• Susana Maroto Terrer

    Cultivo de humanidad

    Cuando El Burgo te besa

    por Susana Maroto Terrer



“Quien os vio no os olvida,
azules de Soria, azules”.
Gerardo Diego



Cuando la luz dorada plateada se vuelve, mi actividad se quiebra y mis pasos, obedientes al amable y sápido hábito, echan su vuelo al paseo crepuscular.

Al pasar por la muralla mi imaginación se perdía entre las guerras de Sertorio o la del ejército romano contra los arévacos de Numancia. De repente recordé el aguante y fortaleza que tuvo la población celtíbera frente al sitio romano, algo que leí en la obra de José Luis Corral, Numancia (no por propia voluntad, he de añadir, sino por obligación en la asignatura de Latín, en bachillerato). Recuerdo que tras algunos meses de hambrunas, enfermedades y tras agotarse sus víveres, los numantinos decidieron poner fin a su situación: algunos se entregaron en condición de esclavos al ejército de Escipión Emiliano, pero la mayoría decidió suicidarse, prefiriendo la libertad a la esclavitud de Roma.

Roma, Roma… era destructora Roma, y avariciosa. También la ciudad arévaca de Uxama, independiente políticamente pasó, a partir del siglo II, a manos romanas, siendo entonces reedificada y llegando a acuñar moneda propia y a construir importantes infraestructuras. En época del Bajo Imperio romano la ciudad fue cercada por una muralla. Los árabes conquistaron la ciudad y la llamaron Waxsima, y construyeron atalayas allí y en los cerros próximos. Uxama fue abandonada en la Baja Edad Media, desplazándose la población a la actual Osma, y construyendo el castillo sobre el cerro. Las murallas de la ciudad fueron construidas por el obispo Pedro de Montoya en el siglo XV.

Y allí estaba yo, frente a la muralla.

Cuatro elementos abrazaban mi silueta, negra bajo el dulce sol del ocaso: por mi derecha corrían las aguas cristalinas del valiente río Ucero; bajo mis pies, un camino de tierra malherido por mis huellas, a mi izquierda la erguida y altanera muralla, que airosa al tiempo, aún alberga la fortaleza y rectitud de sus nobles piedras; al fondo, el eterno horizonte ardía en fuego; y una gélida brisa acariciaba mi cuerpo con manos de hiedra.

Mis pasos quebrantaban los años de añoranza, cuando los estudios me obligaban a abandonar mi querida tierra; pero ahora por fin podía disfrutar del que siempre fue mi hogar.

A veces tiemblo de libertad y calma al pasar entre los chopos, los sauces y los pinos que enardecen de orgullo con la gloriosa travesía del río (Abión o Ucero).

El canto dulcificado de jilgueros, gorriones y tordos eleva el silencio del natural paisaje burgense a música celestial, paradisiaca.

En ocasiones me inunda la nostalgia y al pasear, en recuerdo de mi amada y fallecida abuela, llevo suspendido en el cuello el escapulario de la virgen del Carmen, que ella con tanta devoción me regaló.
Y asciendo, con paso firme pero exhausto, (en una subida, física y espiritual) al altar de mis dichas y desdichas, a esa encantadora y famosa Cruz del Siglo que tantos siglos ha viajado en mis entrañas. Allí soy una Santa Teresa, mística y extática, en busca de la verdad y la belleza eternas. En busca de la palabra descontaminada.

Entre el himno de dulces pajarillos, bajo el eterno cielo azul grisáceo y sobre el inmenso verde mar donde florecen colores y por donde se arrastra mi querido río Ucero, mi sola silueta se dibuja en lo alto del cerro bañada por la fogosa pintura del pincel divino, el único que sabe crear bellezas tan inefables. Bellezas cuya contemplación eleva a un estado místico y extático.

Allí busco perderme de todo lo terreno, estar sola y contemplar desde lo alto la hermosura de una civilización que crece y evoluciona, pero que guarda en sus alforjas el encanto de toda una tradición; una tradición que se mantiene virgen y viva en los corazones de los burgenses.

Unas veces mis sentidos se pierden en la hermosura de esa cascada que en la güera alimenta de alegría los tristes corazones; o en el desdén de una altanera y monumental catedral gótico-románica que desafía a mis ojos y a mi nimiedad, convertida, ante su sombra, en casi inexistencia.

Otras veces las hojas de esos árboles que abrazan el río Abión en su camino hacia el castillo de Osma son acariciadas por la brisa, y su baile pasional es un susurro en mis oídos.

En ocasiones, con el terrible frío del invierno acudo a la ancestral matanza de la calle Universidad y aprovecho para almorzar galletas, morcilla y torreznos, bañados por las lágrimas de mi sensibilidad a los gritos del animal.

Y en momentos de nostalgia (que son muchos, demasiados) aún recuerdo cuando de pequeña, en Navidades, ponían un enorme pino en el centro de la Plaza Mayor adornado con una estrella en la punta más alta del árbol y con numerosos espumillones y bolas navideños; acicalado todo el centro del pueblo, igualmente, con el familiar y estimado sonido de los villancicos.

Cuando paseo con mi padre hasta el castillo de Osma, o cuando voy yo sola hasta la güera, me llena de satisfacción encontrarme con gente conocida y querida, saludarnos con sincera emoción e interesarnos por nuestra vida, por las novedades, ponernos al día, vamos.

Además, esta villa ha sido la alegría de mi juventud (también la tristeza en ciertos momentos puntuales). Aquí crecí rodeada del amor y atención de mis padres, aquí conocí el amor de mi vida, aquí está la gente que yo más quiero. Aquí, en El Burgo de Osma.

¡Ay! Parece que oigo… Ya resbalan las notas del Gato Montés en mis oídos y mi corazón tiembla embriagado de emoción y mis pies, gallardos e inquietos, celebran la alegría de los acordes bailando al ritmo de su compás binario.

¡Llegan las tan esperadas fiestas de la Virgen del Espino y San Roque! (recuerdo el año, lleno de una ilusión marcada por la angustia, de 2008, cuando fui dama de fiestas…)

¡Llega la multitud, las borracheras, el ruido, la matanza de toros, el frío!

¡Llega la unión, la alegría de las peñas, las orquestas y los bailes, la feria, los churros, los fuegos artificiales, los rejoneadores, los gigantes y cabezudos, la reina y damas de fiestas…!

Llega. Todo llega: risas y lágrimas.

A veces, sólo a veces, rezo por la perpetuidad de estas sensaciones…

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