi mente no lograba descodificar,
(seguramente sería el televisor), mi pensamiento se
desvaneció y me quedé en blanco, como inconsciente.
Pronto reaccioné y, mirando a mi alrededor con ojos llorosos
volví a mis pensamientos de antes, mientras analizaba la
decoración de la sala, la combinación de colores, el estado
y limpieza de los muebles, el orden… Hacía todo
inconscientemente, el único desorden que existía era el de
mi cabeza. Entonces me dio por pensar en mí, en cómo soy,
cómo actúo, cómo siento con todo lo que ocurre a mi
alrededor. Así empecé a sentirme mal conmigo misma, a
sentirme culpable por todo lo que sucedía y no podía evitar.
Una lágrima cayó resbalando por mi mejilla, muriendo en mi
boca, y como por instinto me limpié con la manga del pijama
y fui a mi habitación. Me senté en la cama y dejé de nuevo
la mirada perdida en el horizonte a través de la ventana.
Acongojado se hallaba el cielo, así como mi alma. El llanto
de las algodoneras nubes golpeaba estrepitosamente contra la
carcomida ventana de mi habitación, confundiéndose con las
lágrimas que resbalaban por mis pómulos y que, con paso
fúnebre, iban a morir a mi garganta. Mantenía la vista
alzada hacia el turbio, viscoso y enorme cielo. Mi alma
encarcelada, precipitándose a la inercia de mi vida. No
sentía, no vivía, no dormía. Me faltaba el aire, el amor, el
cálido aliento de la vida. Aparté la mirada de la ventana,
una mirada desbordada de melancolía. Oía los furiosos
truenos y mi pecho latía cada vez con más fuerza. El miedo
se adueñaba de mi alma, helaba mis huesos, manipulaba mis
sentidos y pensamientos. Estuve un rato en la cama tirada
sin pensar en nada. Luego fui de nuevo al salón y, sumida en
mis pensamientos miraba, de vez en cuando, de reojo, la
pantalla del televisor: cuerpos enmudecidos, cubiertos por
el tibio rojo de la muerte, agrietados; miradas de terror e
impotencia, un tren destrozado por bombas; desesperación,
miedo, rencor, desolación…
Pensaba, entonces, en el mundo y el sufrimiento, en la
esperada llegada de una paz que no llegaba. Me sentía
impotente, insegura, desvanecida. Lloraba y sufría. No
quería estar así. Apagué el televisor y, de nuevo, regresé a
la habitación, mi lugar más íntimo y confidente. Aún vestía
ese pijama que ella me tejió con hilos de su ilusión. Quizá
fuera ella, quien desde el cielo, reprochaba mi
comportamiento, mi debilidad, con aquella brutal tormenta.
Mis ojos reflejaban la lluvia sacudiendo contra la ventana,
mientras sentía en mi pecho el impasible trotar de un
caballo, débil pero constante, al ritmo de aquella húmeda
música transparente. Mi recuerdo sólo reflejaba aquel
atardecer en que lo perdí todo. Con lágrimas en el pecho y
sintiendo algo especial en mi corazón, dejé la habitación.
Corrí hacia el otro lado del cuarto, arranqué el abrigo de
la percha y cerré de un portazo. Salí a la calle con un
corazón que casi se me salía del pecho. Me tiré de rodillas
al suelo, con aquel pijama, la mirada en el cielo y brazos
en cruz. Estaba empapada hasta los huesos, pero me sentía
libre, sentía que desde el cielo ella me daba fuerzas para
seguir adelante y que allí me esperaría hasta que llegara mi
turno, sin abandonarme nunca. Pasaban las horas y allí
permanecía yo derrumbada, sintiéndome como un alma perdida
en el mundo, hasta que dejó de llover. Aquella noche cambió
mi vida, mis ojos volvieron a brillar, mi sonrisa de nuevo
reflejaba felicidad. Alguien me devolvió la vida aquella
noche.
