Nunca olvidaré los hermosos días que pasé oculto en la Universidad de Córdoba, cuando yo era
un joven prófugo de la justicia huido de mi Albera natal.
Dicen que Córdoba representa en sus calles la tranquilidad del silencio, en contraste con la
ruidosa y bullanguera Sevilla. Así lo reflejaron Azorín y Antonio Gala, que conocían bien los
infinitos encantos de la judería cordobesa en su laberinto medieval. Toda ciudad que se precie
tiene su aroma. Córdoba huele a vetusta piedra monumental y a serena colonia de domingo en
fiestas.
En el hermoso casco antiguo cordobés se alza la facultad de Filosofía y Letras, cerca de la
vieja sinagoga en la calle Judíos, de la plaza Maimónides y de la escultura a Séneca, y no muy
lejos de la casa donde vivió Góngora.
En esa secular universidad fue donde viví uno de los casos más extraordinarios de todas mis
aventuras, que aún recuerdo con cariño.
La antigua facultad de Filosofía y Letras es un portentoso edificio de patios, arcadas y
ventanales renacentistas. Sin embargo, se notaba que no era una buena época para la educación,
debido a la crisis económica. Con el presupuesto recortado, había más alumnos por clase, ya
masificadas, y menos profesores, a los que se les había recortado el sueldo, y si protestaban
por sus peores condiciones, se les acusaba de que eran unos vagos sin derecho a quejarse.
Los ánimos estaban soliviantados por la crisis, como una bomba a punto de estallar. Las
huelgas estudiantiles proliferaban por el descontento, pero se mantenían las fiestas nocturnas
del dance y de la cerveza en los pubs de moda.
En esas circunstancias, husmeé en aulas de poesía y de artes para camuflarme como un
estudiante más, pero oyendo esas disertaciones abstrusas no hallé nada ameno ni útil. Para
pillar algo me colé en el departamento de los becarios. Era una especie de oficina
desangelada, con un viejo ordenador y una fotocopiadora grande, sobre la cual había una bonita
rosa negra en un vaso de agua.
Encontré a un estudiante bajito y moreno, pálido, llamado Crespo, con grandes ojos oscuros que
siempre miraban fijo, desafiantes, y hablaba con una falsa modestia que no disimulaba su
insolencia y su descaro. Al verme entrar, me dijo:
- ¿Tú eres el nuevo?
- Sí – mentí apuntándome el tanto.
- Pues espabila. A las doce tienes que ayudar al catedrático Sepúlveda. No te aburrirás, va a
liarse una buena. Y esta noche, fiestón en el Karma.
Para darme ínfulas, dije:
- Pero yo soy un poeta investigador. No sé nada de eso.
- Sólo tienes que hacer estas fotocopias – señaló una gran pila junto a la pared –, y
repartirlas entre todos los alumnos. Así serás un gran investigador. Y espero que dures más
que ese flojo de Perales.
- ¿Qué le pasó?
Me contestó con un misterioso silencio. En vez de amilanarme, pregunté:
- ¿Tú no eres ayudante de Sepúlveda?
Hizo un gesto de patente asco y dijo:
- Sepúlveda es un desgraciado. Mi catedrático es Guillermo León. Es el único que puede
convertirme aquí en algo grande si hago muchas fotocopias.
- ¿Y cómo es que tienes una rosa negra en la fotocopiadora?
Me respondió que podía tener lo que le saliera de sus atributos. Yo había visto ya ese símbolo
y a miembros de la Rosa Negra en Albera, antes de tener que huir de allí en parte por su
culpa. Al parecer la sociedad secreta de la Rosa Negra se estaba infiltrando también en la
universidad. Le pregunté a Crespo:
- ¿Es que eres miembro de la Rosa Negra?
Otro silencio, esta vez agresivo, mirándome con sus ojos de criminal.
Por no volver a la calle, me apliqué a lo que me había dicho el mal encarado de Crespo, a
pesar de que los becarios ya cobraban muy poco, con retrasos, y echaban a la mitad al mínimo
brote de nueva crisis que se presentaba.
Cargado de fotocopias, me dirigí al aula donde disertaría el catedrático Sepúlveda a las doce
del mediodía. Me pregunté por qué Crespo había dicho que no me iba a aburrir. Las gradas
estaban llenas de alumnos ruidosos que charlaban con desparpajo. Algunos gritaban, daban
golpes en los bancos y arrojaban libros o paraguas al suelo con gran estruendo, sobre todo
cuando entró el viejo Sepúlveda, al que no hacían ningún caso ni mostraban respeto.
Mientras repartía las fotocopias en aquel jaleoso caos, recordé el inicio de El árbol de la
ciencia de Baroja, como si Hispania no hubiera cambiado en más de cien años, por más que nos
creyéramos el sumun total en el siglo XXI.
Al llegar por lista a la P de Perales, me encontré en el extremo de la grada a un chaval
silencioso y retraído, que se descompuso nada más verme.
- Soy el nuevo becario – le dije –. ¿Por qué dejaste el puesto? Allí podías ganar un buen
puñado de euros.
- ¡Ja! – repuso –. Estoy a punto de dejar la universidad. Mi padre es arquitecto en paro.
Quiere que me vaya con ellos a Alemania y estudie algo más técnico.
- No te entiendo. ¿Vas a perderte esta poesía? – luego le dije, recapacitando –: ¿Sabes algo
de una sociedad secreta llamada la Rosa Negra en la universidad?
Me miró con tan gran espanto que estuvo a punto de echarse a llorar, e hizo amago de
levantarse, para salir corriendo de allí de haber podido. Yo aún no entendía tanta alarma,
después de todo, los estudiantes siempre habían sido aficionados a pertenecer a grupos más o
menos misteriosos, para sentir la influencia del grupo, de los rituales secretos y de la
disciplina adulta.
Entonces sentí en la espalda la intangible e inequívoca sensación de que me estaban observando
desde lejos. Me volví sin poder evitarlo. En una de las últimas filas destacaba una estudiante
de especial belleza, que me miraba con su orgullo insolente. Yo no era el único infiltrado en
el aula. Allí estaba la agente Carla Ruiz, siguiéndome los pasos para detenerme en cuanto
pudiera.
Aproveché el desorden para huir entre las bancas escalonadas repletas de estudiantes
bulliciosos. El catedrático Sepúlveda ya había cerrado la puerta, así que me contenté con
sentarme lo más lejos posible de Carla Ruiz.
El pobre catedrático necesitó casi media hora para que se hiciera el silencio en el gallinero.
Luego comenzó a hablar de darwinismo evolucionista aplicado a la poesía y al arte en general,
con un enfoque por fin original y novedoso.
Aquello resultó por primera vez interesante, pero duró poco. Un grupo de estudiantes comenzó a
interrumpir al catedrático, chillando impertinencias y lanzando objetos a la tribuna, como si
fueran los dueños del foro.
- ¡Fuera Darwin! – le gritaron al catedrático –. ¡Eres un mono!
Y cosas peores. Me volví al grupo de alborotadores. Era Crespo quien gritaba, rodeado de su
panda. Los demás le miraban curiosos, resignados, pues no era la primera vez que se formaban
altercados de ese tipo.
La situación empeoró cuando comenzaron a arrojarle objetos al propio Sepúlveda, que había
optado por no huir, formando un blanco perfecto en su palestra. El desorden fue tal que los
alumnos corrían en tromba para salir del aula. Yo quise ayudar al pobre Sepúlveda, que
aguantaba estoico los proyectiles, pero corrí también entre los estudiantes al ver que Carla
Ruiz trataba de alcanzarme.
Lo último que vi antes del salir del aula fue terrible. La banda de Crespo había rodeado al
catedrático Sepúlveda. Le increparon y le dieron una paliza. Los demás no hacían nada por él,
estaban sólo preocupados por escapar, por sobrevivir.
Yo también tuve que correr, para que la agente Carla Ruiz no me detuviese, pero sabía que esa
noche podía encontrar a Crespo en el pub Karma.
De momento les dejé apaleando a Sepúlveda, que trataba de protegerse ya en el suelo. Los
agresores le golpeaban, gritaban y blandían sus puños con júbilo como si fueran una manada de
simios endemoniados.
* * *
Esperé con ansia a que llegara la noche, dando vueltas por el bello entorno de la Mezquita y
la judería, para calmar en lo posible mi furia.
A las doce de la madrugada empezaba la fiesta estudiantil en el Karma, el pub de moda para los
jóvenes y los personajes emblemáticos de la marcha cordobesa, sito en la avenida más moderna
de la ciudad. La crisis había cerrado muchos pubs, pero había dejado y potenciado otros, en
una especie de selección social.
Como quería ir impecable, dediqué parte de mis ahorros en alquilar un esmoquin. Así produje al
entrar en el Karma el efecto habitual: las atractivas chicas con largos vestidos de fiesta se
volvían a mi paso, con miradas silenciosas de admiración.
En seguida me apliqué a flirtear con varias de ellas. Les encantaban mis chistes, los coreaban
con risas, se dejaban invitar y agarrar por la cintura. Me ofrecían sus frescos y maquillados
pómulos para que se los besara.
Pero el paraíso dura poco. Yo observaba en derredor para localizar cuando antes al desalmado
de Crespo, cuando noté un manotazo en mi espalda.
Era Carla Ruiz, que me interrumpió en pleno cortejo con las chicas. Iba vestida de verde,
tanto el pantalón como la camisa, lo que resaltaba aún más la insolente belleza de su rostro
juvenil algo inclinado, su melena castaña, las finas cejas onduladas y los labios
entreabiertos con la arrogancia de sus grandes ojos color miel.
- Quedas arrestado – dijo.
Ante mi sonrisa le puse mis dedos índice y pulgar en forma de “L”, mi marca de Lince, pero de
nada sirvió. Las otras muchachas nos miraban sorprendidas. Sostuve la mirada de Carla Ruiz con
descaro y le dije:
- ¿Tienes envidia de mi éxito con las chicas?
Desvió la mirada con asco y dijo:
- ¿Salimos a la calle, o te pongo las esposas aquí dentro?
Toda la gente a nuestro alrededor nos miraba, y el pub estaba repleto. Si el aforo era de
quinientas personas, allí había por lo menos mil. Para evitar la humillación total, llegamos a
un acuerdo: Saldríamos juntos del pub abarrotado, fingiéndonos amigos, y en la calle la joven
policía haría lo que tuviera que hacer.
La tomé por la cintura como si fuera mi novia, para pasar entre la gente que nos miraba de
reojo. Ella se dejó hacer, supongo que con tal de cumplir su misión. Tenía una cintura cálida
y rolliza, que cimbreaba a mi lado y contrastaba con su carácter desabrido y orgulloso hasta
la náusea.
Antes de salir nos topamos con el gallito de Crespo y su panda, cuando llegaban al pub ya
bebidos y colocados del botellón. En cuanto me vio, Crespo se acercó a mí:
- ¿No me presentas a tu novia?
- No es mi novia – repuse con sequedad.
- Claro, eso dicen todos – replicó mirando a Carla de arriba abajo –. ¡Con lo buena que está
este pivón!
Carla le insultó, ése fue su error fatal. Crespo trató de golpearme, para dejarme fuera de
juego, pero esquivé el golpe y le empujé con facilidad.
Entonces cambió de táctica, haciéndole una señal a sus lacayos. Empezaron a empujar a la gente
que llenaba el pub, obstruyendo la entrada. Uno de ellos tiró un petardo, que restalló como
una bomba.
Aquello produjo una estampida. A la masa le entró pánico. Decenas de personas querían salir
del local sin conseguirlo. Los camareros y el personal de seguridad eran demasiado pocos y
aislados para hacer algo.
Debido a los empujones en tropel, la gente empezó a caer al suelo en cascada, sobre todo las
chicas, de menos físico y con tacones. A algunas las aplastaron en el suelo. Se oían gritos de
terror y pidiendo socorro para no morir ahogadas.
El tema se estaba poniendo feo de verdad. Un local envidiable convertido en una ratonera.
Traté de ayudar a la gente a levantarse, sobre todo a unas chicas junto a mí que las estaban
pisoteando por el intento de huida.
Entonces me di cuenta de la jugada. Las hienas de Crespo agarraron a Carla Ruiz y la
arrastraron fuera del pub entre la masa humana chillando desesperada.
Vi a algunas chicas que estaban ya desmayadas y medio asfixiadas. Quizá más de una quedara
malherida o con graves secuelas por culpa de esos cabrones. Quería seguir ayudando a más gente
que estaba en el suelo, pero tuve que buscar la salida para seguir a Carla. Avancé entre la
marabunta, caí y me levanté. Salí a la calle empujado por la masa que luchaba para escapar
afuera.
Entre el caos del exterior, vi en el aparcamiento que entre varios agarraban a Carla y la
subían al BMW de Crespo, que arrancó para alejarse de la bulla vociferante.
Salí corriendo a duras penas tras la berlina desde lejos, hasta el descampado de las afueras
donde pretendían culminar su delito.
Mientras me acercaba en silencio al oscuro descampado, podía oír los gritos de Carla pidiendo
ayuda. La habían sacado del coche entre los cuatro. Como mínimo pensaban violarla, si no
acababan matándola para que no hablase.
Me acerqué y abrí mi navaja con parsimonia. Los amiguitos de Crespo salieron corriendo en
cuanto vieron que la cosa se complicaba. Carla quedó en el suelo, jadeante y maltrecha por los
golpes. Me guardé la navaja en el bolsillo.
La reyerta fue entre Crespo y yo, a puñetazo limpio. Era un tipo duro, pero al final logré
derribarle y golpearle la cabeza en una piedra, dejándole por muerto. Su sangre salpicó mi
bonito esmoquin.
Ayudé a Carla a levantarse y comprobé que estaba bien, aparte del susto. Fuimos a buscar un
taxi, que nos llevó hasta su hotel. Allí Carla dejó que le quitara con cuidado el traje verde,
y le curara las magulladuras. Luego se las besé despacio.
- Serás idiota – me dijo.
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