“Quien os vio no os olvida,
azules de Soria, azules”.
Gerardo Diego
Cuando la luz dorada plateada se vuelve, mi actividad se
quiebra y mis pasos, obedientes al amable y sápido hábito,
echan su vuelo al paseo crepuscular.
Al pasar por la muralla mi imaginación se perdía entre las
guerras de Sertorio o la del ejército romano contra los
arévacos de Numancia. De repente recordé el aguante y
fortaleza que tuvo la población celtíbera frente al sitio
romano, algo que leí en la obra de José Luis Corral,
Numancia (no por propia voluntad, he de añadir, sino por
obligación en la asignatura de Latín, en bachillerato).
Recuerdo que tras algunos meses de hambrunas, enfermedades y
tras agotarse sus víveres, los numantinos decidieron poner
fin a su situación: algunos se entregaron en condición de
esclavos al ejército de Escipión Emiliano, pero la mayoría
decidió suicidarse, prefiriendo la libertad a la esclavitud
de Roma.
Roma, Roma… era destructora Roma, y avariciosa. También la
ciudad arévaca de Uxama, independiente políticamente pasó, a
partir del siglo II, a manos romanas, siendo entonces
reedificada y llegando a acuñar moneda propia y a construir
importantes infraestructuras. En época del Bajo Imperio
romano la ciudad fue cercada por una muralla. Los árabes
conquistaron la ciudad y la llamaron Waxsima, y construyeron
atalayas allí y en los cerros próximos. Uxama fue abandonada
en la Baja Edad Media, desplazándose la población a la
actual Osma, y construyendo el castillo sobre el cerro. Las
murallas de la ciudad fueron construidas por el obispo Pedro
de Montoya en el siglo XV.
Y allí estaba yo, frente a la muralla.
Cuatro elementos abrazaban mi silueta, negra bajo el dulce
sol del ocaso: por mi derecha corrían las aguas cristalinas
del valiente río Ucero; bajo mis pies, un camino de tierra
malherido por mis huellas, a mi izquierda la erguida y
altanera muralla, que airosa al tiempo, aún alberga la
fortaleza y rectitud de sus nobles piedras; al fondo, el
eterno horizonte ardía en fuego; y una gélida brisa
acariciaba mi cuerpo con manos de hiedra.
Mis pasos quebrantaban los años de añoranza, cuando los
estudios me obligaban a abandonar mi querida tierra; pero
ahora por fin podía disfrutar del que siempre fue mi hogar.
A veces tiemblo de libertad y calma al pasar entre los
chopos, los sauces y los pinos que enardecen de orgullo con
la gloriosa travesía del río (Abión o Ucero).
El canto dulcificado de jilgueros, gorriones y tordos eleva
el silencio del natural paisaje burgense a música celestial,
paradisiaca.
En ocasiones me inunda la nostalgia y al pasear, en recuerdo
de mi amada y fallecida abuela, llevo suspendido en el
cuello el escapulario de la virgen del Carmen, que ella con
tanta devoción me regaló.
Y asciendo, con paso firme pero exhausto, (en una subida,
física y espiritual) al altar de mis dichas y desdichas, a
esa encantadora y famosa Cruz del Siglo que tantos siglos ha
viajado en mis entrañas. Allí soy una Santa Teresa, mística
y extática, en busca de la verdad y la belleza eternas. En
busca de la palabra descontaminada.
Entre el himno de dulces pajarillos, bajo el eterno cielo
azul grisáceo y sobre el inmenso verde mar donde florecen
colores y por donde se arrastra mi querido río Ucero, mi
sola silueta se dibuja en lo alto del cerro bañada por la
fogosa pintura del pincel divino, el único que sabe crear
bellezas tan inefables. Bellezas cuya contemplación eleva a
un estado místico y extático.
Allí busco perderme de todo lo terreno, estar sola y
contemplar desde lo alto la hermosura de una civilización
que crece y evoluciona, pero que guarda en sus alforjas el
encanto de toda una tradición; una tradición que se mantiene
virgen y viva en los corazones de los burgenses.
Unas veces mis sentidos se pierden en la hermosura de esa
cascada que en la güera alimenta de alegría los tristes
corazones; o en el desdén de una altanera y monumental
catedral gótico-románica que desafía a mis ojos y a mi
nimiedad, convertida, ante su sombra, en casi inexistencia.
Otras veces las hojas de esos árboles que abrazan el río
Abión en su camino hacia el castillo de Osma son acariciadas
por la brisa, y su baile pasional es un susurro en mis
oídos.
En ocasiones, con el terrible frío del invierno acudo a la
ancestral matanza de la calle Universidad y aprovecho para
almorzar galletas, morcilla y torreznos, bañados por las
lágrimas de mi sensibilidad a los gritos del animal.
Y en momentos de nostalgia (que son muchos, demasiados) aún
recuerdo cuando de pequeña, en Navidades, ponían un enorme
pino en el centro de la Plaza Mayor adornado con una
estrella en la punta más alta del árbol y con numerosos
espumillones y bolas navideños; acicalado todo el centro del
pueblo, igualmente, con el familiar y estimado sonido de los
villancicos.
Cuando paseo con mi padre hasta el castillo de Osma, o
cuando voy yo sola hasta la güera, me llena de satisfacción
encontrarme con gente conocida y querida, saludarnos con
sincera emoción e interesarnos por nuestra vida, por las
novedades, ponernos al día, vamos.
Además, esta villa ha sido la alegría de mi juventud
(también la tristeza en ciertos momentos puntuales). Aquí
crecí rodeada del amor y atención de mis padres, aquí conocí
el amor de mi vida, aquí está la gente que yo más quiero.
Aquí, en El Burgo de Osma.
¡Ay! Parece que oigo… Ya resbalan las notas del Gato Montés
en mis oídos y mi corazón tiembla embriagado de emoción y
mis pies, gallardos e inquietos, celebran la alegría de los
acordes bailando al ritmo de su compás binario.
¡Llegan las tan esperadas fiestas de la Virgen del Espino y
San Roque! (recuerdo el año, lleno de una ilusión marcada
por la angustia, de 2008, cuando fui dama de fiestas…)
¡Llega la multitud, las borracheras, el ruido, la matanza de
toros, el frío!
¡Llega la unión, la alegría de las peñas, las orquestas y
los bailes, la feria, los churros, los fuegos artificiales,
los rejoneadores, los gigantes y cabezudos, la reina y damas
de fiestas…!
Llega. Todo llega: risas y lágrimas.
A veces, sólo a veces, rezo por la perpetuidad de estas
sensaciones…
