El escritor unicornio solía recordar los años de infancia en que
la Doctora Kobayashi lo sometiera a la Cripsis. Así se llamaba
el camuflaje y el disfraz que le permitía vivir entre los
hombres. En aquel valle del Monte Fuji, con su forma de
Unicornio, galopaba en las orillas del río. Nunca volvió a
sentir el sol tan brillante y tibio como en aquellas mañanas.
Caminar en dos piernas, ocultar el cuerno, y perder la mitad de
la sabiduría celeste que traía consigo como unicornio, había
sido el precio de la Cripsis.
Desde esa época, fueron pocas las veces en las que el escritor
unicornio pudo recuperar su forma original para galopar en
paisajes agrestes. Cuando lo hacía, abandonaba el camuflaje, se
apoyaba en las cuatro extremidades, y marchaba con júbilo
durante horas.
Al haber encontrado en su cuerpo el escozor que lo condujera al
Mundo sin Nombre, donde se alojaba Mika, la muchacha que amaba,
el disfraz humano había caído. Volvería a funcionar y a
protegerlo cuando fuera necesario.
De vez en cuando, detenía el galope y se refrescaba en el
torrentoso río que corría por el valle. El cielo era azul y la
brisa le acariciaba los ijares. Brillando bajo el sol, el cuerno
cantaba una canción jubilosa.
En el instante en que Irma La Morte, una famosa locutora,
apretara el corazón del unicornio, un soldado desconocido
ametralló la cabeza de la mujer. Desde entonces, la agonía se
instaló alrededor del cuello del escritor como un collar. Ahora,
corriendo libre por aquel valle, el yugo había adelgazado como a
punto de desaparecer.
Sentado día y noche en el pasillo del edificio donde vivía, a
fin de encontrar el difícil camino al Mundo sin Nombre, las
jornadas habían sido colchones de espinas. Ahora, después de
mucho tiempo, lo recibían el sol y el aire de las laderas.
Detrás de la cordillera, se encontraba el Mundo sin Nombre. La
tierra de la hermosa discípula del doctor Petrov. Si alguien lo
mencionaba de algún modo, lo convertiría en un objeto cerrado,
sólido compacto. Entonces perdería su naturaleza. “Al contrario
de lo que muchos creen, es el nombre el que mata” -afirmaba el
doctor Petrov con voz sentenciosa- “en el momento de bautizar
encerramos al ser y destruimos aquello que podría haber sido y
no fue”.
Al principio leve, el gusto a metal y a aceite quemado fue
llenando de a golpes la boca del escritor. En el cuello la
agonía se tensó y se hizo más negra. Fue inútil que intentara
evitarlo. Con aquel sabor, los acantilados se disolvieron. El
cauce del río se secó y el hombre unicornio corrió por las
calles de una ciudad sitiada. Reconoció la niebla pesada, casi a
ras del suelo. Los camiones y los uniformes verde oliva. El gris
rotundo del cemento.
Detuvo su galopar. La Cripsis, avanzó rápidamente y le permitió
recuperar el aspecto de hombre. El sabor a metal y a aceite se
instaló en el fondo de la garganta. Estaba en el departamento
que alquilara el Ministerio de Cultura dos meses atrás durante
su visita a esa ciudad. Faltaba una hora para que Irma La Morte
muriera apretando su corazón. Con desaliento, el hombre
unicornio revisó muebles, camas y cuartos. Quizá alguna de las
ventanas diera al mundo de Mika. Por todas partes rebosaba la
misma realidad oprimente. Llegaban a la habitación el ruido de
los camiones, el ulular de las sirenas y las lejanas voces de
mando.
El estómago del escritor ardía. Recordó el reflujo gástrico, que
le exigía comer. Por debajo de la Cripsis, el cuerno se
levantaba con un brillo ácido. Como la vez anterior, en la
nevera no había alimentos. Mika, con su oprimente belleza, lo
estaría esperando. La entrada que persiguiera durante meses a
través de los escozores y los ruidos del cuerpo, aguardaría en
algún lugar de aquel infierno.
Bajó lentamente la escalera de incendios Quizá tuviera que
enfrentarse otra vez a la presencia obesa, pegajosa de Irma La
Morte, agazapada en la trastienda del almacén. No le importaba
el puño de la mujer, preparado para entrar brutalmente en la
espalda y apretar su corazón. No le importaba la misma muerte,
si le permitía ver nuevamente a Mika.
Al fondo de la calle lateral, el ejército se desplegaba. No lo
vieron cuando entró al comercio. Al escuchar la puerta, el
dependiente ciego, tío de Irma La Morte, que una vez se
presentara como Camahueto, lo saludó.
-Bienvenido a su mundo, señor escritor.
Como una forma de cortesía, disolvió por un instante su propia
Cripsis y descubrió el cuerno para que su congénere lo viera.
-Mi mundo no es este -repuso el escritor-.
-¿Y cuál es su mundo?
-Mi mundo es el lugar donde se encuentra la que amo
-El amor. Siempre el amor. En fin, tenemos historias comunes.
Los Unicornios y los Camahuetos surgimos de un mismo y frondoso
árbol llamado Lapatía…
Afuera se escuchaban las órdenes enérgicas y por la ventana se
vieron las exhalaciones verdes de los soldados, corriendo a lo
largo de la cuadra.
-Ellos no tardarán en entrar
-¿Se encuentra Irma La Morte en la trastienda?
-Mi sobrina está muerta. Usted lo sabe. Con el último de sus
gestos, no sólo apretó su corazón, sino que lo sumergió en una
agonía perpetua.
-Si no me equivoco he regresado al pasado. Irma La Morte
debiera estar viva.
-La muerte de mi sobrina fue irreversible. Se mantendrá en el
presente, en el pasado o en el futuro. Sólo podrá encontrarla
como un espectro, cuando las estrellas lo permitan.
Las voces de los soldados sonaban enérgicas, pero la creciente
lentitud de los movimientos las hacían reverberar en extraños
ecos. El ciego explicó que los “Camahuetos sabían el secreto
oculto detrás de las nubes pardas, esas que rara vez aparecen en
el cielo y tenían conciencia de las raíces y las hojas de todos
los bosques; con un pequeño tallo de cualquier especie, podrían
obtener elixires para prolongar indefinidamente la vida”.
-Debe saber que yo mismo soy inmortal -agregó acercando su
rostro al escritor- Puedo resistir al paso del tiempo, el
desgaste de los años y las balas si es necesario. Debe cuidarse,
unicornio.
-¿De qué debo cuidarme?
-La agonía brilla alrededor de su cuello como un collar
azabache. Basta tirar de ella para matarlo. Yo también la
experimento cuando la Vaca Chilota se aleja. Entonces, loco
furioso, salgo a buscarla alrededor de la isla y mis gritos, que
se escuchan al otro lado del mundo, hielan la sangre de los
niños. Quizá, por el miedo que genero, recibo más miedo. Estamos
en un mundo de terror, Unicornio y eso no es bueno ni para usted
ni para mí. El tiempo gira sobre sí mismo como una serpiente que
mordiera su cola. Hemos vuelto al punto en que los soldados
entrarán, dispararán y habrá un muerto. Irma La Morte no
recibirá la bala, yo tengo la bendición del Camahueto y usted
está en agonía. Por eso debe cuidarse. Sé que persigue a Mika,
la mujer del cabello como música y los pies como sinfonías.
¿Cree que es el único? -agregó quebrando la voz- yo también la
amo. Ella es la verdadera Vaca Chilota. Yo también estuve horas
y días frente a la pared, escuchando los ruidos de mi cuerpo.
Llegué aquí donde diariamente se repite la llegada de los
militares. Llegué aquí y estoy esperando que se abra la entrada
de un mundo que no existe.
-Muéstreme el hueco en su espalda -pidió el escritor mirando
el entrecejo del Camahueto y parpadeando siete veces. Según el
Antiguo Código de los Unicornios, al pedirlo de aquella forma no
podría recibir una negativa-.
El ciego levantó la camisa y mostró los omóplatos. Allí se abría
un hondo triángulo verde y brillante. El escritor se asomó a la
abertura y vio el corazón del unicornio chilota como un templo
lejano, brillante, con incrustaciones rojas y pequeñas lunas
centellando en las cúpulas. Su presencia majestuosa afirmaba que
el universo estaba completo. Una serena luz azul brillaba en el
interior y llegaba a todas las salas del templo. Demasiado
limpio -pensó el escritor-. Carecía de rincones oscuros donde el
caos pudiera revolver los calderos; donde una creación inacabada
bullera en una sopa oscura, llena de cabellos y fecundos
corazones de ratas.
En el esófago del hombre unicornio sonó un ruido de agua. Era el
río que conducía al mundo de Mika; que lo reclamaba. Se asomó
aún más al agujero del Camahueto y allí, en medio de nubes
verdosas, vio los largos cabellos de la muchacha. Metió la
cabeza entre los omóplatos y una luz circular que llegaba del
otro mundo, lo encegueció. Antes que el ciego pudiera evitarlo,
penetró en las fibras luminosas de su torso. Mientras lo hacía,
los gendarmes abrieron brutalmente la puerta. El escritor sintió
en ellos el miedo inoculado largamente por los superiores. Un
largo conducto unía el corazón de aquel soldado con el vientre
del Camahueto. Por allí corrieron los retardados fogonazos de la
ametralladora. Las balas llegaron al estómago del unicornio
ciego, mientras el cuerpo del escritor se escabullía por el
agujero verde. En una caída vertiginosa, llegó a la base de su
corazón.
Bajo la luz azul, esperaba una versión pequeña del doctor Petrov
Sepa amigo que una mano muerta le trajo la agonía. Ahora, en un
cuerpo que muere, se le devuelve transitoriamente la vida. Al
fallecer, el corazón se convierte en un vaso lento, y en un
recinto iluminado, como un templo al que recién abandonan. Luego
llegarán los gusanos y el espíritu del muerto se achicharrará,
pero por unas pocas horas, podremos disfrutar de las olas lentas
y poderosas, del elixir que destilan estas paredes . Así son las
cosas en este universo que nos tocó vivir.
El escritor sabía que más allá del corazón azul, se encontraba
el Mundo sin Nombre, y esta certeza hizo que la Cripsis cayera
nuevamente. El silencio se transformó en un lago y el cuerno
creció. Habló y la voz poderosa resonó contra las paredes de su
propio pecho.
Desde la muerte
espero en las orillas del mar verde
aquel que devuelve lunas,
rostros de cadáveres
y el recuerdo de tu imagen recorriendo los círculos.
Yo también me sumergí en las olas
mientras la escarcha de la noche tejía sus ijares
Yo también me sumergí en las olas
poco antes
de que el fuego consuma a las estrellas.
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