Deslizó el pincel con una amabilidad majestuosa sobre la tela,
como si cada contorno desnudo de aquellos cuerpos vencidos
estuviera esperando el trato gentil de la mano de un hombre.
Nadie sabe a ciencia cierta qué pensaba Pablo cuando desvanecía
las axilas y los vientres en colores vivos y hundía las pupilas
de sus damas en oscuridades de burdel. Muy pocos saben, también,
que sus cinco modelos eran hermanas provenientes de Aviñón con
las cuales había mantenido, separadamente, relaciones amorosas
breves que habían decantado en un gran cuadro.
Hacía días, sin embargo, que se valía sólo del recuerdo para
pintar a la más chica, ya que ésta había decidido abandonarlo,
golpeada por los celos y la envidia al enterarse de los
múltiples amores de Pablo. Las hermanas no se preocuparon por la
más pequeña, quien solía tener caprichos separatistas. El
pintor, consumido como estaba en su obra, tampoco dejó lugar
para la preocupación; sólo para la bronca de saberse con una
modelo menos.
Sus amigos más íntimos visitaron su cuadro en proceso y se
asquearon, calificándolo de insolente y desvergonzado. Uno llegó
a acotar "es como si nos obligaras a tragar una soga y beber
aguarrás", pero eso fue mucho más tarde, cuando ya estuvo
terminado. Ahora, una de sus modelos aún se hallaba entre
tinieblas. Le faltaba lo fundamental: el rostro. Pablo no era un
amante de los rostros y solía preferir la belleza de un cuerpo a
la armonía de una cara. Por eso no recordaba exactamente cómo
era la de la hermana desaparecida. Sin embargo, hizo todo lo que
pudo y le otorgó un encanto que tal vez en la realidad la mujer
no había tenido nunca. De todas las figuras, fue la más hermosa
y la más brillante, acariciada por una luz que parecía alejarla
del resto, ubicándola más obscenamente en el protagonismo de
aquel que Apollinaire alguna vez llamó "el burdel filosófico".
Las demás modelos, un poco celosas, no admitieron que aunque
Pablo no se hubiera dado cuenta, su memoria había trabajado
maravillas.
Finalmente estuvieron todas, solitarias, mirando al espectador,
estableciendo unicidades como si jamás hubieran sido hermanas.
Los artistas amigos y la sociedad parisina se tragaron la soga y
bebieron el aguarrás nueve años después de finalizado el cuadro
cuando fue expuesto en la Galerie d´Antin en París. La noche
antes de presentarlo, Pablo lo tapó con una de sus grandes telas
y se acostó pensando en la magia del recuerdo. El rostro de la
más pequeña era el más poderoso, y toda la obra parecía moverse
hacia él, encantada por una secreta brujería artística que era
incomprensible. El pintor estaba satisfecho y creía que lo único
que le daba valor a su obra era esa figura bella y luminosa que
miraba de frente con unos ojos celestes y una frente ancha y
pálida. La observó antes de taparla y soltó una lágrima. Era una
de las mujeres más hermosas que había conocido en su vida,
aquella, la del lienzo; alta, sutil, con una palidez que la
hacía brillar por sobre las demás y con aquellos ojos intensos
que lo miraban a él. Lloró, pero sólo su gato fue testigo.
Las señoritas de Avignon se hizo público una mañana temprano.
Pablo no asistió a la mudanza de su cuadro hacia la galería.
Durmió pesadamente, soñando en la modelo que con su ausencia le
había dado una de las imágenes más poderosas de su vida. A la
tarde caminó con cadencia de enamorado hacia la exposición.
Entró y escuchó los suspiros, los murmullos, las voces de
descontento. Algunos de sus amigos estaban allí (quién sabe
desde hacía cuánto tiempo), junto con críticos y visitantes,
todos, consumidos por el horror. Antes de llegar a la multitud,
bailando hacia ella en la dulce rítmica apostática en la que
ahora se encontraba, Pablo se sintió feliz por su ruptura y por
el asco. Pero cuando estuvo frente a su obra no imaginó que ese
mismo asco también a él lo sobrecogería.
El rostro de arriba a la derecha, el angelical punto de luz de
su vida y obra se había transformado en una caricatura oscura y
macabra, con ciertos rasgos équidos. Los grandes ojos celestes
eran ahora enormes puntos negros y la que en un momento había
sido una fina nariz en punta era ahora una trompa animada. Uno
de sus pechos había corrido la misma suerte, arañado por la
oscuridad y el salvajismo. Y como si fuera poco, otra de las
hermanas había caído en la desgracia de la transformación.
Escuchó que un crítico alababa la obra, y aún inmerso en el
horror como estaba, tuvo una epifanía: su cuadro sería grande.
Pero él jamás revelaría que el extravagante y enigmático toque
cubista que se iniciaba en los rostros de la esquina derecha no
le pertenecía a la amabilidad de su pincel majestuoso, sino a la
ira de unas vengativas manos de mujer que él había creído para
siempre desaparecidas.
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